Cuando en 1976 Martin Scorsese estrenó ‘Taxi driver’, protagonizada por Robert De Niro, Nueva York era una ciudad peligrosa y decadente que parecía despertar de la gran resaca producida por la excitación y la creatividad de la década de 1960. Drogas, suciedad, delincuencia, prostitución… Scorsese retrataba un estado de ánimo real que afectaba, de hecho, a muchas otras ciudades del planeta. En 1977, Woody Allen hace ‘Annie Hall’, que no deja de ser una comedia romántica (eso sí, con toques sarcásticos y aristas morales equívocas). Teóricamente retrata la misma ciudad de ‘Taxi driver’. La misma ciudad, por supuesto, pero no el mismo estado de ánimo. El Nueva York de ‘Annie Hall’ es amable, interesante, y se mueve gracias a una hiperactividad paradójicamente plácida. El mundo de ‘Taxi driver’ es esencialmente nocturno; el de ‘Annie Hall’, diurno. Quizá ésta sea la explicación de tanta disparidad. En cualquier caso, lo que queremos subrayar aquí es que para entender una ciudad –o un pueblecito, o cualquier otra agrupación humana más o menos estable– no basta con esgrimir datos macroeconómicos o demográficos, estadísticos, porcentajes. El estado de ánimo colectivo es intangible, pero tiene unas consecuencias más relevantes que ciertas cosas que pueden cuantificarse.
Quienes tenemos cierta edad hemos sido testigos de estos cambios de estado de ánimo. No son siempre explicables en términos causales claros. De hecho, a menudo son imprevisibles. Cuando llegué a Barcelona para estudiar, en otoño de 1982, la ciudad emanaba un aura deprimente. Aparte de estar escandalosamente sucia –todas las fachadas tenían el mismo tono de gris-dejadez– el tejido industrial que la había hecho tal y como era empezaba a transformarse en un recuerdo borroso. Aquellos autobuses rojos tan oxidados, los adoquines centenarios desgarrados, los colmados agónicos regentados por octogenarios con una bata roida… El Madrid de la misma época, en cambio, era el de la ‘Movida’. Entre la gente que simplifica la realidad y confunde la política con los partidos políticos, de la situación de Barcelona era responsable Pujol, y de la de Madrid, Tierno Galván. He aquí el arte de confundir el efecto con la causa. La Movida fue un estado de ánimo colectivo, y después de exactamente una década, en 1992, el espíritu olímpico de Barcelona también. Los estados de ánimo duran lo que duran, sin embargo. Luego van pasando cosas y más cosas. El personal toma nota, hace lo que considera oportuno, vota a quien vota, compra lo que cree que debe comprar, se va a vivir a este barrio o si puede a ese otro, viste así o asao, y, oiga, va tirando. Todo esto son decisiones individuales y dependen de contingencias, aunque también de cosas más previsibles. Como si de una pintura puntillista se tratara, la suma de estas decisiones particulares dibuja un paisaje que en ningún caso puede reducirse a programas de partidos, normativas municipales u otras variables que excluyen el carácter errático, y a veces azaroso, de los estados de ánimo.
Muchas personas que se casaron entre finales de la década de 1960 y comienzos de la de 1970 decidieron, por ejemplo, irse a vivir voluntariamente a auténticas autopistas urbanas, lugares donde ahora no quiere estar nadie. Aquellas vías rápidas formaban entonces parte de la ilusión del progreso. Entre los ochenta y los noventa la felicidad se encontraba, en cambio, en la pared medianera de las casas adosadas del extrarradio socialmente homologable (el otro, el profundo, siempre ha sido percibido como esa Zona Prohibida que sale en ‘El planeta de los simios’). Hoy quizá irían a uno de esos bloques de pisos hechos de madera, y dentro de veinte años quizá se popularicen las yurtas de Mongolia. Todas estas tendencias están gobernadas por valores tan fluctuantes y efímeros que, en realidad, son simples modas.
En el siglo XIX, los franceses se contaron a sí mismos a través de las novelas. Más que escritores, Flaubert o Balzac eran dinamizadores de una conversación colectiva que a menudo trataba temas incómodos. En el siglo XX, los americanos decidieron ser quienes eran no sólo haciendo ‘westerns’, sino ‘creyéndoselos’ (eso es lo más difícil); y más adelante se atrevieron a hacer cosas como ‘Taxi driver’, que muestra la lepra espiritual de una ciudad. Hoy, una película como ésta resultaría inconcebible: no la querría ningún productor. La corrección política y la amenaza de la cultura de la cancelación han interrumpido cualquier debate adulto y serio sobre casi todo. No sabemos cuál es nuestro estado de ánimo real y, en consecuencia, no sabemos qué ciudad queremos. Como dicen los matrimonios cuando el divorcio es ya inminente, “deberíamos hablar”.
ARA