Publicado el 2 de septiembre de 2024
Nº. 2099
Una lucha de poder entre dos generales ha desatado la mayor catástrofe humanitaria de la actualidad. En la ciudad de Omdurman, en la orilla del Nilo, han surgido cientos de comedores sociales donde se reúnen muchas personas que hablan de los horrores de la guerra.
Mucho antes de que el sol saliente ilumine la orilla oriental del Nilo, mucho antes de que los morteros y las granadas salten de un lado a otro de la corriente, Ayman al-Amin Taha llega al comedor social que regenta. Lo único que se escucha por las calles desérticas son los cantos suaves de los pájaros. Hace un día claro y, de vez en cuando, llega el olor de los jazmines floridos.
Los soldados que ocupan los puntos de control de Omdurman aún duermen sobre tablones de madera y Taha se sienta frente a un perol de aluminio grande como una rueda de coche. Coge una cebolla, la casca y la pone dentro de un cazo con agua. No muchos kilómetros más allá, un cañón FlaK abre fuego.
Cada mañana a partir de las cinco y media, Taha se planta delante de cinco grandes fuegos de gas para preparar la comida que al mediodía y por la noche repartirá entre cientos de personas que pasan hambre. Hoy, junto a otros cuatro ayudantes, hará sopa de arroz con cebolla.
Muchos habitantes de la zona afirman que, de no ser por estos comedores sociales, morirían de hambre.
Allí donde el Nilo Azul y el Nilo Blanco confluyen, donde Taha cocina para los pobres, yacen, destruidas por el fuego de la artillería, las ciudades hermanas de Omdurman y Jartum. Hay barrios enteros que han quedado totalmente en ruinas y por las calles, llenas de coches y tanques chamuscados, corren camionetas con ametralladoras en el remolque. En Omdurman, la ciudad que fue el centro espiritual de Sudán, hoy las mujeres hablan de violaciones y los jóvenes de reclutamientos forzosos y de luchas, aturdidos y colocados con metanfetaminas.
En los pocos hospitales que todavía están abiertos, los médicos hablan de tiroteos diarios y de todo lo que les falta mientras atienden a niños tan desnutridos que solo son piel y huesos y soldados con extremidades amputadas.
Los principales mercados de la ciudad han sufrido saqueos y prácticamente no se ha salvado ninguna tienda ni fábrica. En las carnicerías se ve cómo se balancean los ganchos oxidados que habían aguantado la carne. Las prensas de las fábricas de aceite han desaparecido. En el mercado de las especias, que huele a comino, hay un pilón de dátiles pudriéndose. El mercado del oro está completamente en ruinas.
A unos cinco kilómetros de donde está Taha, al otro lado del Nilo, se alzan los rascacielos de Jartum, la capital abandonada por el gobierno. Es donde estalló la guerra en abril de 2023.
El detonante: el ejército sudanés tenía la intención de incorporar un grupo paramilitar, las ‘Rapid Support Forces’ (RSF; en español, Fuerzas de Apoyo Rápido), que contaban con unos 100.000 hombres antes del inicio de la guerra. Sin embargo, las negociaciones sobre la futura estructura de mando no fueron bien y, desde entonces, las fuerzas armadas regulares de Sudán, comandadas por el presidente de facto, el general Abdel Fattah al Burhan, se enfrentan a las RSF comandadas por su antiguo compañero, el teniente general Mohamed Hamdan Daglo, conocido como Hemeti.
Hemeti empezó su sangrienta carrera en 2003 como comandante de las milicias “janjauid” en la región de Darfur, en el oeste de Sudán. Sus hombres, conocidos por su brutalidad, entraban en los pueblos, asesinaban a sus habitantes, violaban a sus mujeres, y robaban y saqueaban las casas. Cientos de miles de civiles murieron durante el genocidio.
En 2013, el entonces dictador, Omar al-Bashir, cedió el liderazgo a las RSF —en ese momento recién fundadas— al leal Hemeti. Se suponía que esta maniobra debía protegerlo de un golpe de estado por parte del ejército regular. Hemeti se llevó muchos de sus antiguos guerreros a sus nuevas tropas.
Al-Bashir había creado un monstruo.
Hoy, las RSF controlan 8 de las 18 capitales regionales de Sudán y siguen avanzando en el sudeste del país. Las zonas controladas por el ejército están gobernadas desde la ciudad costera de Puerto Sudán. En la región de Darfur, las RSF vuelven a cometer masacres contra miles de residentes. Territorio que invaden, territorio que saquean. Alex de Waal, director de la ‘World Peace Foundation’ en la ‘Tufts University’ de Boston y experto en Sudán, describe a la milicia como una máquina de saquear. Sin embargo, los comerciantes también acusan al ejército de vaciarles las tiendas.
Según cálculos estadounidenses, la guerra ha causado ya unas 150.000 víctimas en el último año y medio. Las conversaciones de alto el fuego iniciadas forzosamente por Estados Unidos empezaron en Ginebra el 14 de agosto, pero el ejército sudanés aún no ha enviado ninguna delegación.
Esta guerra civil hace ya tiempo que ha originado la mayor crisis de refugiados del mundo. Se calcula que unos 9 millones de los 48 millones de habitantes del país han tenido que abandonar sus hogares desde abril del pasado año. Más de 25 millones viven en situación de severa inseguridad alimentaria. Según el Programa Mundial de Alimentos, es la crisis de hambre más grave de la actualidad.
Por este motivo, cientos de Takias —tal y como se llaman los comedores sociales— reparten comidas en las ciudades hermanas en la orilla del Nilo. Están financiados con donaciones nacionales y extranjeras. Muchos han abierto en los últimos meses. Casi todo el mundo los necesita. Médicos, técnicos de laboratorio, profesores, abogados, estudiantes, empresarios: todo el mundo se acerca varias veces al día a recoger tres cucharadas de arroz estofado o sopa de lentejas.
Estos comedores sociales son lugares en los que pervive la cohesión social, pero también se han convertido en lugares en los que la gente que comparte su relato de la guerra.
A última hora del mediodía, Taha, que tiene 50 años, está en el anexo de un centro comunitario con otras seis mujeres, todos detrás de ollas de aluminio, poniendo sopa en los cubos de plástico y aluminio que la gente les alarga. Por los agujeros que ha causado la metralla en el techo de lata entra una luz polvorienta. El hermano de Taha, un hombre de negocios rico, es quien financia el comedor social. Quince mujeres y hombres se encargan de cocinar, hacer pan y lavar los trastos todos los días. Los ayudantes llevan tablones de madera llenos de pan recién hecho de la panadería que también regentan los hermanos.
“Cada día viene más gente”, explica Taha. Lleva una camisa verde y vaqueros, y la barba bien recortada. “Casi nadie tiene trabajo ni dinero para comprar comida. Por lo menos hacer funcionar el comedor social ahora es menos peligroso que a principios de año. En ese momento, los milicianos de las RSF saqueaban el barrio, arrestaban o disparaban personas al azar. En esos momentos, Taha sólo se atrevía a enviar tres veces al mes una camioneta a través de los puntos de control hasta uno de los mercados controlado por el ejército, explica. Era el único sitio con suficientes productos disponibles. Los milicianos le mataron a tres conductores. “Nadie se atrevía a salir, la gente se moría de hambre dentro de casa”, dice. Pero nunca se ha planteado plegar velas. “La gente nos necesita”.
En marzo, el ejército recuperó el control de ciertas zonas de Omdurman. Actualmente, las RSF rodean la ciudad y también controlan Jartum, al otro lado del Nilo, casi por completo. Sin embargo, la zona del comedor social vuelve a estar bajo control del ejército.
Delante de Taha se agolpan cientos de personas ordenadas en una fila que llega hasta fuera a la calle. Los más viejos son los que tienen derecho a tomar comida primero, seguidos de las mujeres. Los niños se les deslizan entre las piernas. El aire caliente hiede a sudor.
Ali Saleh coloca, tembloroso, una bolsa de plástico de color amarillo en una olla de aluminio que le alarga una cocinera. Estira cuidadosamente las asas de la bolsa por los bordes de la cazuela. La mujer sumerge el cucharón tres veces en el estofado de arroz y le llena la bolsa. Saleh mira a la mujer cansado.
“Este comedor social” explica “me ha salvado la vida”. El pantalón le envuelve holgadamente las piernas. Las tiene tan delgadas que, en algunos puntos, casi puede rodearlas con una sola mano. Saleh tiene 60 años y calcula que ha perdido unos 20 kilos durante la guerra. Un tío segundo suyo había sido presidente de Sudán y él mismo había trabajado de chófer para un ministerio.
En junio, la ONU advirtió que 14 regiones de Sudán podrían sufrir epidemias de hambre, una realidad que se confirmó oficialmente para ciertas partes de Darfur en julio. Al menos 750.000 personas están a punto de morir de hambre, incluidos 220.000 niños. Un grupo de investigación holandés advierte que hasta dos millones y medio de sudaneses podrían morir de hambre este año. Los expertos de la ONU acusan a ambas partes en conflicto de utilizar el hambre como arma de guerra. El ejército, por ejemplo, no permite que los convoyes de ayuda humanitaria lleguen a las zonas controladas por las RSF.
Saleh pone con cuidado su bolsa llena de sopa y otra con ocho barras de pan en un saco de plástico que había dejado bajo una acacia frente a las puertas del comedor social y, acto seguido, se lo cuelga en el hombro con un movimiento rígido. “Lo habitual es que no pueda permitirme comprar comida”, explica de camino a casa. Desde que estalló la guerra, se ha puesto gravemente enfermo hasta cinco veces a causa de la desnutrición.
Varias manzanas más allá, las calles quedan desiertas y las fachadas de las casas se ven totalmente perforadas por la metralla y las balas. Lo único que se oye es el ruido del viento chasqueando las planchas de los techos y los disparos. El pasado noviembre, explica Saleh, casi murió de hambre. En ese momento, su barrio estaba bajo el control de las RSF. Saquearon las casas, pero sobre todo las tiendas. No había nada que comprar, ni verduras, ni arroz, ni cereales. Del grifo no salía ni una gota de agua. Tenía que ir a buscarla a la orilla del Nilo.
Su mujer huyó a casa de unos conocidos. Se llevó al hijo con ella para que las RSF no le reclutaran a la fuerza. Saleh no quería dejar desprotegido el modesto hogar que su padre le había dejado en herencia. Perdió peso rápidamente, pasaba días sin comida. Pasó días tumbados en un colchón, bebiendo unos pocos tragos del zumo que aún les quedaba en casa: tamarindo y limón. “Nunca había tenido la muerte tan cerca” afirma. Al cabo de cuatro días logró levantarse y arrastrarse hasta casa de un conocido.
Saleh gira la esquina de su calle. La basura se agolpa ante las paredes de las casas abandonadas. En medio del camino hay una bicicleta infantil aplastada. Casi todos los vecinos han huido. Muchos, explica Saleh, se han ido a Egipto. Este barrio, explica, era un buen sitio para vivir.
La gente de aquí ha podido permitirse el lujo de huir.
Tras una puerta de metal abollada espera la mujer de Saleh. Lleva un pañuelo amarillo y tiene la piel de los pómulos muy chupada. Calcula que ha perdido la mitad de su peso. Tiene 45 años, pero parece mucho mayor. “Cada vez que mi marido va al comedor social”, dice, “temo que no vuelva”.
Saleh coloca el contenido del saco sobre el somier de una cama delante de casa. Saca la bolsa de arroz y el pan que ha llevado del comedor social y los pone junto a berenjenas, pepinos y patatas que compró en el mercado con su exigua pensión. Cuando quiere ir a buscar el dinero —el equivalente a unos 18 euros—, debe irse hasta una ciudad a unas tres horas de coche hacia el norte. El de hoy es un auténtico banquete. “Esto nos lo podemos permitir una vez al mes, dos como mucho”.
Al día siguiente, Taha vuelve a estar en el comedor social. Solía dedicarse a la importación de piezas de repuesto de coches usados, dirigía un complejo en el Nilo y tenía una pequeña flota de barcos para realizar excursiones por el río, explica. Las RSF los hundió todos. Tan sólo le queda un restaurante y un par de instalaciones frigoríficas. Y el comedor social.
“Donde gobiernan las RSF” afirma Taha, “no se dedican a gobernar: no hacen más que robar”. Taha quisiera que las dos partes en conflicto se sentaran a negociar. “Basta ya. Debemos vivir en paz de una vez”. Históricamente, el ejército ha tenido vínculos sólidos con Egipto y Arabia Saudí, y últimamente ha recibido armas de Irán y de Rusia. Los Emiratos Árabes Unidos, en cambio, se los proporcionan a las RSF.
Taha va a la panadería del centro comunitario para comprobar si tienen suficientes suministros. Dentro de un horno que los panaderos deben alimentar con leña porque no tienen gas, los panes van cogiendo un tono dorado.
Esta mañana Abdulrahim Mirghani viene a recoger un pan y se lo lleva a casa, una pequeña habitación que comparte con su hermano. Dos somieres con colchones que languidecen encima de dos armarios.
Es joven, tiene tan sólo 21 años y lleva una camiseta descolorida. Lleva el pelo recto hacia arriba. Tres veces al día, dice, sale de esta habitación tan parca y camina hasta el horno o el comedor social. El resto de tiempo lo suele pasar sentado detrás de las cortinas, cerradas, escuchando música y dando vueltas a todo lo que no ha salido bien.
Esta guerra es el punto más bajo y oscuro de la historia de una revolución fallida en la que los sudaneses habían depositado grandes esperanzas. Y Mirghani, como él mismo explica, formó parte de ella.
Han pasado más de cinco años desde su salida a la calle con decenas de miles de personas más. En diciembre de 2018, la población sudanesa intentó transformar el país en una democracia. Mirghani, que entonces iba a la escuela, era miembro del comité local que organizaba las protestas en su barrio. Él y otros muchos fueron arrestados, pero consiguieron lo que nadie esperaba: se manifestaron hasta que ahuyentaron al dictador Omar al-Bashir.
Después de 30 años de dictadura, de repente el país parecía tener la democracia al alcance de su mano.
A partir de entonces dos hombres determinaron el destino del país: Burhan, el líder del ejército, y Hemeti, el líder de la milicia. Los dos hombres que hoy se enfrentan uno con otro. En ese momento, fundaron un consejo de transición, formado por civiles y militares a partes iguales. Al final del proceso de transición, debían celebrarse comicios libres. Sin embargo, el 25 de octubre de 2021, el ejército y las RSF dieron otro golpe de estado y disolvieron al gobierno interino. Entonces todavía iban juntos.
Mirghani y sus compañeros de lucha, según cuenta en su pequeña habitación, volvieron a salir a la calle y exigieron que los generales se retiraran. Un combatiente de las RSF le disparó un tiro al brazo, dice. La cicatriz le recorre toda la parte superior del brazo. El ejército volvió a prometer una transición hacia un gobierno civil.
Sin embargo, en abril de 2023, cuando se suponía que los generales debían renunciar al poder y acordar la rapidez con la que podrían integrarse las RSF en las fuerzas armadas, surgió una nueva disputa. Hemeti se volvió contra el ejército.
Durante la revolución, Mirghani explica que no sólo se manifestaron para derribar el régimen de Bashir, sino también para reclamar la disolución de las RSF. “Conocíamos su historia, conocíamos las masacres de Darfur, los saqueos y la brutalidad. Ahora también vemos estos crímenes aquí y, por eso, como muchos de sus compañeros, ahora apoya a quien había considerado su enemigo: el ejército.
Mirghani se sienta en la alfombra. La lluvia pica al otro lado de las cortinas. Cuando estalló la guerra, explica, quería terminar el bachillerato para estudiar arte.
Pero fue víctima de la violencia de las RSF por segunda vez. Él y otros tres amigos querían recoger basura de la zona que controlaban las RSF. Los vecinos se habían quejado de que los mosquitos hacían nidos y aumentaban los casos de dengue. Sin embargo, de repente, una camioneta se les detuvo al lado, saltaron miembros de las RSF y se los llevaron. Les acusaban de ser espías del ejército.
Durante los días siguientes, tres veces todos los días, los milicianos les cogían a él y a otros presos, los sacaban de la celda y se los llevaban hasta el patio de la antigua central de la radio municipal, atados. Les tapaban los ojos y les golpeaban la espalda con culata de fusil y los ponían mojadas en la cara hasta que pensaban que quedarían asfixiados. Les disparaban cerca de los pies. Mirghani explica que estaba convencido de que no saldría vivo de aquel lugar. Dos compañeros prisioneros murieron ante ellos torturados.
Quince días después, Mirghani fue liberado. Al parecer, los milicianos habían llegado a la conclusión de que, bien mirado, no era espía.
Sin embargo, dice sentado en su parca habitación, espera que algún día Sudán tenga un gobierno civil. Aunque hoy la democracia parezca más lejana que nunca. “Pero las ideas” afirma “no pueden morir”.
Al día siguiente por la mañana, Mohamed Hassan recoge 35 barras de pan en el comedor social. Durante varios meses, el hermano de Taha dirigió un hospital de campaña al descampado de hierba junto al comedor social. Hassan trabajó allí junto a unos 15 médicos, enfermeras y otros voluntarios.
En la tienda, este antiguo responsable del laboratorio de un hospital universitario se convierte en médico. O en cirujano, si las circunstancias lo exigen: aprendió a sacar balas y metralla de los cuerpos de los pacientes y tratar las heridas. “Siempre tenía miedo de que el siguiente paciente fuera uno de mis hijos” dice.
Hoy, Hassan y otros tres compañeros dirigen el único centro de salud del distrito. Muchos médicos y enfermeras han huido, nos explica mientras vamos hacia la clínica. O han muerto.
En Omdurman quedan dos grandes hospitales. El resto fueron destruidos y saqueados. “Las RSF se instalaron para utilizarlos de base y, cómo no, el ejército los bombardeó”.
“Se calcula que entre el 70 y el 80% de los hospitales de las zonas afectadas por el conflicto ya no están operativos” concluye un informe de la organización no gubernamental ‘Médicos Sin Fronteras’. “Más del 65% de la población no tiene acceso a asistencia sanitaria”.
Hassan abre las puertas de su pequeña clínica. Los primeros pacientes llegan de inmediato. Un anciano sufre de unos nervios dañados por la metralla y una mujer necesita urgentemente medicamentos para su padre, que sufre malaria.
Encima de un mostrador del laboratorio hay una máquina de esterilización. Hasan enciende una luz y mira a su alrededor con tristeza. “De hecho, nos falta de todo”, concluye. “No tenemos centrifugadora, ni siquiera un microscopio”. De una bolsa de plástico saca una bolsa de maquillaje hecha de piel de cocodrilo rosa de imitación. Coge un par de tiras para realizar test de tifus y de malaria. Son sus propias reservas, las que pudo salvar del hospital universitario.
En el quirófano, Hassan quita el polvo de una riñonera. Cada noche, el poco instrumental del que disponen queda recubierto de una fina película polvorienta que entra con el viento que entra por las ventanas sin cristales.
El primer paciente se sienta en una camilla inestable. Ha pisado un pedazo de cristal. Hasan se pone un par de guantes de látex, pone el pie del hombre al borde de una papelera, abre la herida y extrae sangre y pus. El paciente se retuerce y da un golpe en la cama por el dolor. No tenemos anestesia, explica Hassan. “Sólo tenemos yodo”.
Una tarde, los niños del barrio juegan en el trozo de hierba que hay frente al comedor social. Taha baja del coche. Viene del norte de la ciudad, donde la gente lleva una vida relativamente plácida. Las RSF nunca han llegado, los supermercados están llenos de productos demasiado caros y los restaurantes están abiertos. También el de Taha.
Ha pasado por delante de los cementerios en los que se han convertido los campos de fútbol porque las RSF han prohibido que la gente pueda enterrar a los muertos como les mandan los preceptos. Las tumbas están marcadas con ramas o trozos de marcos de ventanas.
Taha dice estar cansado. Lo que más le molesta, sostiene, es la violencia contra las mujeres. Las RSF han violado muchísimas mujeres y niñas en la capital sudanesa y las ha obligado a casarse, concluye la ONG ‘Human Rights Watch’ en un informe. Sin embargo, los dos bandos en conflicto han negado ayuda a las víctimas.
Taha explica que los hombres de su centro comunitario hicieron todo lo posible por proteger a las mujeres de la zona. Desgraciadamente, no siempre lo lograron.
A la sombra de unos árboles, Elaf Yahja juega con sus amigas. Tiene doce años. A lo lejos se sienten disparos. Ninguna criatura tan siquiera se toma la molestia de levantar la mirada.
“Al principio de la guerra pasé mucho miedo, sobre todo cuando pasaban los aviones” explica. Lleva una blusa blanca bordada con lentejuelas doradas, mallas negras y zapatos tipo bailarina. “Pero ahora ya no. Ni siquiera cuando pasan cosas cerca”. Lo que más le molesta son los francotiradores que hay junto al Nilo. “Por su culpa ya no podemos jugar a orillas del río”.
Cuando habla, su mirada es desafiante. Dice que quiere ser médico. Elaf se ha acostumbrado a la realidad bélica que le rodea, pero se niega a aceptar que su escuela —como todas las instituciones educativas de Omdurman— esté cerrada desde el inicio de la guerra.
En marzo de 2023 dio clase por última vez. Cuando llegaron las vacaciones, era una de las mejores de la clase y estaba impaciente por empezar las clases de árabe y de inglés del curso siguiente. Pero no mucho más tarde, la escuela quedó en medio de una zona de combate.
Este domingo de julio, los militares le permiten regresar a la escuela por primera vez. Elaf está muy emocionada. Al entrar titubeante en el patio, ve montones de cenizas, blísteres de píldoras y botellas de perfume por el suelo. Material que los milicianos de las RSF que estaban estacionados en el centro seguramente habían utilizado para desinfectarse las heridas.
Sin embargo, los vecinos explican otras cosas. Por la noche, los milicianos de las RSF se llevaban a chicas de 16 o 17 años a las casas que ocupaban. Se oían los gritos. Casi todas las noches.
Elaf camina hacia la escalera, incrédula. La mayoría de aulas están vacías. “Todos los buenos recuerdos…” susurra, pero no termina la frase. Por último abre la puerta de su antigua aula.
En la pizarra hay un dibujo de África hecho con yeso. En la esquina superior derecha hay una fecha: 4 de marzo. “Esta fue nuestra última lección de historia” susurra. Las mesas y las sillas que quedan están recubiertas de una capa de polvo rojizo. “No hay mucho dañado, pero todo es diferente”.
Traducción al catalán de Laura Obradors
Traducción al español de Nabarralde
EL TEMPS
https://www.eltemps.cat/article/61014/sudan-el-punt-de-trobada?id_butlleti_enviar=362&utm_source=butlleti_article&utm_medium=butlleti&utm_campaign=sudan-el-punt-de-trobada
La catastrófica guerra de Sudán, un problema mundial
The Economist
LA VANGUARDIA
Podría matar a millones de personas y extender el caos por África y Oriente Medio
La guerra de Sudán ha recibido una mínima parte de la atención prestada a Gaza y Ucrania. Sin embargo, amenaza con ser más mortífera que cualquiera de esos dos conflictos. El tercer país más grande de África está en llamas. Su capital ha quedado arrasada; puede que unas 150.000 personas hayan sido asesinadas, y los cadáveres se amontonan en cementerios improvisados visibles desde el espacio. Más de 10 millones de personas (una quinta parte de la población) se han visto obligadas a huir de sus hogares. Sobre el país se cierne una hambruna capaz de ser más mortífera que la padecida por Etiopía en la década de 1980; según algunas estimaciones, podrían morir 2,5 millones de civiles antes del final del año.
Se trata de la peor crisis humanitaria del mundo y, también, una bomba de relojería geopolítica. El tamaño y la ubicación de Sudán convierte el país en un motor de caos más allá de sus fronteras. Los Estados de Oriente Medio y Rusia patrocinan con total impunidad a los beligerantes. Occidente se desentiende; las Naciones Unidas están paralizadas. La violencia desestabilizará a los vecinos y desencadenará flujos de refugiados hacia Europa. Sudán tiene unos 800 kilómetros de costa en el mar Rojo por lo que su implosión amenaza el canal de Suez, una arteria clave del comercio mundial.
Los principales contendientes son las Fuerzas Armadas Sudanesas (FAS), el ejército convencional, y una milicia llamada Fuerzas de Apoyo Rápido (FAR). Ninguno de los dos tiene un objetivo ideológico ni una identidad étnica monolítica. Los dos están dirigidos por señores de la guerra sin escrúpulos que compiten por el control del Estado y su botín.
Sudán ha padecido guerras civiles intermitentes desde su independencia en 1956. Un sangriento conflicto terminó con la secesión de Sudán del Sur en 2011. Hace veinte años, un combate genocida en Darfur atrajo la atención del mundo. Sin embargo, incluso teniendo en cuenta esos horrorosos parámetros, el conflicto actual resulta espeluznante. Jartum, una ciudad antaño bulliciosa, se encuentra reducida a ruinas. Ambos bandos bombardean a los civiles, reclutan a niños y provocan hambrunas. Las FAR están acusadas de forma verosímil de violaciones masivas y genocidio.
Las potencias exteriores alimentan los combates. Los Emiratos Árabes Unidos (EAU), un parque recreativo para sibaritas, suministran balas y drones a los asesinos de las FAR. Irán y Egipto arman a las FAS. Rusia ha jugado a dos bandas y desplegado a los mercenarios de Wagner. Arabia Saudí, Turquía y Qatar también compiten por la influencia. Cada uno de esos agentes tiene objetivos muy concretos, desde asegurarse el suministro de alimentos hasta apoderarse del oro. Entre todos, están contribuyendo a convertir un país enorme en un sangriento bazar. La carnicería irá a peor. Nuestro análisis de los datos y las imágenes térmicas de los satélites muestra un país cubierto de incendios. Se han quemado granjas y cultivos. La población se ve obligada a comer hierba y hojas. De continuar la escasez de alimentos, podrían morir de inanición entre 6 y 10 millones de personas de aquí a 2027, según un grupo de reflexión neerlandés que está modelizando la crisis.
África ha vivido en los últimos 25 años, en el Congo, otra guerra de un horror comparable. Lo diferente en el caso de Sudán es el grado en que el caos se extenderá más allá de su territorio. El país tiene fronteras porosas con siete Estados frágiles que representan el 21% de la masa terrestre del continente y que albergan a 280 millones de personas; entre ellos, Chad, Egipto, Etiopía y Libia. Esos países se enfrentan a unos desestabilizantes flujos de refugiados, armas y mercenarios.
Más allá de África, se espera en Europa una nueva oleada de refugiados (tras las ocasionadas por las guerras en Siria y Libia) en un momento en que la inmigración es un asunto incendiario en Francia, Alemania y otros países. En la actualidad, ya es sudanés el 60% de quienes se encuentran en los campamentos de Calais, en el lado meridional del canal de la Mancha.
El país podría convertirse en refugio de terroristas o proporcionar una plataforma para otros regímenes deseosos de sembrar el desorden: Rusia e Irán exigen una base naval en el mar Rojo a cambio de armar a las FAS. Si Sudán se sume en un caos permanente o se convierte en un Estado delincuente hostil a Occidente, podría alterar aun más el funcionamiento del canal de Suez, por el que circula habitualmente una séptima parte del comercio mundial (sobre todo, entre Europa y Asia). UN paso que ya se enfrenta a interrupciones debidas a los ataques de los rebeldes hutíes en Yemen, que obligan a los buques de carga a dar largos y costosos rodeos por África.
Pese a lo mucho que está en juego, el mundo ha respondido con indiferencia y fatalismo a la guerra de Sudán, lo que demuestra hasta qué punto se está normalizando el desorden. Occidente trató de poner fin a la crisis de Darfur en la década de 2000; pero hoy los funcionarios estadounidenses se encogen de hombros y dicen que están demasiado ocupados con China, Gaza y Ucrania.
La opinión pública occidental se muestra muda: no ha habido este año muchas banderas sudanesas ondeando en los campamentos de las grandes universidades estadounidenses. El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas está dividido, su burocracia es demasiado lenta. China tiene poco interés en resolver guerras lejanas. Otros países africanos han perdido las ganas de denunciar atrocidades. Las tímidas conversaciones de Ginebra para conseguir un alto el fuego no han llegado a ninguna parte.
Sin embargo, es un grave error que el mundo exterior se desentienda de Sudán, tanto por razones morales como de interés propio. Y es equivocado pensar que no se puede hacer nada. La indignación pública puede presionar para conseguir una mayor acción por parte de los gobiernos democráticos que se preocupan por las vidas humanas. Y muchos países tienen un incentivo para desescalar y contener los combates. Europa desea limitar los flujos migratorios; Asia necesita un mar Rojo estable.
Limitación de daños
Un enfoque más constructivo debería tener dos prioridades. Una es enviar rápidamente más ayuda para reducir el número de las víctimas de las hambrunas y las enfermedades. Los camiones cargados de alimentos deben cruzar todas las fronteras posibles. Es necesario que la financiación pública y privada fluya hacia las ONG sudanesas que gestionan las clínicas y los comedores creados sobre el terreno. Cabe la posibilidad de enviar vía móvil dinero directamente a quienes padecen hambre para que puedan comprar alimentos donde haya mercados que funcionen.
La otra prioridad es presionar a los cínicos agentes externos que alimentan el conflicto. Si los señores de la guerra de Sudán tuvieran menos armas y menos dinero para comprarlas, habría menos matanzas y menos hambrunas inducidas por la guerra. Estados Unidos, Europa y otras potencias responsables deberían imponer sanciones a cualquier empresa o funcionario público que explote o permita la guerra de Sudán, incluidos los de aliados como los EAU. No será fácil recomponer Sudán. Tras más de 500 días de combates despiadados, los daños tardarán décadas en repararse. Sin embargo, si el mundo actúa ahora, sí que será posible salvar millones de vidas y reducir la posibilidad de unas desastrosas réplicas geopolíticas. Durante demasiado tiempo, Sudán ha sido la guerra de la que casi todo el mundo ha preferido desentenderse. Ha llegado el momento de prestar atención.
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© 2024 The Economist Newspaper Limited. All rights reserved Traducción: Juan Gabriel López Guix