Todos los gobiernos tienen sus estrategias comunicativas, que se traducen en campañas publicitarias con eslóganes pensados en ocasiones para informar, en ocasiones para exhibir sus políticas, para crear conciencia colectiva, y siempre para buscar el reconocimiento positivo del ciudadano. Y desde aquel “Somos 6 millones”, concebido por Lluís Bassat para el gobierno de Jordi Pujol, los hemos visto de todo tipo, calidad y oportunidad. Hacer un repaso exhaustivo vinculando los eslóganes a cada color de gobierno y a cada circunstancia sería un trabajo tan interesante como fuera del alcance de este artículo.
Pero sí es posible prestar atención al último eslogan del actual gobierno del presidente Salvador Illa que acompaña a las diversas acciones comunicativas que informan de la acción de gobierno. El eslogan en cuestión, “El gobierno de todos”, tiene una primera lectura que lo hace, más que indiscutible, obvio. Quien consigue la legitimidad parlamentaria para formar gobierno se convierte en el gobierno de todos, guste o no. La consideración sobre con qué fuerza electoral se ha logrado, a efectos de legitimidad democrática, es irrelevante. Que el PSC, después de las elecciones de mayo de 2024, gobierne en minoría, con el 35% de los escaños, el voto del 28% de los que participaron y el 16% del censo no puede cuestionar que es, efectivamente, el gobierno de todos.
Otra cosa, claro, es con qué fuerza puede gobernar. Y aquí entran ya muchos factores más difíciles de evaluar, más allá de los resultados electorales. Primero, porque la mayoría necesaria la obtuvo a través de unos pactos que deberían cumplirse. Ocurre que en los puntos más relevantes, como el de la revisión del sistema de financiación o la oficialidad del catalán en Europa, todo es lo suficientemente impreciso y sin plazos como para, de momento, ir tirando. Ocurre también que el desempeño no depende del PSC sino de su negociación con el gobierno del PSOE o de las negociaciones con el Consejo de la Unión Europea. E, incluso, en el caso de la financiación, este depende también de la capacidad de los acuerdos dentro del propio PSOE, para que sus gobiernos y líderes regionales no hagan tambalear internamente el liderazgo de Pedro Sánchez. El juego del billar a tres bandas es una tontería al lado de las carambolas de las que dependen los acuerdos del gobierno de Cataluña.
También juegan a favor de esta “estabilidad y certeza” el hecho de que lo que llamamos poderes fácticos sean determinantes para hacer posible la gobernabilidad del país. Y a estos sí que ya les va bien lo que es su debilidad bien trabada, porque si la estabilidad que necesita el gobierno nace, paradójicamente, de su propia debilidad y la falta de alternativas, estos poderes se vuelven más decisivos en la acción gubernamental. Y, lo vuelvo a decir aunque sea de paso, el govern socialista se puede aprovechar de que los partidos independentistas están tan atrapados en estos equilibrios que incluso la petición del president Carles Puigdemont de exigir a Pedro Sánchez que se autoimponga una cuestión de confianza no parece que haga tambalear al presidente español, ni inquietar al catalán.
Ahora bien, el interés que quiero señalar del eslogan institucional del govern de Catalunya no es el de su obviedad, sino el de la astucia que lleva añadida. Efectivamente, si este es un gobierno que se llama “de todos” es para sugerir que los anteriores, los de estos años de mayorías independentistas, no lo eran. Se sobreentiende del argumentario del manual de comunicación de esta campaña. Se trata, dice, de “transmitir a la ciudadanía la voluntad de gobernar para todos, es decir, donde todos se sientan representados, independientemente del territorio, la generación, la ideología, etc.”. Y se entiende por los discursos del president Illa, cuando vincula el “retorno” de Cataluña a España con el hecho de que, dice, “mi govern es el gobierno de todos y para todos”.
Que el actual govern de Catalunya es “de todos”, como las decisiones que pueda tomar -de momento, poco más que grandes promesas-, debe ser aceptado por todos por convicción democrática. Otra cosa distinta es si todo el mundo se siente representado o no. De modo que también parecería propio de una profunda convicción democrática que cualquier gobernante tuviera conciencia del apoyo real que tienen sus políticas. Que “de todos” no quiere decir “con todos”. Y que conste que no lo digo solo en relación con los que todavía aspiramos a la independencia.
El drama es que, tal como va todo, temo que ya no nos encontraríamos cómodos ni con un lacónico “Somos ocho millones”. Porque si nos ponemos a discutir sobre qué significa ese “somos” y cuántos se apuntan, si hace referencia a la nación y dicho por Salvador Illa, quizás mejor dejarlo estar.
ARA