En la biblioteca de casa tengo un par de estantes donde guardo los cuarenta o cincuenta libros más importantes de mi vida, para tenerlos siempre a mano. Son los mejores que he leído nunca, entendiendo que “los mejores” –tratándose de libros– es una categoría muy subjetiva. Están de Churchill a Lenin, de Cicerón a Joan Fuster, de Fernand Braudel a Josep Fontana, de Bob Woodward a Oriana Fallaci. Entre todos, y en mi memoria, “L’Empire éclaté”, de Hélène Carrère de Encausse, tiene un lugar muy especial y quizá por eso su muerte este sábado me ha vuelto a hacer pensar sobre la forma en que practicamos el análisis de los grandes cambios que vivimos. Sobre lo difícil que es a veces ser capaces de combinar una mirada a larga distancia, que suele ser cristalina, con la confusión que comporta aguantar este día a día tan revolucionado.
Me explico. Cuando yo empezaba a trabajar de periodista, Hélène Carrère de Encausse publicó este volumen que cambió mi vida y la forma de entender la Europa del este. Hablo de principios de los años ochenta, mucho antes de la desaparición de la URSS, en 1991. En el libro, Carrère de Encausse se adelantaba a la mayoría de la gente –aunque otros autores ya habían hablado de ello– y pronosticaba la desintegración y caída de la Unión Soviética. El libro estaba construido con una solidez extraordinaria que dejaba poco espacio a la duda. Pero, y aquí comienza una parte que a mí también me ha interesado siempre mucho, estaba lleno de errores anecdóticos.
Carrère de Encausse, concretamente, se equivocó por completo a la hora de explicar cómo pasaría lo que sabía que iba a pasar. Su tesis era que las repúblicas musulmanas de Asia central harían estallar la URSS a causa de la presión demográfica, pero esto no ocurrió. Sin embargo, la Unión Soviética cayó, como ella había pronosticado. Supo ver la cuestión principal, la sustancial, la difícil –que los cimientos estaban podridos y no aguantarían la más mínima tormenta–, pero se equivocó completamente en el diagnóstico.
Éste es un ejemplo que a mí me ha hecho pensar mucho durante todos estos años. Al final, los periodistas somos sólo unos historiadores impacientes –para continuar con la conocida frase de Jean Lacouture– y, por tanto, compartimos con ellos muchas cuestiones de método, de tecnología, de forma de enfrentarnos con la realidad. Razón por la que siempre me he servido de personajes como ella, o como Braudel (1), para pensar como periodista.
Así, si tuviéramos que hacer caso, por ejemplo, de la prensa de ayer, no sé si alguien podría entender algo de la situación política actual. ‘La Vanguardia’, por ejemplo, nos contaba una auténtica película de fantasía sobre Sánchez Llibre y su hipotética influencia sobre el president Puigdemont que resultaba cómica e hilarante. El ‘Ara’ construía un cuento en el que todos los empresarios independentistas pedían a Puigdemont que pactara con Sánchez, pero con un detalle interesante: ninguna fuente identificable excepto la única que daba la cara, Mònica Roca, que estaba en contra de la tesis del artículo. En ‘El País’, Jordi Amat hacía literatura sobre el president en el exilio, frases vacías sin otro sentido que el ortográfico. Y en ‘El Español’, Jordi Juan , director de ‘La Vanguardia’, se dejaba retratar, y me ha sorprendido mucho, diciendo: “En ‘La Vanguardia’ tenemos un grado de influencia e intentaremos aprovecharlo para mediar entre el gobierno [español] y Puigdemont”. Qué trabajo más insólito para un diario…
Cuando hablo de eso del “descontrolado ruido inmediato” pienso en cosas como éstas. Como ese cuerpo a cuerpo constante en el que todo vale, pero de dónde se pueden sacar pocas consecuencias que tengan que ver con qué ocurre realmente. Por eso, como he hecho de manera insistente todos estos años en este artículo editorial, pero hoy aún más, recomendaré que mantengamos de forma firme la mirada a largo, que estudiemos a fondo la larga duración y que no nos dejemos envolver por el ruido inmediato. Porque, por ejemplo, lo que explicaba el otro día Pérez Royo en esta entrevista es el momento Txernòbil. O la pendiente ferroviaria que ha creado las condiciones que hacen posible ahora que un puñado de políticos catalanes sean inasimilables por el sistema político español y puedan llevarlo al punto del colapso. Y si resulta que hay cientos de miles de catalanes que creen tanto en sí mismos como para no ir a votar cuando les dicen que viene el lobo, es por lo de la democracia disruptiva que Wolin contaba tan bien y que encaja tanto en el Primero de Octubre.
Se acercan tiempos muy decisivos, más de lo que imaginamos, y saber qué leemos, saber cómo lo leemos, saber qué herramientas tenemos para leerlo y entender dónde está lo sustancial y dónde lo anecdótico es una parte fundamental de la receta para tener éxito. Una receta que nos hace entender, por ejemplo, que esto no debe ir sobre quién, sino sobre qué. La oportunidad que tiene el independentismo en sus manos no debería desperdiciarse sólo porque algunos ya no sean capaces de ver el horizonte.
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