La bomba atómica catalana

En este largo tiempo muerto que tenemos por delante, mientras mueren las cosas viejas y todavía no nacen las nuevas, es muy posible que acabemos perdiendo el tiempo y la fuerza. Después de una derrota viene siempre una época de debilidad, de rendición más o menos asumida, de frustración, de miserias y traiciones y de acomodación a una realidad que te impone el ganador.

Puedes hacerte todas las trampas en el solitario que quieras, si te gusta jugar a cartas, o perder el tiempo con cualquier otro juego. Puedes lamerte las heridas hasta que te canses. Puedes dejar que te engañen y te traicionen un poco más los que ya te han engañado del todo o puedes decapitarlos, destriparlos, quemarlos en la hoguera y bailar una sardana alrededor del fuego. También puedes imaginar tantas heroicas revueltas populares como quieras, hasta que te preguntes si tú te pondrías al frente de una barricada. Incluso puedes pasar ratos muy entretenidos analizando los debates parlamentarios, las masacres en los partidos indepes, las abominables declaraciones de los líderes políticos castellanos, los rumores, los secretos, las puñaladas, todo el castillo de fuegos artificiales con el que nos despistan mientras “los nuestros” piensan algo para seguir haciendo las cosas a sus anchas y por los siglos de los siglos.

De nada sirve. Empecemos por el principio: si has perdido, has perdido. Todo el tiempo que tardes en asumirlo y lamentarlo será tiempo miserablemente perdido.

¿Cómo era aquel tópico gastadísimo, mil veces repetido? Si sigues haciendo lo mismo, con la misma gente, de la misma manera, obtendrás los mismos resultados. Es decir, volverás a perder.

Hete aquí que una vez había un sabio chino, que probablemente no existió, o no fue el gran estratega militar que imaginamos, que escribió un libro que quizás no escribió del todo, sino que es la suma de muchos otros autores desconocidos. Un lío. Se llamaba Sun Tzu, Sun Wu o Sunzi o algo por el estilo. El libro “El arte de la guerra” sirve sobre todo para que te creas que con cuatro frases brillantes serás un gran general, un político victorioso o el rey de Wall Street. Evidentemente, no es tan fácil, porque hay muchas batallas y guerras que se pierden y los culpables suelen ser gente inteligentísima y brillantísima, dignos merecedores de reverencias, adoración y sumisión infinita… Claro, no va exactamente de eso ni es un tratado para aficionados, narcisistas, estúpidos o cobardes…

Es un libro que no te lo acabas, ciertamente, pero que te puede servir de guía si sabes lo que haces, si sabes construir un buen ejército y tienes un poco de suerte.

La clave de todo ello, de la guerra sin guerra, de la victoria que cae como fruto maduro en tus manos, es conocer a tu enemigo, saber elegir los momentos y conocer el terreno de juego. Parece sencillo, ¿no? Si lo fuera, todo el mundo ganaría siempre.

Y así llegamos a Cataluña, después de un largo viaje desde China del período de los Estados Combatientes o tal vez de los tiempos del rey Helü del reino de Wu…

¿De qué nos hemos olvidado? ¿Cuál es el factor estratégico que no tenemos en cuenta? No será que no nos lo digan todos los días… Nos estamos olvidando de la bomba atómica catalana. Pacífica, limpia, nada violenta, pero con un poder destructivo extraordinario, si sabemos entender cómo funciona y sabemos activarla.

Se asemeja al PIB, que vendría a ser el peso de la economía catalana en la española. Pero no es exactamente lo mismo. Los datos oficiales españoles lo sitúan en torno al 18 o el 20%, pero esto es una simplificación y seguramente una reducción. Si tienen tanto miedo a perder “el dinero de los catalanes que es de todos” es porque es más de lo que pensamos y más de lo que reconocen. Perder de repente el 30% de la riqueza de un Estado es catastrófico, pero aún lo es más perder la máquina de crear riqueza futura que después pueden “redistribuir” arbitrariamente y sobre todo derivar hacia la capital colonial. El impacto resulta difícilmente calculable, más allá de una palabra poco precisa: brutal.

No, esto no va del dinero, que en realidad es una ficción útil y relativa. Tampoco va de la demografía ni de la composición social de un país. Ni de la lengua. Ni del orgullo guerrero castellano, que no es ninguna broma. Ni de jueces, policías, ejércitos o leyes. Va de la fuerza de una minoría que es capaz de generar riqueza de verdad, que puede liderar cambios de verdad y tensar el conjunto de una sociedad, si tiene un proyecto que sea un auténtico motor y no una caña agrietada.

Lo dicen continuamente, pero no les escuchamos. Nos cabreamos, sí, pero no les hacemos caso. Tienen pánico, auténtico pánico, a bajar de categoría en el escenario mundial, donde ocupan un lugar que no les corresponde, y a realizar cambios en profundidad en un sistema que se basa en la gallina de los huevos de oro. Saben que sin Cataluña están listos.

Ésta es la bomba atómica catalana. Al menos, si fuéramos conscientes y supiéramos utilizarla, permitiría negociar de igual a igual, en vez de mendigar una propina. Pero no hacemos ni esto… Basta con leer a Sun Tzu o Sunzi y sacar las conclusiones adecuadas. Y hacerlo, claro, cosa que no es fácil ni rápida ni imposible: poner en juego, de verdad, lo único que les amenaza, el poder y el potencial económico catalán. Todo lo demás es jugar a muñecas.

Pero… hay un pequeño detalle que no he mencionado. Para ganar una guerra es necesario, siempre, siempre, un/a gran general. ¿Un político? ¿Un rey? ¿Un empresario? ¿Un sacerdote? No. Un/a gran general y una gran estrategia. Sin esto el arte de la guerra no sirve de nada y las siguientes derrotas ya están escritas. Que es, más o menos, el camino que ahora seguimos: directos hacia el desastre al que nos están empujando.

EL MÓN