Cuando se produjeron las proclamaciones de independencia de las repúblicas bálticas, con las que el president Jordi Pujol simpatizaba abiertamente, dijo “Cataluña es como Lituania, pero España no es como la Unión Soviética”. Podía querer decir muchas cosas. Una evidente: Cataluña tiene tanta personalidad nacional como puede tener Lituania, o más, y por tanto tiene el mismo derecho a la independencia. Pero también otra: España era en aquellos momentos una realidad mucho más sólida y estable que una Unión Soviética en profunda crisis. Para que un proceso a la independencia triunfe es necesario que quien quiere independizarse tenga un fundamento nacional sólido. Pero las ventanas de oportunidad se abren cuando el Estado del que quiere independizarse vive un momento de debilitamiento y de inestabilidad. Teniendo presente que los períodos de inestabilidad ofrecen oportunidades, pero también presentan riesgos: la España de los años treinta vivió un período de altísima inestabilidad y lo que salió no fue la independencia de Cataluña sino una dictadura militar españolista.
La frase del president Pujol hace pensar y, para un independentista, lleva una conclusión obvia: para independizarse es mejor una España inestable que una sólida y estable. Pero existe un aspecto de la frase que no comparto: el verbo y tiempo del verbo. La Unión Soviética fue en algunos momentos extremadamente estable y sólida. Pero en ese momento preciso no lo era. Quiero decir que lo de la estabilidad no es algo que forme parte de la naturaleza eterna y permanente ni de España ni de la Unión Soviética, sino una característica coyuntural. Y en el caso de España, tiene en su interior un factor, ese sí permanente, potencialmente muy desestabilizador: actúa y quiere actuar como el Estado de una sola nación, la castellana, pero tiene en su interior (o debajo de él) otras realidades nacionales. Este elemento de potencial inestabilidad lo tenía también, por cierto, la Unión Soviética, que tenía además otros muchos. Pero éste acabó pesando.
Este factor de inestabilidad siempre presente en la historia de España contemporánea, se activa más o menos (o nada) en función de las circunstancias. Por decirlo lisa y llanamente, cuando esta diferencia nacional se expresa y actúa políticamente, todo se tambalea, porque es un estorbo en el engranaje del Estado. El período de mayor estabilidad de la España de los últimos siglos fue la primera restauración borbónica, con el régimen de alternancia de los dos grandes partidos dinásticos. En esos momentos la realidad diferencial catalana (y vasca) no tenía expresión política. Cuando el catalanismo -pero también el obrerismo, en otro ámbito- empezaron a expresarse y actuar políticamente, el régimen de la restauración empezó a tambalearse. La segunda restauración borbónica, la del régimen del 78, ha ido sobreviviendo a trompicones porque la realidad plurinacional se ha expresado políticamente y el Estado no ha encontrado la manera estable ni de integrarlo ni de anularlo. Las últimas elecciones españolas pusieron especialmente al descubierto los cimientos de esta inestabilidad, que lleva años y años arrastrando, en unos resultados que parecían diseñados expresamente para hacerlo más visible y más paradójico: el gobierno de España depende de los independentistas y para gobernar España es necesario realizar concesiones que repugnan al modelo de Estado nacional español y lo debilitan. Más allá de la coyuntura de la gobernabilidad, las paradojas de las últimas semanas se viven en España como momento de mayor inestabilidad desde hace décadas. Basta con leer estos días la prensa de Madrid. No es sólo una lucha entre facciones del españolismo. Es la constatación y el síntoma de una crisis de fondo.
Lo que más desestabiliza España es la expresión política de la diferencia nacional. Por eso existe este momento de máxima estabilidad, que la formación de un gobierno no supera sino que más bien demuestra. Cómo se desestabiliza España, esta España: pues poniendo el foco en lo que es intrínsecamente su máximo factor de inestabilidad, lo que le quita la solidez, la diferencia nacional. Expresar políticamente esta diferencia y actuar políticamente desde esa diferencia debe demostrarse desestabilizador. Más que situarse al margen o renunciar a expresarla, esperando que esto lo analice y valore alguien desde algún lugar y llegue a la conclusión de que mantenerse al margen es la mejor expresión de esta anomalía. Ni existe ese alguien que arbitra y da la razón desde fuera ni ésta sería la manera eficaz de llamar su atención en caso de que existiera.
Desde España, sólo tienen dos formas de contrarrestar este factor de inestabilidad clavado en la carne del Estado. Una, renunciar a la democracia, por decirlo de forma suave. Lo hizo el franquismo y no tuvo éxito, pero duró cuarenta años. Y se ha hecho de forma parcial en acciones muy concretas durante el proceso independentista, en el que el ‘a por ellos’ ha saltado por encima de los valores y de las prácticas democráticas. La otra, eliminar o devaluar la expresión política de la diferencia nacional. En otras palabras, que no haya voto independentista o que no sirva para nada en la política española. Si no hay voto independentista, el problema se ha terminado. Pero esto es cosa de los independentistas. Si no hubiera habido voto independentista en las pasadas elecciones ahora no se produciría esa paradoja monumental que desestabiliza a España como concepto. Si hubiera habido más, la desestabilización sería aún mayor. La otra posibilidad es que España, si no puede impedir que exista voto independentista, haga lo posible despóticamente para que no sirva. Una opción, de la que oiremos hablar, sería un cambio en la ley electoral que convirtiera los votos independentistas en inútiles. Otra, de la que también oiremos hablar, y que llegará yo creo que inevitablemente un día u otro, es el gran pacto de Estado entre PSOE y PP, por encima del cadáver poético de Pedro Sánchez, para dejar fuera de juego a los demás partidos. Mientras, antes de que se vuelva a helar el Báltico y no se pueda salir a pescar, para evitar que España se estabilice de lo que se trata es de expresar y ejercer políticamente sin reparos y a fondo la diferencia nacional. Y preservar esta diferencia. No sea que si llega el momento en que, en la metáfora pujoliana, España ya sea como la Unión Soviética, no resulte que Cataluña haya dejado de ser como Lituania.
EL MÓN