Uno de los conflictos bélicos que conformaron la contemporaneidad y la hegemonía de occidente fue el de las guerras del opio (1839-1842 y 1856-1860). Y sin embargo, este conflicto que enfrentó al Imperio Británico, Francia, Estados Unidos y Rusia contra China de la dinastía Qing, parece haber sido borrado de la memoria colectiva occidental y apenas se menciona en los textos escolares. Probablemente, este episodio genera cierta incomodidad a los partidarios del capitalismo, pues representa un episodio oscuro del pasado. Surge de la necesidad de comerciar con China, que desde su consolidación como Estado ya antes del Imperio Romano, y en la que tradicionalmente ha constituido una superpotencia económica y geopolítica, los occidentales debían pagar con plata las valiosas mercancías elaboradas desde el país asiático. Esta fórmula de intercambio generaba un déficit comercial y financiero importante… hasta que los británicos idearon un plan: canjear las valiosas importaciones de China por opio. Y es así, haciendo que esta droga cultivada en el Imperio Otomano, Persia e India penetrara poderosamente en la hermética China, como se encontró la forma de reequilibrar la balanza comercial.
El comercio de drogas, ilegal, de contrabando, generó graves problemas internos en China. Con el argumento de que la introducción del opio había corrompido la administración y la sociedad, y lo peor de todo, estaba destruyendo generaciones de chinos, bajo los efectos de la adicción, pasividad, improductividad, degradación humana, el emperador Daoguang prohibió su comercio en 1829 y estableció una política dura que implicaba quemar los barcos donde se encontraban estas drogas. Ésta representó la chispa que hizo estallar la primera guerra del opio, en la que la superioridad militar y tecnológica de los occidentales permitieron derrotar al gran imperio, al que se le impusieron draconianas condiciones de paz que, aparte de la cesión de Hong Kong y otros puertos desde donde podía comerciar, obligaba a la Corte de la Ciudad Prohibida a aceptar la importación de opio y autorizar su consumo. Esto se vivió como una gran humillación. La intelectualidad del país asiático trató de explicar la decadencia de su milenaria civilización por la drogadicción organizada desde Europa. Y esto nunca se ha olvidado. De hecho, las guerras del Opio son recordadas todavía por los chinos de hoy como uno de los momentos críticos de su historia y memoria como pueblo. Buena parte del actual nacionalismo chino, verdadero motor de esta era de expansión económica y prodigioso desarrollo tecnológico, tiene como motivación recuperarse de este descalabro, demostrar al mundo que China recupera su condición de superpotencia, como lo ha sido en los últimos dieciocho de los veintiún siglos desde que contamos los años.
Si bien es cierto que la atribución de la decadencia al consumo del opio es exagerada –los trabajos del historiador Frank Diköter relativizan su impacto–, la realidad es que buena parte de la política china actual trata de vengar esta humillación pasada. Pensaba en todo esto cuando leía la creciente preocupación de Estados Unidos por los efectos de TikTok, la popular y adictiva red social de origen chino que tiene enganchada a buena parte de las jóvenes generaciones occidentales, que ha implicado propuestas de prohibición o limitación. Este mismo año, la portavoz de la Casa Blanca planteaba el peligro de recopilación de datos personales sensibles de ciudadanos estadounidenses como posible agujero de ciberseguridad (como lo hace Facebook y Twitter, no es necesario tener gran imaginación para entender que los chinos, también). Algunos expertos en digitalización y educadores no paran de alertar sobre la correlación en caída de niveles educativos (y de habilidades cognitivas básicas entre los más jóvenes) y su dependencia de redes sociales, especialmente desde la popularización de los smartphones. Resulta muy significativo, por otra parte, que el gobierno chino, desde hace dos años, impida un consumo superior a cuarenta minutos diarios a niños y jóvenes, y la imposibilidad de consultarlas entre las 10 de la noche y las 6 de la mañana. Si hiciéramos una asociación con lo que aconteció hace dos siglos, no sería aventurado pensar sobre si la venganza china se está produciendo a partir de haber generado una especie de opio digital que, efectivamente, parece estropear la salud mental y las habilidades cognitivas de toda una generación de niños y adolescentes occidentales.
La realidad es que desde principios del siglo, se constata la caída del ‘Coeficiente de Inteligencia’ en las pruebas estandarizadas en los países desarrollados. Algunos expertos como Christophe Clavé asocian esta situación al empobrecimiento del lenguaje, con menor precisión léxica, pérdida del uso de tiempos verbales y la degradación de la comunicación interpersonal. Los últimos informes sobre una disminución de la capacidad lectoescritora de los más jóvenes, especialmente intensos en Cataluña, son un claro indicativo de que hay cosas que hacemos mal, y que, más allá de lamentarnos o criticar a las autoridades educativas, nadie parece tener una idea razonable de cómo poder revertir esta dinámica negativa. Paradójicamente, China, que tiene un sistema educativo, que por así decirlo de modo suave, no sería demasiado diferente en cuanto a estructura, metodología y ecosistema al que teníamos en el continente europeo hace medio siglo, no deja de subir en las clasificaciones internacionales.
A ver: ¡alerta antidemagógica! Aquí no se defiende en absoluto un sistema educativo como el chino, caracterizado por la repetición, la memorización acrítica, la competitividad extrema, la ausencia de creatividad, el respeto/temor casi religioso hacia los docentes o la adaptabilidad darwinista de los alumnos que funciona en las aulas de Beijing o Shanghái. Sin embargo, ya disponemos de una experiencia y perspectiva suficientemente amplias (los ordenadores y tabletas llevan décadas inundando las escuelas catalanas) para hacer un proceso de reflexión sobre su uso y abuso. Bien, de hecho, estas reflexiones ya hace tiempo que se realizan, y lo cierto es que el panorama resulta inquietante. New York Times publicó un interesante reportaje en 2019, poco antes de la pandemia, en el que valoraba que la digitalización iba dirigida a la masa social más baja, especialmente clases medias y trabajadoras, como parte de un adiestramiento laboral dictaminado por las necesidades derivadas de la Cuarta Revolución Industrial –la que está sustituyendo a buena parte de los trabajos de baja y media cualificación– y la Inteligencia Artificial. Es más, si hay grupos que lo tienen muy claro son los directivos de las ‘Big Tech’, que ya hace tiempo que mandan a sus hijos a escuelas donde no tienen contacto con aparatos electrónicos, al menos hasta los doce años, y (como conocen a fondo los mecanismos psicológicos de los productos digitales en busca de la economía de la atención), limitan estrictamente el uso y acceso de teléfonos inteligentes y tabletas mientras son adolescentes. Así, tratan de preservar estas etapas educativas fundamentales para el desarrollo de la inteligencia. Paralelamente, personajes como Jeff Bezos explican que leen un libro de papel cada semana, evitan el uso de aparatos digitales y ponen por encima de todo relaciones reales, personales, cara a cara, sin pantallas por medio, como mecanismos para ver (y pensar) claro.
Un cuarto de siglo de experiencia resulta tiempo suficiente para valorar con cierta precisión las consecuencias de su uso. Y las conclusiones no son precisamente halagadoras. En Cataluña ha habido una gran afición para sustituir el papel y el lápiz por las pantallas –de hecho, cada alumno mayor de diez años tiene una, en un proceso acelerado con la pandemia y con la financiación (en mi opinión, sospechoso) de los fondos ‘Next Generation’. De hecho, independientemente del poder político, detecto un pensamiento mágico que lleva a confiar en que se puede aprender sin esfuerzo y que las ‘maquinitas’ nos ahorrarán el estudio. A finales de siglo pasado, las aulas de informática nos hacían creer que potenciarían el aprendizaje de nuestros alumnos y que las nuevas tecnologías nos llevarían a una especie de Eldorado virtual. Ciertamente, el acceso a mucha más información, útiles como las pizarras digitales, las posibilidades interactivas de algunas aplicaciones (especialmente en el aprendizaje de idiomas) representan una gran ayuda. Sin embargo, la sustitución del libro de texto por ordenadores nos ha llevado a una navegación constante que a menudo termina en naufragio. La innovación digital ha sido disruptiva en el sentido de que la enseñanza analógica, con sus problemas y límites, implicaban cartas de navegación más claras e itinerarios mejor dibujados (y las familias saben cuán útiles eran unos libros que mostraban qué aprender). El desprecio de la memoria, el orden, el conocimiento y la coherencia nos ha llevado a un sistema que, simbolizado en las horas que un adolescente puede pasar en TikTok o Instagram, implica un caos paralizante, donde a menudo el receptor permanece pasivo y pegado, como los adictos chinos del siglo XIX tumbados en un diván consumiendo su ración de un opio anestesiante. Hay, además, otros factores, como el creciente aislamiento de los individuos, cada vez más privados de interrelaciones reales, con personas de verdad, conflictos de verdad, y retos que implican la activación del software del pensamiento que llevamos de serie los sapiens, al menos desde los últimos treinta mil años. Y, además, el consumo de imágenes y personas que parecen ideales (y manipulados idealmente mediante filtros) hace que la comparación entre la ficción ideal que sale en las pantallas y la prosaica realidad de la existencia, implique una preocupante epidemia de baja autoestima, de acomplejamiento frustrante y paralizante.
No sé si somos conscientes de que la digitalización, entusiásticamente vendida como modernidad, nos está generando más problemas de los que pretendíamos resolver. De hecho, cualquiera que quiera hacer un trámite con la administración o resolver problemas con nuestra entidad financiera debe añorar una época en la que, tras una larga cola, un funcionario malhumorado es preferible a las barreras inalcanzables de los aplicativos informáticos y la frialdad hostil de las inteligencias artificiales. También resulta incomprensible que, si bien la gente, en términos generales, aspira a imitar a las clases altas a la hora de disponer de un vehículo de alta gama o una casa con jardín y piscina como hacen los ricos, no se plantee tener una educación como la de las élites, básicamente fundamentada en conocimientos clásicos, libros, ‘ratios’ (relación alumnos-profesor) bajas y profesores respetados. No entiendo por qué la gente querría un Porche Caimán y no reclama que las escuelas imiten, a modo de ejemplo, Eton, dónde se forma la élite británica en saberes clásicos y conocimientos apasionantes. Probablemente, frente a la epidemia de degradación de las habilidades cognitivas, habrá que realizar planteamientos de menos pantallas y más libros, menos Twitter y más Dostoievski.
El Mon