Hace días que escribí un editorial explicando que la reivindicación completamente acientífica de la doble denominación “valenciano-catalán” de la lengua catalana era una argucia del PSOE destinada a convertir una victoria –la normalización lingüística en el congreso español y la Unión Europea– en una nueva derrota para los valencianos. Y explicaba, también, que entrar en ese juego irracional equivale políticamente a renunciar a derrotar a la extrema derecha.
El debate ha continuado estos días con un desacomplejamiento evidente y, ahora ya, con la aparición de las manipulaciones y mentiras. Zahia Guidoum, dirigente de Decidim –nada menos que la organización equivalente a la Asamblea Soberanista de Mallorca o la ANC– ha llegado a decir que “solo la extrema derecha y el blaverismo” van contra la doble denominación. Sólo no: yo también voy en contra, por ejemplo.
Convertir en conflictiva a la gente que molesta siempre es revelador de las intenciones del otro. He hablado más veces de eso, así que no voy a insistir demasiado. Es ‘mitterrandismo’ puro y del peor tipo: tú renuncias a ser lo que eres, te pasas con armas y bagajes al enemigo, pero para que no se note tanto acusas de fascista a quien se mantiene en su sitio. No creo que sea bueno dejar pasar por alto acusaciones como ésta.
No entraré, evidentemente, en la discusión pretendidamente filológica, porque no existe: la lengua es una y tiene un nombre. No hay nada que discutir. Pero sí quiero hablar de la irracionalidad del debate y del mal enorme que esta irracionalidad, arrastrada intencionadamente desde hace décadas, se refiere a la sociedad valenciana.
El mundo vive un ataque contra la razón. La negación de la ciencia es constante y aparece por todos los rincones. De los terraplanistas a los negacionistas de la evolución, de los conspiranoicos a los predicadores de las más absurdas teorías. Las sociedades occidentales hemos entrado en una espiral muy peligrosa en la que uno de los mecanismos que mejor nos ha definido y nos ha hecho ser lo que somos –el método científico– es atacado y deslegitimado, no siquiera, ni siempre, a partir de la ignorancia.
Esto tiene consecuencias que van mucho más allá del debate concreto. Una sociedad en la que no se respeta la ciencia, una sociedad en la que deja de tener valor saber lo que es cada cosa, se convierte en una sociedad que no respeta la razón en sentido amplio, que no da valor al progreso.
Klaus Mann explicó muy bien a ‘Contra la barbarie’ que tras ese desprecio se esconden siempre muchas más cosas. Copio: “En realidad lo que nos quieren decir es que el mal viene de ese espíritu canucido y superado de la razón, de la tolerancia, del progreso y el amor al prójimo. […] Y lo que nos quieren decir es que hay que combatir y destruir la totalidad de las tradiciones europeas: la herencia helénica y del cristianismo, la Revolución Francesa, la herencia de Goethe y Voltaire, de Kant y de Marx, de Schiller y Rousseau…”
Y el debate es al respecto, tanto si lo entienden como si no los adictos partidarios de la doble denominación. La imposición política de la doble denominación pasando por encima de la filología –incluso con el penoso espectáculo de ver a filólogos pasando por encima de la filología– es, sobre cualquier otra consideración, un ataque a la razón. Algo que ningún país, el mío tampoco, puede permitirse.
Sobre todo porque una sociedad que menosprecia la razón, la ciencia, la tolerancia y el progreso a la hora de definirse ella misma –la cuestióno más básica de todas– qué caramba quiere que acabe siendo sino un estercolero intelectual y social, ¿oportunidad para que florezca la antiintelectualidad de la extrema derecha?
Da pena oír estos días a gente teóricamente partidaria de la normalidad lingüística, que quieren hacer autoridad con argumentos vulgares, del estilo de: “A la lengua siempre la hemos llamado valenciana”. ¡Caramba, como siempre habíamos dicho que el mundo lo había hecho Dios en siete días! ¿Y qué? ¿Qué aprender –aprender que la lengua es y se llama catalana y que ningún dios creó el mundo– no tiene valor? ¿Que progresar –progresar a partir del conocimiento científico, entendiendo que la lengua es y se llama catalana y que ningún dios creó el mundo– es algo despreciable? ¿Que mejorar la calidad de lo que hacemos y decimos –a partir de saber y asumir que la lengua es y se llama catalana y que ningún dios creó el mundo– no vale la pena?
Que “la gente” lo entienda o no, eso es otra cosa, pero en ningún caso justifica nada. “A quién no sabe, se le enseña”: ésta ha sido la tradición y la forma de hacer desde la antigüedad clásica, que aquella propuesta demencial del “Vulgus vult decipi, ergo decipiatur” (‘Al mundo le gusta ser engañado y, por ello, que sea engañado’) es más vieja que Matusalén y hemos aprendido muy bien cómo combatirla.
Dicho todo esto, es evidente que existe un factor determinante que explica por encima de cualquier otras tantas incongruencias y tanta desidia intelectual. Un factor que entra en juego de una manera clarísima en el caso valenciano y que Klaus Mann, en su lista, resalta acertadamente: el ataque a la tolerancia y el miedo que este ataque suscita en las personas. Pero yo tengo que decir que, de todo lo que vivimos estos días, ésta es la cuestión que me causa más estupor.
Desde los años setenta del siglo pasado en el País Valenciano la violencia españolista ha sido brutal e incomparable a la que ha recibido cualquier otro territorio de los Països Catalans. Muertes, atentados, constantes agresiones, bombas, prohibiciones, insultos, ataques legales… Lo han hecho todo para impedir la normalidad del país y de la lengua catalana. ¿Y ahora quiere decir que deberíamos aceptar su estrategia eterna de dividirnos, olvidando y abocando a la basura todo lo que se ha conseguido con el trabajo y la lucha de estos años?
Porque hay que recordar que en los años ochenta la Universidad de Valencia –y las demás– resistieron como auténticos héroes y afirmaron la lengua catalana en sus estatutos, sin aceptar subterfugios ni concesiones a la irracionalidad y la vulgaridad, enfrentándose a los tribunales y a la política y asumiendo con dignidad su papel de faro intelectual y social. Aquella batalla, que tiene nombres y apellidos en personas dignísimas, fue una magnífica continuación del propósito de enaltecimiento de la razón que Joan Fuster nos inoculó a los valencianos en la que yo creo que es su máxima aportación personal.
Desde los sesenta, desde el momento en que Fuster revienta la apatía histórica del viejo reino, en el País Valenciano se han dibujado nítidamente dos civilizaciones –todos los países tienen en su interior dos países, pero los valencianos tenemos dos civilizaciones. Una, catalana, europea y europeísta, deslumbrada por la razón, rigurosa e ilusionada por hacer de nuestra tierra aquella “patria luminosa y alta” –¡qué proyecto político más bonito!– que cantaba Estellés. La otra, española, ensuciada por el eructo y el pedo, vulgar, destinada a ‘ofrendar nuevas glorias’ (1) y callar ante Madrid, intelectualmente tabernaria, una nulidad de proyecto.
Si ahora, después de tantos años y tantas batallas, después de tanta clarificación, alguien quiere hacer el tráfico de una a otra por miedo a decir las cosas como son, por cansancio personal o porque asume que la razón y la ciencia ya no importan en el mundo de hoy, ya se lo montará. Pero conmigo que no cuentan para ese entierro.
PS1. En la dinámica enloquecida de estos últimos días, otro factor lamentable ha sido la posición de gente del Principado que se permite hablar del País Valenciano –a menudo sin conocerlo de nada o en base a pobres anécdotas personales– con una arrogancia y una prepotencia que nos duele mucho a todos. Como si los valencianos fuéramos unos subordinados suyos, como si no fuéramos unos y mismos, unos iguales. Pido una reflexión también al respecto y agradecería mucho, un día como hoy, que los amables suscriptores y contertulianos de este diario me ahorraran la pena y la vergüenza de tener que leer según qué comentarios.
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