En campaña, la política se hace todo palabra. O casi. Porque en campaña la política también son colorines y blancos o negros, sonrisas y caras graves, estrechados de manos y dedos amenazadores, escenarios naturales y decorados de cartón piedra. Pero todo esto se pone al servicio de la palabra. Fuera de campaña podríamos decir lo de “palabras de santo, obras de diablo”. O “palabras de oveja y hechos de lobo”. Pero en campaña, la palabra manda.
Y he aquí la raíz del gran problema de la política: el valor de la palabra. De los hechos se puede discutir su conveniencia y oportunidad, ejecución y coste. Pero la palabra es a la vez lo más valioso y frágil de la política. Lo más sagrado y lo más fétido. Es la principal fuente de confianza, pero también la auténtica causa de la desconfianza. La cuestión es si el político es una persona de palabra; si tiene palabra. Si la hace buena. Si la suya es una palabra de honor.
Por eso, que en el último CEO los catalanes digamos que el principal problema que tiene el país es la “insatisfacción con la política” –por encima de la economía, el paro, la inseguridad o el acceso a la vivienda–, según mi punto de vista, señala este hecho: que consideramos que la política no tiene palabra. Que, como se comprueba ahora y antes, por cada palabra, dos mentiras. En campaña se puede decir sin sonrojarse que no se aceptará gobernar gracias al adversario, y después hacerlo. Puede decirse que dejarás que gobierne quien gane –y decir que son las reglas del juego–, y hacer lo contrario. Puede prometerse confrontación y acabar pactando sin contrapartida. Puedes ser el portavoz inflamado de un partido y, en veinticuatro horas, ser el candidato de tu rival más directo. Puedes prometer reconciliación y amenazar con represión. Hoy puedes dar una palabra de compromiso, y mañana decir que no la tienes sobre la mesa. Puedes prometer riesgo y después vender cobardía.
Siempre se ha dicho que el viento se lleva las palabras. Y la palabra en campaña, ciertamente, es como una pluma en el aire. Por eso, y porque pese a todo el mundo acaba siendo esclavo de sus palabras, el descrédito de la política es lo que es: inmenso, gravísimo. El descrédito también crece porque en lugar de tener palabra, de medirla, se la utiliza para despreciar al adversario. Se “tienen palabras”, se les da la vuelta al sentido, se dicen palabras gruesas, se habla por hablar y se habla por los codos. Ya se sabe que “es arma que más duele, la palabra que el puñal”.
Por todo ello, sostengo que el descrédito de la política es más consecuencia de no tener palabra que de su propia hipotética incompetencia por gobernar. La constatación de la vacuidad y de la volubilidad de la palabra política está en la raíz de su mala reputación. Pero, atención: en sentido contrario, a menudo, el crédito político –aunque sea transitorio– encuentra más apoyo en la palabra fraudulenta que en la palabra serena y contenida. Y es que la demagogia encuentra un terreno bien abonado allá donde primero se ha corrompido la palabra.
Recobrar la palabra, sin embargo, no es fácil cuando se ha roto. Porque, como también suele decirse, “palabra y piedra suelta, no tienen vuelta”. Y las hemerotecas –y ahora todo lo que se ha escrito en las redes sociales– están llenas de palabras escritas que ya no se pueden borrar. La mentira de un político bocazas debería ser razón suficiente para retirarle el voto, y pedir su dimisión.
Si fuera cierto, como argumento, que el descrédito y la desconfianza vienen del mal uso de las palabras, el crédito y la confianza también deberían venir de su buen uso. De tener políticos de palabra. Está claro que saber que el país tiene una muy baja comprensión lectora no ayuda a valorar la buena palabra. Pero, ahora mismo, la buena política –y quien dice política dice democracia– nos la jugamos en la palabra, al tenerla, al mantenerla y al cumplirla.
ARA