Entrevista al antropólogo, que defiende el derecho del grupo de los Blaus de Granollers de realizar talleres de cócteles Molotov ficticios durante la fiesta mayor
El antropólogo Manuel Delgado (1956) es el hombre ideal para hablar del ensañamiento que ha habido contra el grupo de los ‘Blaus de Granollers’ (Vallès Oriental), después de haber realizado un taller durante la fiesta mayor en la que se practicaba el lanzamiento de cócteles molotov ficticios, en broma, contra muñecos que simulaban ser policías. Delgado ha teorizado desde hace años sobre la fiesta y explica que el ritual de atacar metafóricamente la autoridad no se lo han inventado los ‘Blaus’. De hecho, agredir en broma la autoridad, de forma no lesiva, es precisamente una característica de la fiesta, explica Delgado en esta entrevista. Hablamos de uno de los temas de los que más ha teorizado: la relación entre fiesta y revuelta, el papel de la violencia ritual y el derecho que tenemos todos en el carnaval.
—Dice que con el taller de cócteles Molotov ficticios los ‘Blaus’ han demostrado que entienden el sentido profundo de la cultura popular y tradicional y que no hay nada más idiosincrásico que el conflicto.
—El ámbito de la fiesta es el ámbito de la libertad de manifestación y expresión. La fiesta es una especie de territorio en el que se pueden decir y hacer cosas que no son las habituales y que no necesariamente implican una dimensión literal de lo que representan. Y, evidentemente, puede hacerlo, como ocurre a menudo, contra instancias que son más poderosas que la gente. En este sentido, sería difícilmente aceptable que el objeto de agresión ritual en una fiesta mayor fueran las personas ciegas, por ejemplo, porque el mismo sentido común lo haría descalificable. Ahora, que dirijas la violencia simbólica, ritual, no lesiva, contra instancias más poderosas que tú es aceptable. Es más, es frecuente y, además, no puede ser delito. Ha habido casos en los que se ha intentado llevar a los tribunales (con el caso del muñeco del presidente Puigdemont, y también cuando quemaron muñeco de Urdangarin en 2014) y la cosa no prosperó. Una fiesta mayor es un ámbito en el que está permitido y en el que suele ser frecuente agredir simbólicamente objetos que encarnan los poderes, incluso, evidentemente, la policía.
—Dice que han entendido perfectamente el sentido profundo de la fiesta.
—Nuestro grupo de investigación hace veinte años, en 2004, publicó un libro llamado ‘Calle, fiesta y revuelta’. Con el apoyo del inventario del patrimonio etnológico de la Generalitat de Cataluña, justamente explicábamos este continuo que existe entre fiesta y revuelta. La diferencia entre fiesta y revuelta a menudo es sólo de intensidad. Existe una materia prima que es básicamente la misma en la fiesta y en la revuelta. Esto es lo que defendíamos en este libro. Queríamos realizar una búsqueda a propósito de uno de los elementos más nuestros, más característicos, más singulares de la cultura popular y tradicional catalana: las barricadas. Y la lógica era básicamente la siguiente. Si sólo aceptas que cultura popular y tradicional es lo que la gente hace vestida en traje regional, la visión es muy corta. La cultura popular son básicamente cosas que la gente hace al margen ya menudo contra el poder.
—Hemos visto que los ‘Blaus’ hacían cócteles molotov falsos contra la policía. ¿Qué otros ejemplos de fiesta ligada a revuelta hay en la historia?
—La gente la noche de San Juan hacía barricadas. La técnica de interrumpir una calle levantando una muralla de fuego era justamente lo que hacían los niños la noche de San Juan. La técnica de decir, las calles son mías, las calles son nuestras, es la misma.
—¿Y siempre es el poder? ¿Siempre se ataca la policía, el rey, Urdangarin?
—Evidentemente que puedes atacar a quien quieras, pero en un contexto festivo los objetivos preferentes son aquellos de los que la gente se considera víctima de una forma u otra. Y, por tanto, es el poder quien recibe. Y no lo digo yo, lo dice la ley, no te olvides. Ha habido juicios que se han resuelto en ese sentido. Se entiende que agredir simbólicamente, desde un punto de vista no lesivo, una instancia de poder no es un delito. Ni en contextos festivos. No olvides, por ejemplo, que ha quedado claro que quemar la fotografía del rey no era un delito. Entendemos que quemar una fotografía del rey no es quemar al rey. Y que, efectivamente, echarle un cóctel molotov en broma a un policía en broma no es quemar a nadie. No implica una lesión, no implica daño. Agredes simbólicamente una instancia que, de una u otra manera, crees que en condiciones ordinarias te ofende.
—También es un punto de impotencia, ¿no? No puedes hacerlo en serio y lo haces durante la fiesta metafóricamente.
—Evidentemente. No hay prácticamente ninguna fiesta en la que se mate algo. Las fiestas implican siempre un grado de violencia contenida y de orden ritual. En mi barrio, por ejemplo, en la hoguera de Sant Joan quemaron una efigie de Aznar y nadie nos denunció por haberlo hecho. Se expresen sentimientos, malestares, inquietudes que tienen una función en cierto modo liberadora. Tal y como intuyes, la fiesta es una oportunidad en la que las contradicciones, los malestares sociales, afloran. Afloran en un ámbito contenido, limitado y efímero.
—Y nunca se apunta hacia el débil, ¿no se apunta nunca hacia el ciego, que decía antes?
—Claro que sí. Por ejemplo, la fiesta de matar a judíos. Y entonces debemos aceptar que matar a judíos es contenido ofensivo hacia un grupo vulnerable. No sé cómo va la tradición de matar a judíos en Cataluña por ahora, pero dudo mucho que haya subsistido. La fiesta implica básicamente libertad. Pero esto no quiere decir que valga todo. En las fiestas, por ejemplo, hay puntos lila. Quien organiza la fiesta se dota de elementos de autocontrol. Pero son ejemplos de autogestión. No sé, que haya maltrato de animales: no todo puede hacerse en una fiesta y hay una dimensión moral que la fiesta no exime. Lo otro es que la prohibición venga de fuera, que es otra cuestión. El razonamiento es el siguiente: personas que se han visto víctimas aprovechan la oportunidad que la fiesta les da, entre comillas, para vengarse en el plano simbólico. Una especie de revancha que sólo puede dirigirse legítimamente contra instancias de las que puedes sentirte víctima.
—Para mí es también paradójico que, además, el poder organiza la fiesta. ¿Esto siempre ha sido así? ¿O antes las fiestas las hacía la gente por cuenta propia sin la institución?
—Todas las fiestas, incluso las alternativas, implican algún tipo de papel de la institución, del ayuntamiento, aunque sea para cortar la calle y para poner aseos. También toda fiesta, incluida la más institucionalizada, implica siempre expresiones de espontaneidad que la institución ni prevé ni controla. Puedes promocionar un ‘correfoc’ (como ‘zezensusko’ o ‘toro de fuego’), pero al final nunca tienes la garantía de que todo saldrá como prevés, de forma ordenada, previsible y monitorizada. Vete a saber qué puede pasar. No hay ninguna fiesta institucional de la que las instituciones puedan fiarse.
—Le leeré una frase que acaba de twitear el sociólogo Salvador Cardús, para que vea que hay gente que no lo ve así: “Montan un taller para menores para aprender a echar cócteles molotov con huesos y hacer barricadas con mobiliario urbano, ¿y dicen que se ha malinterpretado? Además de irresponsables, son unos cobardes”.
—El problema es que hay quien cree que actuar de forma simbólicamente violenta, no lesiva, contra algo equivale, básicamente, a aplicar la violencia real contra las personas. Y no es así. De hecho, desde el punto de vista, digamos, moral, es mucho más discutible que la policía, la Guardia Civil o los Mossos d’Esquadra hagan talleres para que los niños aprendan a utilizar armas, incluso antidisturbios, que todo lo contrario. Una cosa se hace de bromea, la otra cosa es en serio. Mira, si de repente yo llegara a la facultad, como profesor, como institución (que también reparto, no porrazos, pero sí suspensos) y de repente descubriera que en medio del patio de la facultad queman una imagen mía, ¿qué debería hacer? Aguantarme. No se me ocurriría denunciarlo. Aceptaría que es el precio que debo pagar por el poder que ejerzo. Esto, dilo, que si no parece que tengo manía a los Mossos. Y yo, como buen rojo, no estoy en contra de la policía en abstracto.
—Los ‘Blaus’ en X no se han excusado, pero han lamentado la mala interpretación.
—Es una fiesta, ¿qué pasa? Una fiesta, digamos, es como una suerte de entrenamiento de guerrilla urbana seria. Hay ciertos excesos que se espera que estén autorregulados desde dentro, pero que no pueden evitarse. Ni se pueden evitar, ni deben evitarse.
—Es muy curioso que el poder siempre acusa de violentos a los demás cuando el violento es el poder.
—Uy, no, no. La policía nunca utiliza la violencia. Utiliza la fuerza. (Esto era una ironía). Tú nunca escucharás que la policía utiliza la violencia. Utiliza la fuerza. A menudo, para evitar la violencia. Lenguaje oficial. Pero, escúchame, si a la gente no le das el derecho de reírse, ¿qué le dejas?
—En las sociedades más autoritarias hay más comportamientos de éstos y en las sociedades más tolerantes la gente no tiene necesidad de meterse con la autoridad. ¿Es así?
—No hombre, no: ¿qué es el carnaval? El carnaval no implicaba la posibilidad de atacar el poder y de subvertirlo y criticarlo y actuar violentamente en contra en el plano simbólico, sino que era obligatorio. La fiesta es un espacio de subversión y el paradigma es el carnaval.
—Cree que todo esto acabará en nada, que la justicia dirá que esto era una fiesta y, por tanto…
—Evidentemente. Ahora, no olvides que no sé qué han dicho de los niños vulnerables. Aparte de este tipo de agujero que la fiscalía puede encontrar, es clarísimo que lo ocurrido corresponde a la lógica carnavalesca, que básicamente implica el permiso, incluso la obligación, de subvertir, criticar, fastidiar, hasta incluso actuar de forma violenta, pero no lesiva. Ya está. Es el derecho al carnaval.
—¿Cómo lee la prohibición en las fiestas de Gràcia de los ‘correfocs’?
—La fiesta es, por definición, un espacio de conflicto. Donde el conflicto aparece. O sea, digamos, en la vida todo funciona de forma más o menos tranquila, entre comillas. Pero esto es mentira. Hay permanentemente aplazados una especie de conflictos, antagonismos e incompatibilidades. La fiesta es justamente cuando terminan saliendo. Por eso están. En este caso de Gràcia, ¿qué ha pasado? Aquí lo que aparece detrás de todo, básicamente, es el problema de la masificación, de la turistificación y, especialmente, el tipo de conflicto, el tipo de contención, crónica, que existe entre instituciones y grupos de cultura popular. Todo esto ha implicado que el conflicto aflorara, que es para lo que sirve la fiesta.
—Que surja y, por tanto, seguimos siendo pacíficos cuando acabe la fiesta. Todo en orden.
—Claro que sí. La relación entre fiesta y revuelta. En las fiestas, los grupos humanos, las comunidades, no sólo proclaman su identidad. Las fiestas implican técnicas de apropiación del espacio urbano, en las que la gente toma la calle y lo hace suya. Este tipo de caos dura una noche, una semana, pero después la gente vuelve a casa. Vuelve a la normalidad. Pero a veces no. A veces no. La moral de la fiesta es decir a quien corresponda, mira lo que somos capaces de hacer: eso que hacemos esta noche de fiesta, podríamos hacerlo otras noches. Y se le parecerá bastante. La plaza de Urquinaona era una fiesta. Ésta es la teoría de calle, fiesta y revuelta. Es la apoteosis de que las calles son nuestras, siempre que lo queramos. ¿Y las autoridades qué deben hacer? Pues las autoridades deben aguantarse. Las autoridades, que se aguanten. Recuerda las fiestas de la Mercè de hace dos años. La alcaldesa Ada Colau dice, este año no habrá fiestas de la calle por la Mercè. Pues 40.000 jóvenes borrachos en Maria Cristina. Las instituciones, incluso las que pagan la fiesta, nunca tienen garantizada la tranquilidad. Vete a saber qué va a pasar. Y punto.
—¿Nada que añadir?
—Pon lo que quieras, pero lo único que te pido que pongas es lo del profesor en la universidad. Básicamente para que se entienda que puedo darme por aludido, como autoridad que soy.
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