¿Podemos llamarlo racismo?

Las primeras medidas adoptadas por los distintos gobiernos autonómicos PP-Vox de nueva constitución han consistido en atacar el catalán y la catalanidad. En un mismo sentido que Louis Aliot, alcalde ultraderechista de Perpiñán, parece que la principal obsesión de españoles y franceses consista en borrarnos de la tierra. En Las Islas, se han cargado el requisito de la lengua para formar parte de la administración (una medida, que de hecho, ya era papel mojado). Como ha demostrado lamentablemente la extraordinaria filóloga Carme Junyent, no te dejan ni morirte en catalán, con un sistema público sin la voluntad de respetar los derechos lingüísticos de sus pacientes. Y no se trata sólo de derechos. Como sucedió hace algunos meses, dirigirte a un policía en catalán puede acarrear penas de cárcel, como le ocurrió a una ciudadana de Mallorca en el aeropuerto de Palma, cuando intentó hablar en catalán con un uniformado en el control de pasajeros. Probablemente, esto no le hubiera ocurrido si se hubiera expresado en cualquier otra lengua. En Aragón, se ha mantenido esta política de odio destilado por el antiguo presidente socialista Javier Lambán (¿algún psicoanalista en la sala?) denegarse a reconocer la presencia de nuestra lengua en la Franja, donde todavía es mayoritaria, e impedir como sea su enseñanza, mientras sigue vomitando odio contra sus vecinos (aún es hora de que se disculpe cuando hace cuatro años tildó a los maestros catalanes como “fabricantes de energúmenos”). Más de lo mismo en el País Valenciano, donde no dudan en hacernos creer que catalán y valenciano nada tienen que ver (nos revelan este dato terraplanista siempre en español), en un momento en que la posible oficialidad despierta ataques de ira entre la caverna mediática, con el silencio cómplice de lo más sofisticado de las letras hispánicas. Por último, la posibilidad de que el catalán sea lengua oficial se lo toman como una amenaza existencial, mientras que la idea de que se pueda hablar en las instituciones representativas como el Congreso desvela su indigencia de recursos argumentativos (no gusta que el castellano deje de ser un monopolio) llegándose a quejar del coste desorbitado de los servicios de traducción. No veo, por el contrario, demasiadas quejas por la pasta que costará al erario público el servicio de taxi del helicóptero Puma que llevará a Leonor de Borbón entre su palacio en Madrid y la academia militar de Zaragoza.

Evidentemente, también podríamos hablar de la política deliberada de ocultación de la lengua, los elementos culturales, la historia y la realidad catalana, una estrategia utilizada para colocar un cordón sanitario en torno a la catalanidad, o simplemente lo que no encaja con los tópicos españoles. De hecho, ya llevamos unas décadas en las que los medios de comunicación públicos y privados se dedican a atizar el odio al más puro estilo Radio Belgrado en la época de Milosevic, con predicadores del odio en las ondas que han forjado una España que, a base de cizaña, ha acabado convirtiéndose en una nación disfuncional, guerracivilista y que cae en el bloqueo político y mental con cierta asiduidad. O cómo son normalizados los clichés y tópicos sobre los catalanes o se equipara el independentismo con el terrorismo, cuando resulta más que obvio que tenemos un problema cuando hay leyes que permiten disolver partidos independentistas, mientras se abre de par en par la presencia institucional a una formación con simpatizantes que expresan el deseo de fusilar a 26 millones de personas que no piensan como ellos. ¡Poca broma! Entre buena parte de los ascendientes familiares e intelectuales de la formación encontraremos a los responsables de lo que el historiador Paul Preston denominó el “holocausto español”, con entre 600-800.000 muertos, 140.000 desaparecidos, medio millón de encarcelados y medio millón exiliados. Y sobre todo, con un montón de conexiones privilegiadas para seguir manejando el cotarro medio siglo después de muerto Franco.

¿Podemos ahorrarnos todos los eufemismos y llamarlo simplemente racismo? Existen muchas definiciones para un fenómeno complejo y cambiante, sin embargo, podríamos asumir la acepción por la que un determinado grupo considera a otro colectivo como inferior, al que atribuye connotaciones negativas y a quienes hay que restringirles los derechos. Un colectivo al que se le niega soberanía por tomar sus decisiones, y que no se considera digno de tener un trato igualitario. Es cierto que el término “raza” resulta inválido desde un punto biológico (las razas no existen en la especie humana). ¿Podríamos hablar de etnia? Tampoco. El antisemitismo tan extendido, y que tantas barbaridades causó a lo largo de la historia (también aquí, cuando se expulsó a los judíos, y todavía derecha e izquierda persisten en ese sentimiento de hostilidad) es un ejemplo de cómo sentir odio contra uno grupo heterogéneo, tanto por la variabilidad de orígenes -hay judíos etíopes, los hay de origen norteafricano, los hay del este de Europa–, como religiosos –se odia por igual a los ultraortodoxos y a los ateos–. Lo mismo ocurre con otros pueblos como los armenios, a las minorías húngaras de Rumanía o Serbia, o a cualquier otra que se resista a asimilarse respecto a una nación opresora. Al fin y al cabo, el racismo es la negación de la propia identidad, la discriminación por “ser” y un estúpido y perverso sentido de superioridad desde los racistas que ven como normal su superioridad civilizatoria.

Debemos asumir que la negación del derecho a la autodeterminación y la represión a todos los niveles (desde la judicial y policial hasta la cultural y la lingüística), constituye racismo. Y en este sentido, España es un país racista, donde si las políticas, las palabras, los gestos que se hacen contra los catalanes se utilizaran contra ciudadanos de color resultarían un escándalo internacional. Quizás nos cuesta asumir, como país, que partidos políticos, medios de comunicación, jueces, policías, funcionarios y todos aquellos elementos configurados para mantener la supremacía de la nación castellana, es racismo, y que constituimos una minoría discriminada (que no te puedas morir, en tu país, en tu propia lengua resulta una trágica constatación). Y cuesta asumirlo porque, efectivamente, los catalanes no somos ninguna raza, ni etnia, ni religión. Al contrario, quizás lo que más nos define es nuestra diversidad, heterogeneidad y contradicciones. Somos gente de orígenes, opiniones, acentos, voluntades, proyectos heterogéneos y con frecuencia contradictorios. Que nos define más la “voluntad de ser” que el propio “ser”. Que incluso no está muy claro en qué consiste lo de la catalanidad, que resulta además una identidad especialmente dinámica y cambiante. Que, además, y por suerte, hemos tenido una amplia incorporación de personas de todo el mundo que hemos decidido formar parte de este club, no por amor ni por interés, sino por decencia. Que, a diferencia de la propaganda comunista (porque efectivamente, esto fue consecuencia de la ortodoxia del PCE durante la guerra fría) los catalanes no son un grupo de burgueses, sino un país con tantos antagonismos y conflictos sociales como cualquier otra sociedad europea.

Hay que tener en cuenta todo esto en esta nueva Diada, complicada como todas, en un momento políticamente trascendente, y de gran presión identitaria en contra de nuestro país. Y precisamente esta situación que implica cómo una mayoría intenta aplastar a una minoría nacional propicia esa idea de que luchar contra la opresión resulta algo que va mucho más allá que una bandera, una lengua o una tradición. Se trata de una cuestión claramente universal, de una lucha por la justicia y la dignidad humana. El racismo es una lacra que debe erradicarse. Por eso la autodeterminación de los pueblos es una de las bases sobre las que se sustenta la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y podríamos decir más, la decencia ética que debería conformar la convivencia colectiva.

EL MÓN