Y todo lo demás es literatura

No es por el gusto de cultivar el exquisito arte de hacer enemigos que lo que no puedo dejar de defender causas impopulares. Más bien será porque la experiencia me ha llevado a desconfiar de las causas y las personas populares. Los baños de masas me dan angustia; parece que uno salga más sucio de lo que había entrado. En la popularidad algo chirría, como si el mérito fuera mal adquirido y el aplauso una ganga en las rebajas de un criterio poco exigente. Quizás es que soy un romántico de las causas perdidas y tengo un talante autopunitivo. O quizá soy adicto al catastrofismo y a aguar la fiesta, vaya a saber… ¡Tan fácil como es seguir la corriente! Para ir a contracorriente hoy no se me ocurre nada mejor que rehabilitar algo tan engañoso, tan frívolo y fuera de moda como es la literatura.

Cuando alguien quiere decir que algo es hojarasca y hablar por hablar, nada más fácil que calificarlo de literatura. No de cine, ni de deporte, ni de espectáculo y ni siquiera de ser mirón, que es la ocupación actualmente en boga gracias a las redes sociales, sino de literatura. Pero todavía existe un grado más despectivo, que es tratar una alocución de retórica, menospreciando así una de las artes tradicionales más veneradas. No es inútil recordar que en Atenas del siglo V antes de Cristo los maestros de retórica, llamados sofistas, estaban bien retribuidos porque enseñaban aptitudes útiles en la vida política. “Sofista” se ha convertido en un mote debido a la hostilidad de Platón contra estos competidores. Los sofistas eran, por decirlo atrevidamente, los pragmatistas de lo público. Platón les declaró guerra dialéctica y de paso expulsó a los poetas de la república. A unos les faltaba coherencia ética y a otros, conocimiento de las ideas. Pero, pese a Platón, los sofistas triunfan con toga de jurista, y si los poetas no tienen ninguna función pública, excepto –en Estados Unidos– cuando recitan un poema en la ceremonia de investidura del presidente de la república, sin embargo, el pueblo todavía retiene la palabra “poesía” para sugerir que algo tiene una cierta idealidad, aunque sea en relación con los sentidos. Hay quien habla, por ejemplo, de poética gastronómica o de la poesía del fútbol. Esto ya lo había hecho Bécquer en ese poema tan cursi que se habían aprendido de memoria las abuelas de mi generación.

Decir que algo es poesía es conferirle connotaciones positivas, mientras que es imputarle negativas decir que es literatura. No siempre ha sido así. Europa, mucho antes de convertirse en una comunidad económica y legislativa, ya era una comunidad espiritual unida por una corriente de influencias que circula por debajo de la diversidad y las tormentas producidas por el choque de nacionalidades, costumbres y lenguas. Es esta corriente soterrada la que hace posible y en cierto modo necesaria la unión política que, avanzando a trompicones, se consolidará un poco más con las elecciones de la segunda semana de junio. Sin embargo, no debe confundirse el concepto político de Europa con la realidad de Europa. Existe una importante limitación en la concepción y orientación de los institutos de estudios europeos surgidos a raíz del tratado de Maastricht. Muchos de estos centros, como el Europe Center de la Universidad de Stanford, se dedican casi exclusivamente al estudio de las instituciones de la Unión Europea, que son probablemente el aspecto más secundario, aunque el más aparatoso, de la vida europea. Si volvemos la vista a la época en que la Unión no pasaba de ser un proyecto atisbado en el futuro, veremos que ese proyecto no sólo consistía en la visión ideal sino que además exigía una justificación. Y veremos también que casi todos los que compartían la visión la sostenían y defendían no con argumentos de carácter técnico o legal, sino invocando las grandes corrientes y las fuerzas históricas que están en la base de la conciencia europea.

En 1948, poco después del descalabro de la Segunda Guerra Mundial, T.S. Eliot advertía de la diferencia entre la organización material de Europa y el organismo espiritual de Europa. Y avisaba de que si este último organismo muriese, lo que se organizara ya no sería Europa. Sólo quedaría una masa de seres humanos hablando diferentes idiomas, un panorama en el que la diversidad lingüística ya no estaría justificada, porque nadie tendría nada que decir que no lo pudiera decir igualmente en cualquier idioma. Es decir, nadie tendría nada que decir en poesía, que va a la raíz de la personalidad expresiva de una lengua. Fijémonos en la distinción entre “organización” y “organismo”. Una organización se improvisa de acuerdo a las necesidades del momento y se construye a partir de una abstracción fundada en una teoría que a su vez se apoya en datos estadísticos. En cambio, un organismo crece y se desarrolla paulatinamente, con las partes diferenciándose en virtud de las necesidades evolutivas del conjunto. Creo que por “organismo” Eliot entiende por encima de todo la conciencia europea, nutrida por una tradición que recoge el legado del cristianismo y las civilizaciones antiguas de Grecia, Roma e Israel. Durante dos milenios los europeos han sido sus herederos y usuarios. A juicio de Eliot, esta herencia común asegura unos lazos que ninguna organización política o económica puede suplir.

Eliot no fue el único intelectual de aquellos años en subrayar el papel de la cultura en general y la literatura en particular en la formación del espíritu europeo. Eugeni d’Ors fue uno de los pocos escritores de España, divididos entre germanófilos y aliadófilos durante la Primera Guerra Mundial, que se dieron cuenta de la unidad latente en el conflicto que rasgaba el continente. En ‘Cartas a Tina’, publicadas el mismo agosto en que los cañones hicieron estremecer a Europa, la guerra era para él una guerra civil bajo la apariencia de guerra entre naciones. No es seguro que Europa todavía beba de esas fuentes con suficiente abundancia para que aún tenga sentido hacer poesía en las lenguas europeas. Quiero decir que todavía se pueda decir algo orgánico, algo surgido de las tripas de la lengua con resonancias simbólicas y reflejos semánticos de las respectivas tradiciones. Tradiciones que son, más que el lenguaje en sí, la casa del ser europeo, pues incluyen, más allá de los signos gráficos de unas lenguas muertas (el griego y el latín, sobre todo), los impulsos morales e imaginativos con los que ha latido el corazón occidental.

Cataluña es europea por origen y aspiración, de pleno derecho pues, sin que tenga nada que ver el Reino de España como peaje y marco provisional de pertenencia a la Unión Europea. Pues ésta es una organización y no un organismo. Cataluña lo es sobre todo porque bebe de las fuentes comunes: la bíblica y las clásicas, y no sólo por la moda novecentista que duró un par de décadas, sino profundo y estructural: en el arreglo de las comarcas, las villas, los caminos, que siempre llevan a Roma, en las costumbres y el código civil, en los campanarios de las iglesias románicas y los frescos de Taüll, el pórtico del monasterio de Santa María de Ripoll y el claustro de Sant Miquel de Cuixà en la época del abad Oliba, en el humanismo que dio fruto insigne en el valenciano Lluís Vives, uno de los muchos exiliados en la larga cadena de perseguidos que encuentran cobijo natural más allá del Pirineo. Todos ellos superan los límites de la nacionalidad sin negarla, porque les empuja y sostiene la corriente europea y la herencia común.

La literatura es una parte sustantiva de esta herencia amplia y universalizante. Siempre había sido un estímulo de la aspiración y una fuerza capaz de avivar las brasas tras cada incendio destructivo. Recuerden su papel en la Renaixença y más recientemente en la reanudación de la identidad a finales del franquismo. Siempre ha sido, en los ejemplares más nobles, una restitución al mismo tiempo de la catalanidad y de la parte que a los catalanes nos corresponde en la diversidad europea. Sin embargo, hoy la herencia está sometida a influencias contrarias, entre las que la indiferencia y el olvido no son las menores. Su vehículo orgánico tradicional, la literatura, es relegado por discursos de carácter organizativo como la sociología, la politología y demasiado a menudo también el periodismo operativo y desechable. Esto cuando no se desciende directamente a los infiernos de las redes buscando la instantaneidad, que es la negación de la duración y de la historia.

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