Es sabido que uno de los aspectos más relevantes, cuando se estudia o se describe una ciudad, es su relación con la naturaleza que la rodea. Esta relación puede ser en proximidad o lejanía, en una y otra dirección, pero siempre es una de las cuestiones relevantes en el momento de valorar la calidad o el carisma de una ciudad. Uno de los aspectos más dramáticos de la ciudad contemporánea es normalmente y precisamente cómo, estos límites, esa relación, se va degenerando o desapareciendo. Podríamos analizar tantos casos como ciudades. Observemos superficialmente el caso de Donostia. Compartiendo fortuna con las ciudades marítimas, podemos decir que Donostia tiene asegurada esa relación en su fachada norte. Al oeste, básicamente, Igeldo, Mendizorrotz y Arratzain le garantizan también una relación intensa y apasionada. El límite sur es más complejo y está formado por varios frentes; la colina de Puyo, Aiete, la de Ametzagaina, San Markos, Txoritokieta, etc., en los que se libra en conjunto una interesante batalla. El límite este, en la escala de la proximidad, está constituido por Ulía y con más detalle, una parte más próxima de esta proximidad es el jardín-talud de la Avenida de Navarra, Manteo. Este elemento trae hasta la ciudad la naturaleza. En este caso, todo el monte Ulía constituye en la cortísima distancia, la promesa, la presencia, la esperanza, de que allí sigue la naturaleza, el monte Ulía. Esto va a desaparecer. En adelante ya no habrá nada que nos recuerde que atrás, allí mismo, sigue nuestro aliado; la soledad invadirá aquella parte de la ciudad, ya que ese miembro del paisaje se ha vendido a cambio del Basque Culinary Center II.
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