Con las ‘Coplas a la muerte de su padre’, Jorge Manrique legó una caracterización indeleble de los ríos: “Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir”. Esta figura de la entrega del agua del río al mar como una imagen gráfica de extinción de la vida era natural en alguien que había vivido en el siglo XV en la meseta castellana (nacido cerca de Palencia y finado cerca de Cuenca). Primero, porque no hay desembocaduras de ríos en la meseta peninsular. Segundo, porque en el siglo XV carecían de los conocimientos biológicos y ambientales actualmente disponibles. Ahora sabemos que la llegada del agua del río al mar es todo lo contrario a la extinción: es todo un concierto de vida, de riqueza natural –animal y vegetal–. El delta del Ebro es el ejemplo más importante –no el único– en Cataluña; también uno de los principales del Mediterráneo.
Sin embargo, a inicios del presente siglo se convirtió en un sonoro mantra lo de aprovechar “el agua del río que se pierde en el mar” para defender el trasvase del río Ebro al sur del País Valenciano y Murcia, previsto dentro del Plan Hidrológico Nacional impulsado por el gobierno de Aznar y aprobado por las Cortes Generales en 2001. El trasvase fue desactivado antes de su ejecución en la primera legislatura con gobierno de Zapatero, decisión que gozó de un mayor apoyo entre los catalanes. Y, mira por dónde, un par de décadas después ha reaparecido el mantra del “agua del río que se pierde en el mar”, rumor que brota ahora en el norte.
La sequía que se sufre ahora en Catalunya, que provoca perjuicios bien conocidos, ha supuesto el surgimiento de propuestas para aumentar la disponibilidad de agua, especialmente en las cuencas internas de Catalunya, donde los efectos son más intensos. En este contexto, varios colegios profesionales sugirieron hace unos meses el trasvase del Ebro al norte, mediante la interconexión de la red que gestiona el agua del Ebro en Tarragona con la red que gestiona el agua del área metropolitana de Barcelona, con una tubería de sesenta kilómetros. Recientemente se ha añadido la Cámara de Comercio de Barcelona, con un informe detallado, como suele hacer esta entidad, que indica que esto permitiría aportar un volumen de agua que supondría hasta un 4,5% de los 1.000 hm³ que se consumen anualmente en las cuencas internas. De ese volumen consumido, el 44% es para uso doméstico, el 36% agrario y el 20% industrial. Así se evitarían, sostienen, perjuicios económicos a las áreas centrales, que no podrían esperar actuaciones de mayor plazo de ejecución.
El coste previsto de la inversión sería de 275 millones de euros (entre 350 y 400 millones con las habituales desviaciones del presupuesto). Si añadimos el coste operativo del trasvase no resulta nada evidente que tenga sentido financiero, considerando que sería el coste de aportar poco más de un 10% del agua que se usa en el sector primario en las cuencas internas de Cataluña, donde este sector genera un valor añadido bruto de unos 1.000 millones de euros al año (fuente: Idescat). Dicho esto, la cuestión de fondo va más allá del balance financiero de una actuación como ésta, así como de los perjuicios medioambientales en un ecosistema tan amenazado como es el tramo final del curso del río Ebro y su delta.
Hace ya décadas que se considera una práctica de buena gobernanza evitar las transferencias de agua entre cuencas, muy cuestionadas –por ejemplo– por la Unión Europea. Y, en lo que se refiere al desarrollo y expansión de las actividades económicas en cada territorio, hace tiempo que se enfatiza el aprovechamiento de los potenciales y ventajas comparativas del mismo territorio. Es una reflexión bien extendida en las Terres de l’Ebre, donde se ha desvanecido aquella antigua petición de que los gobiernos de turno instalaran por decreto industrias que no tenían ventajas en este territorio, y se entiende muy bien que ser única veguería sin un aeropuerto dentro o cercano es lógico –porque no habría oferta de vuelos, sobre todo.
Parece que las entidades proponentes del trasvase del Ebro al norte todavía no han encontrado la oportunidad de reflexionar sobre las actividades económicas que deben expandirse a partir de sus ventajas comparativas y recursos. Y, como consecuencia, cuál es la distribución de usos de agua que debería hacerse en las cuencas internas del país. Porque al igual que es natural que los molinos de viento se pongan donde sopla viento, y las instalaciones fotovoltaicas donde mejor se puede aprovechar la radiación solar (cuidando los impactos ambientales implicados en el transporte de la energía), también es natural evitar la expansión de actividades intensivas en consumo de agua allí donde este recurso no es suficientemente abundante.
La presente sequía terminará, como las anteriores, y la interconexión no se habrá realizado. Sería deseable que cuando ocurra la próxima sequía, que ocurrirá, se hayan debatido y decidido –en frío, como es siempre aconsejable– los volúmenes de agua disponibles en las cuencas internas y su distribución entre los diferentes usos. Porque llegar a ese punto aunque sea un poco tarde sería mejor que no ir en absoluto.
ARA