Joseba Gabilondo.
España no existe. Hay un Estado con ese nombre, qué duda cabe; pero una nación española nunca la ha habido. Y seguramente nunca la habrá. El nacionalismo español, en todas sus manifestaciones, no es más que una fantasía histérica que sirve para encubrir esa dura verdad. Lo que explica la curiosa persistencia de esa fantasía es el hecho de que España lleva más de doscientos años siendo un postimperio: un Estado cuyas élites nunca han sido capaces de asumir el declive imperial y la pérdida colonial. Presos de la melancolía (un duelo no superado), y nostálgicos por la plenitud del imperio, se han venido volcando de crisis en crisis o, lo que es lo mismo, de Restauración fallida en Restauración fallida. Si estas Restauraciones siempre fracasan no solo es porque las élites ibéricas se han acostumbrado desde la Edad Media a ver al pueblo como enemigo-por-batir (que también), sino porque, en su deseo desesperado por una nación homogénea, acaban siempre imponiendo como solución un Estado que excluye a sectores populares, a los que echa la culpa de la crisis –judíos, obreros, campesinos, catalanes, vascos, inmigrantes, rojos, terroristas, mujeres– en un autosabotaje que solo acaba profundizando la crisis, reforzando la fatal heterogeneidad popular y alejando todavía más la posibilidad de una nación española, esa quimera.
Para el escritor euskaldun Joseba Gabilondo, este es, en muy resumidas cuentas, el modelo que mejor explica las infinitas disfunciones de la política y la cultura españolas de los últimos dos siglos, incluido nuestro tiempo presente: desde la obsesión del país con su prestigio internacional hasta la singularidad de su cultura política, la persistencia de la corrupción, o el éxito global de ciertos artistas y actores españoles. Al mismo tiempo que explica estos fenómenos, la propuesta de Gabilondo también nos conmina a repensar dos rasgos centrales de la política y cultura españolas: el nacionalismo y el populismo.
En su nuevo libro España postimperial. Ideologías del imperio restaurativo (La Vorágine), Gabilondo afirma que España hoy se encuentra en la última fase de una Tercera Restauración, que empezó en 1978. La Primera Restauración duró desde la Guerra de la Independencia hasta la Revolución Gloriosa (1808-1868), mientras que la Segunda arrancó con el final de la Primera República y terminó con la proclamación de la Segunda (1874-1931). Esta historia de tres Restauraciones (1808-2024) implica que, tras la crisis que las mismas inevitablemente sufren, se dan breves experimentos republicanos, que quedan fulminados por el golpe de Estado y la dictadura, para imponer la siguiente Restauración –desde la fantasía ideológica de que lo que se restaura es ese imperio ya desaparecido–.
Según Gabilondo, no hay faceta de la cultura y política españolas que no quede afectada por la condición postimperial del país, y son muchos los fenómenos que desempeñan una función activa en el aparato ideológico que permite a sus usuarios seguir gozando de las fantasías propias de esa condición. El libro, la verdad, es una bomba: las ideas que presenta, todas rigurosamente teorizadas, darían para una docena de titulares explosivos. Así, el 15M “no representaba una alternativa a la élite de la gente guapa [del Régimen del 78], sino, más bien, … [su] continuación populista”; “El Estado español celebra cualquier diferencia mercantilizada impuesta desde fuera, mientras que … se resiste a cualquier reivindicación de diferencia nacional, étnica, sexual y de género hecha desde dentro”; la cinta As bestas, de Sorogoyen y Peña, es “una españolada [que] representa la versión fílmica de la ideología política de derechas popularizada por María Elvira Roca Barea y Vox”; la recepción global de Rosalía como artista “latina” representa “una nueva versión del viejo orden racial imperial castellano”; “el ascenso de Pablo Iglesias a la popularidad … [ha] de entenderse como parte de un espectro queer que iba de él a Belén Esteban”; “Vox representa la llegada de la ‘normalidad neoliberal’ a España”; o “la disolución de la monarquía es el primer paso importante para desmontar la ideología del (post)imperio restaurativo español”.
Gabilondo (Urretxu, Gipuzkoa, 1963) es licenciado por la Universidad del País Vasco (donde escribió la tesina con Jon Juaristi) y doctor por la Universidad de California en San Diego, donde trabajó con Masao Miyoshi, Carlos Blanco Aguinaga y, gracias al intercambio de campuses californianos, con Hayden White, Donna Haraway y Fredric Jameson. Como investigador y profesor en el Bryn Mawr College y las universidades estatales de Florida, Reno (Nevada) y Michigan, desde los años noventa se ha ido perfilando como una presencia influyente e innovadora –pero siempre rebelde e incómoda– en los estudios ibéricos norteamericanos. Encarna con gran pasión y peso intelectual una heterodoxia radical que no todos sus colegas hispanistas –criaturas sensibles si las hay– han sido capaces de tolerar. “En la mayoría de las conferencias que he dado en mi vida académica americana”, confiesa en el prólogo al libro, “la primera reacción por parte del público ha comenzado a menudo con la frase ‘I do not agree with you’. … Una vez, un famoso historiador hispanista canadiense me llamó ‘terrorista’ en público”.
Entre sus libros recientes figuran Populismoaz. Subiranotasun globala eta euskal independentzia (“Sobre el populismo. Soberanía global e independencia vasca”, 2017), Globalizaciones: La nueva Edad Media y el retorno de las diferencias (2019) y Before Babel, una historia global de las literaturas vascas (2016). Gabilondo me atiende por videoconferencia a finales de abril.
Permítame que abra con una cita suya: “La acusación de ‘terrorista’ para con cualquier disidencia o violencia externa, independientemente de su historia o razones, es una práctica bien establecida por el Estado postimperial con la cual cualquier sujeto violento y no-violento queda fuera de la legalidad y, al mismo tiempo, es controlado o suprimido desde el interior de la ley”. Y agrega: “No hay ‘terroristas’ identificables como tal, sino una construcción discursiva de quién es terrorista. Siempre es bueno recordar que Nelson Mandela fue considerado terrorista durante la mayoría de su vida”. Cuando a usted le tildaron de terrorista en un acto académico, ¿se le quiso pintar como un ‘fuera de la ley’ del hispanismo?
(Risas.) La verdad es que no fue nada nuevo. La recepción de mi trabajo en el hispanismo ha sido así desde el principio. Soy el sujeto al que el Estado no sabe cómo regular o judicializar. Antes eran judíos o brujas, luego han sido rojos, invasores, hoy son terroristas, árabes o árabes terroristas. Yo, dada mi trayectoria, también soy un sujeto no clasificable, una singularidad.
Hablemos de esa trayectoria. En el 87 hace el salto de Euskadi a Estados Unidos.
No era el plan inicial. Acababa de terminar una tesina de 280 páginas, en euskera, sobre Derrida, lo que en aquel entonces era toda una excentricidad. Yo lo que quería en aquel momento era ir a Estonia a estudiar Semiótica con Juri Lotman. Ya lo tenía todo preparado –incluso estaba aprendiendo cirílico– cuando Jon Juaristi me dijo que era mejor probar suerte en EE.UU. Pero como yo iba muy tarde, solo me pude presentar a dos sitios y acabé en San Diego.
Allí sacó la maestría y el doctorado en cuatro años, un tiempo récord.
Era el plazo máximo que permitía la financiación que tenía del gobierno vasco. Y si no terminaba en cuatro años ¡debía devolver todo el dinero!
Después se quedó a trabajar en Estados Unidos.
Al presentarme al mercado académico a principios de los noventa, me di cuenta de que la gente no sabía qué hacer conmigo. Yo era un vasco con una tesis doctoral sobre el cine de Hollywood –concretamente, el blockbuster de ciencia ficción– dirigida por un catedrático japonés. Me tuve que pasar al hispanismo, pero incluso ahí, seguía siendo una singularidad demasiado extraña para los departamentos hispanistas norteamericanos, que siempre han sido muy conservadores.
Esa singularidad, ¿no fue también algo que acabó asumiendo conscientemente?
La verdad es que no tenía otra opción. Si hubiera escrito mi primer libro sobre Muñoz Molina, diciendo que era un gran escritor –en lugar de criticarlo severamente– la vida me hubiera ido mucho más fácil. Pero ese no soy yo. Soy un vasco que nace en el 63 y que se cría en Rentería, el pueblo más borroka de todo el Estado, como hijo de caseros transformados en trabajadores industriales. Mi padre, que nació en 1919, y su hermano participaron en la Guerra Civil y en una movilización posterior que duró ocho años. Mi madre es del 25. En mi casa había tres libros, una radio, una televisión y para de contar. Y además hablábamos un dialecto vizcaíno cuando nos trasladamos a la parte más oriental de Gipuzkoa, donde se habla navarrés, por lo que yo, para manejarme, tuve que aprender tres dialectos del euskera. Todas esas cosas te marcan: no tienes mucho margen de maniobra. Eso sí, el ser hijo de padres mayores, con una conexión directa con el campo, me dio una vivencia de primera mano de la vida del Antiguo Régimen. He tenido acceso a una cultura y una historia casi medievales que la mayoría de la gente de mi edad no tuvo.
Todos los que provenimos de la periferia, que somos queer, etcétera, hemos tenido que desarrollar una conciencia doble
A veces la marginalidad da ventajas. Usted ha podido ver y decir cosas que para gran parte de sus colegas en Estados Unidos –por no hablar de Euskadi o el Estado español– resultan o bien invisibles, o bien tabúes. Algo similar les pasa a nuestros colegas catalanes o gallegos.
Claro. Esto está perfectamente teorizado por Hegel cuando habla de la doble conciencia del esclavo. Este tiene que conocerse a sí mismo, pero también al amo, por simple supervivencia. El amo, en cambio, no tiene por qué conocer la realidad del esclavo; esa ignorancia es su privilegio. Todos los que provenimos de la periferia, que somos queer, etcétera, hemos tenido que desarrollar una conciencia doble. Yo, la verdad, preferiría no tenerla. Mejor dicho, quiero poder llegar a no tenerla. Para que eso pueda ocurrir, sin embargo, el primer paso sería que hubiera un Estado vasco. Por otra parte –y solo lo digo medio en broma– el primero al que ese Estado enviaría al exilio sería yo, precisamente por mantener una labor crítica de mi realidad. Si soy inconveniente en Estados Unidos, lo soy más en Euskadi, donde nadie se fía de mí.
¿Por?
Hombre, porque no me apunto a ninguna ortodoxia. Pongamos por ejemplo el Instituto Etxepare, el organismo vasco más importante de difusión cultural a nivel global. Tiene una cátedra en Nueva York, la Cátedra Atxaga. Pues bien, en mi libro sobre la literatura vasca (Nazioaren hondarrak, que también está traducido al inglés) yo he hecho con Atxaga lo mismo que hice con Muñoz Molina en mi trabajo sobre la literatura española. En otras palabras, estoy en la lista negra. Aunque soy el profesor de literatura vasca que más ha publicado sobre el tema en inglés, nunca me invitarán a Nueva York. Y no pasa nada.
En la economía cultural española, publicar en inglés o trabajar en una universidad norteamericana tiene un claro plus de capital cultural. Pero no me parece que usted haya querido aprovechar ese capital tanto como hubiera podido.
Sí lo he utilizado, pero de formas muy estratégicas. Tanto en Estados Unidos como en Euskadi he evitado estar en lugares de prestigio. A mí no me interesan las posiciones de poder. Lo que me interesa es poder cambiar los discursos. Eso me convierte en una figura demasiado incómoda para las instituciones prestigiosas.
¿Es una cuestión temperamental o ética?
Es una cuestión política. Quien se sitúa en instituciones estatales –sea el Cervantes o el Etxepare– compromete su discurso. Yo, en cambio, he creado un discurso que no me permitiría nunca llegar a esas posiciones. Esto no es simplemente un nihilismo, un prurito mío por llevar la contraria. Lo he hecho a propósito, precisamente, para poder cambiar el discurso, primero en el País Vasco y ahora, con este libro, en España. Si movilizo mi capital cultural es con ese único fin: cambiar el discurso y, así, la política del presente.
En el libro dialoga con varias voces prominentes que han analizado esa política críticamente, como José Luis Villacañas, Guillem Martínez o Elena Delgado. Reconoce los méritos de esos análisis, pero no tiene reparo en señalar sus límites.
He aprendido muchísimo de los tres autores que mencionas. Pero todos tienen un límite cognitivo político. Su horizonte final nunca deja de ser el Estado español. Y porque no lo cuestionan, terminan legitimándolo. Yo, como buen vasco que soy, lo primero que tengo que hacer es historizar el Estado. Me niego a asumirlo como un espacio ahistórico. Para Villacañas, en cambio, la Historia ocurre dentro del Estado español, pero el Estado mismo no tiene historia. Está situado más allá de todo cuestionamiento. En verdad, ese es el límite cognitivo –también geopolítico e institucional– de la mayoría del hispanismo y de la filosofía española.
Esto me parece menos claro para el caso de Guillem Martínez.
Para mí sí lo es. Para él, el Estado español llega a ser el espacio utópico donde los problemas catalanes se pueden resolver y desde donde se puede ver a Catalunya de una forma mucho más abierta, pero –yo diría– por eso mismo se convierte en un lugar universal, ahistórico, trascendente, incuestionable. Es en ese sentido, me parece que Martínez nunca cuestiona el Estado español. Es verdad que no parece preocuparle demasiado el Estado como tal; le interesan más sus problemas internos. Pero precisamente por eso acaba también legitimándolo. Como gran crítico del nacionalismo institucional catalán, que además ahora escribe en castellano, en Catalunya se ha convertido en un personaje marcado. Para mí, en ese sentido, cabe asociarlo con figuras como Unamuno, Savater o Azurmendi. La gran ironía del trabajo de Martínez es que, por una parte, es el mejor crítico del nacionalismo catalán institucional –fue gracias a él que yo comprendí qué era el procés en su faceta institucional– pero, por otra parte, me parece que se le escapa casi por completo la dimensión populista del nacionalismo catalán. Y conste que lo digo como parte del diálogo con una persona a la que admiro.
Con respecto a José Luis Villacañas, usted le critica que su análisis no trascienda la idea de España: para Villacañas la esperanza republicana, la solución, es española.
El problema no es solo que sea española. Es que no pueda ser no española. Lo que yo critico en Villacañas, al que aprecio muchísimo como persona y como pensador, es que él no es suficientemente villacañasiano.
¿Se traiciona a sí mismo?
Algo así. Su Historia del poder político en España es un gran libro que me abrió los ojos. Pero tiene un final para mí decepcionante. Todo lo que analiza a partir del siglo XIV queda muy claro, pero en el último capítulo, con la llegada de la democracia postfranquista de repente todo se arregla. En el 75 hay un golpe de magia y España pasa a ser una nación constituyente. Admite que el País Vasco y Catalunya son problemáticos, pero lo minimiza. Para mí, ese es el momento en que Villacañas deja de ser villacañasiano. Es ahí donde intento tomar el relevo villacañasiano.
Para volver a su libro, me parece muy claro el argumento sobre España como nación postimperial.
Cuidado. Has dicho “nación postimperial”. Pero España nunca ha sido nación ni lo va a ser. Es postimperio, a secas. La forma más pedagógica de explicar mi argumento es que la historia de España se puede dividir en dos períodos y solo dos: el imperio y el postimperio. No hay y nunca habrá nación.
Ya. Gracias. Como decía, me parece clara la idea de España como postimperio, preso de un ciclo vicioso de crisis sucesivas en que la Restauración del imperio siempre falla. El uso que hace usted del concepto psicoanalítico de fantasía política ayuda a explicar por qué las élites siguen empeñadas en repetir esos ciclos viciosos, en lugar de espabilarse colectivamente y admitir que esto no funciona. Élites, por cierto, en las que incluye a las cúpulas de partidos como Podemos. Ahora, ¿hasta qué punto esas fantasías operan también a nivel individual? En su libro, sugiere que Felipe González, en torno al Quinto Centenario de 1992, se imaginaba como un nuevo Carlos V, y que Aznar, cuando se sube al carro de Bush y Blair, se creía un nuevo Felipe II. ¿Cuál sería la fantasía que movía a la cúpula de Podemos?
Hablando claro, para fines pedagógicos, yo sostengo que la cúpula de Podemos forma parte de una tradición que tiene por los menos doscientos años: una tradición liberal, elitista, que no solo cree comprender el problema de España, sino que cree contar con la capacidad cognitiva e intelectual para analizar, dominar y cambiarla de forma radical y ajustarla a sus ideas. En el caso de Pablo Iglesias, es obvio que, más que populista, es un marxista-leninista bastante tradicional. Su discurso es la última encarnación, en su variante leninista, del discurso revolucionario-liberal que surge al final del siglo XVIII.
Paternalista, en otras palabras.
Completamente. Y como el amo, no cree que necesite comprender el mundo del esclavo.
¿Entonces el populismo de Podemos fue un disfraz?
A partir del 15M, coopta el elemento populista que siempre ha habido en la historia española, y lo hace, de forma muy inteligente, a través de la televisión. Por eso, en mi libro, reúno en un mismo capítulo a Pablo Iglesias y Belén Esteban. De hecho, en una encuesta le daban a Esteban la tercera posición si se presentaba como partido a las elecciones generales, por delante de IU. En el caso de Podemos, no hay un conocimiento populista o una práctica política populista, sino una apropiación del discurso populista por parte de una élite liberal o progresista española, en un momento en que una apropiación así tenía mucho sentido.
En el libro, afirma que Yolanda Díaz, Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo son políticos postpopulistas que no movilizan los afectos como lo hicieron Iglesias o Abascal. Los acontecimientos de los últimos días, ¿le han hecho cambiar de opinión?
Me han hecho pensar y sonreír. Pedro Sánchez no es un líder populista afectivo y, para ser sinceros, creo que representa el tipo de político que es un genio de la táctica y la supervivencia, pero siempre a costa de no tener una política propia. Es el tipo de político que responde a la creciente crisis de nuestra última Restauración. Creo que no se diferencia mucho de Díaz en esto. Sánchez es tan táctico que cuando lo ha necesitado –o ha pensado que le puede ayudar– ha recurrido a la estrategia del afecto y del melodrama político, que no es propio de él. Lo que queda por ver es si este giro afectivo y melodramático, donde se moviliza lo personal de manera trágica, va a ser solo un momento pasajero o se va a convertir en un horizonte político más general. No tenemos suficiente perspectiva para ver si Sánchez se va a “peronizar”, por decirlo de alguna manera. Como tampoco sabemos si le va a funcionar a largo plazo o si, por el contrario, incluso puede convertirse en el comienzo de su fin, marcando él la desaparición de esta generación de líderes sin una afectividad fuerte y populista. Por ahora no ha ofrecido derogar la ley mordaza y reformar el orden judicial en relación a las cloacas… Por cierto, si publicas todo esto, ¡me quitan el pasaporte!
No tenemos suficiente perspectiva para ver si Sánchez se va a “peronizar”
Mejor cambiamos de tema, entonces. En el libro, argumenta que el imperio norteamericano y su industria cultural han usado de forma muy sagaz a artistas españoles, convertidos en “latinos”, para apaciguar el pánico que les producen Latinoamérica y los verdaderos latinos en Estados Unidos. Entre los ejemplos que menciona están Antonio Banderas, Javier Bardem y Rosalía. Lo que gana EEUU en ese esquema queda claro: un goce menos amenazante del Otro. Pero sugiere que, al dejarse usar de esa forma, la cultura española también gana algo. ¿Qué exactamente?
Quiero dejar claro que este es un mecanismo muy complejo. No es que Banderas fuera a Hollywood a hacer esto. No es una cuestión individual. Yo lo que hago es historizar estos fenómenos. Entonces queda claro que lo que gana España es un prestigio postimperial a nivel global. Porque, como todos sabemos, hoy la única manera de conseguir un prestigio global es a través de Estados Unidos. Todos los que se sientan nacionalistas van a reaccionar con orgullo respecto a ese prestigio. Banderas, en ese sentido, es parte del proyecto Make Spain Great Again. Y repito, no porque él quiera. Lo que ocurre es que es muy difícil liberarse de la ideología postimperial.
Pero su libro también explica por qué le cuesta al país asumir esto.
Es que abre un horizonte de traumas al cual la clase intelectual española no puede hacer frente.
La heterogeneidad del Estado ha sabido sobrevivir al imperio, a pesar de todo, y tiene derecho a optar por otras realidades políticas
Sin nación, ¿puede haber fuentes de orgullo?
Claro que sí. Si España pudiera prescindir del patriotismo y del nacionalismo, se abre otro escenario no español, en el cual toda la heterogeneidad del Estado podría estar orgullosa de haber sobrevivido al imperio. Se abriría una época maravillosa donde ya no estaríamos subyugados ni al imperio ni al postimperio. Entonces se podría escribir una nueva historia postespañola que ya no sería solo históricamente española y que abriría el camino para pensar realidades e historias no españolas, desde África a Latinoamérica, desde el País Vasco a Catalunya. El verdadero punto de orgullo es ese: que la heterogeneidad del Estado ha sabido sobrevivir al imperio, a pesar de todo, y tiene derecho a optar por otras realidades políticas.
Según lo presenta, ese otro orgullo, más genuino y menos opresor o neurótico, parece estar al alcance de la mano. Y sin embargo no lo ven las élites intelectuales y políticas porque están demasiado centradas en recuperar el imperio perdido. Es trágico.
No, es histórico. En eso yo sí que soy muy marxista. Hay que historizarlo todo. Además, hoy en día, hay que empezar a delinear escenarios probables de futuro que, en el caso español, deben tener en cuenta la desertización agrícola y la crisis del modelo turístico, central a la economía española, así como también la posibilidad de emigraciones forzadas. Como digo en el último capítulo del libro donde analizo la pandemia y el calentamiento global, puede que ni quede un Estado español y por tanto, la pérdida colonial del XIX termine con la pérdida de la metrópolis en el XXI. Es decir, también tenemos que empezar a “historizar” el futuro.
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