El sesgo de confirmación

En un artículo anterior mencionaba la extrañeza de muchos extranjeros por el trato punitivo del Estado a la economía catalana. Desde cualquier perspectiva utilitaria que se considere, salta a la vista la irracionalidad de esa política, que es una de las causas, aunque no la única, del apoyo a la independencia. El “proceso” fue provocado por Madrid, seguramente con más intención que inconsciencia. Quizás algún día se llegue a saber quién y cuándo pulsó el acelerador en el Estado. En cualquier caso, fue consecuencia de decisiones contraintuitivas que España puede llegar a pagar muy caras. Pero lo que más sorprende, cinco años y medio después de la declaración abortada, es que la élite política y una mayoría de españoles no sólo no han aprendido hasta qué punto son perjudiciales para el Estado las políticas anticatalán, sino que se raefirman y las agravan, lo que hace inevitable un desenlace que, sea cual sea, no augura nada bueno para España.

En el conflicto territorial, unos y otros pero sobre todo los españoles son víctimas del fenómeno conocido por “sesgo de confirmación”. Este término de la psicología se refiere a la tendencia de la gente a seleccionar la información, aceptando sólo la que refuerza las creencias que ya tiene y rechazando todo lo que las contradice. Este sesgo lo han confirmado numerosos estudios, algunos de ellos realizados en Stanford. En el libro ‘El enigma de la razón’, los investigadores de ciencia cognitiva Hugo Mercier y Dan Sperber teorizan que la razón no es una facultad diseñada para resolver problemas abstractos o procesar lógicamente datos desconocidos, sino una función evolutiva especializada en facilitar la cooperación dentro de la colectividad. Por eso, automatismos mentales que parecen incoherentes de un punto de vista racional pueden ser funcionales cuando son considerados del punto de vista de la asociación comunitaria. La incógnita de por qué los seres humanos a veces contravenimos el principio de realidad aunque pueda resultar letal, Mercier y Sperber la explican por una adaptación evolutiva. Un rasgo que en principio debería haber conducido a la extinción de la especie puede haber tenido el efecto contrario al contribuir a nuestra “hipersociabilidad”.

Los investigadores ponen el ejemplo de qué pasaría a los ratones si compartieran este rasgo humano y se convencieran de que los gatos no existen. La respuesta no es dudosa: los gatos se los zamparían en el menú o en la carta. En octubre de 2017 los catalanes actuaron como los ratones del ejemplo, menospreciando la capacidad represiva del Estado. Desde entonces, en lugar de sacar las consecuencias de la fuerza bruta, y por tanto de la debilidad del Estado, han extremado el sesgo de confirmación, justificando el nombre de “sesgo de hacia mi lado” que es como Mercier y Sperber llaman a esta disfunción cognitiva. La razón de llamarla así es que las personas somos crédulas de forma selectiva. Nuestra facultad crítica es suficientemente aguda para descubrir las debilidades en los razonamientos ajenos, pero muy obtusa cuando se trata de reconocer los defectos en sus propios razonamientos. En la vida pública este desequilibrio se manifiesta en la exigencia de autocrítica en los rivales, al tiempo que se queda impermeable a la crítica ajena por más razonada que sea. En política taparse los oidos es lo equivalente del cierre de filas militar. Durante el proceso, el sesgo independentista ayudó a construir una solidaridad entre generaciones, clases y géneros como no se había visto en décadas. Nunca la gente había estado tan unida en un proyecto común como en la década que siguió la sentencia del estatuto. En medio de aquel estallido de solidaridad se subestimó el peligro de llegar hasta las últimas consecuencias, porque gran parte del independentismo se fiaba de la racionalidad de la reivindicación, sabiendo también la debilidad argumentaria del Estado. La euforia de aquellos años del suflé era indescriptible. Un ayuntamiento del área metropolitana me invitó a dar una conferencia pagada sobre el tema, que ya se debatía entonces, de si la república catalana debería dotarse de ejército. Ni que decir tiene que no entré en el juego de atar el saco antes de que estuviera lleno de trigo. Aunque a algunos les cueste admitirlo o incluso recordarlo, durante la década de 2007 a 2017 personas intelectualmente solventes aseguraban sin ninguna duda que la independencia era “imparable”. Todos éramos víctimas del sesgo de confirmación, porque la convicción de cada uno afianzaba la de los demás.

En la euforia había al menos tanta emotividad como racionalidad, seguramente más de aquella que de ésta. Pero lo que ha sobrevenido después tampoco es el triunfo del principio de realidad. La emotividad todavía predomina pero intensificándose en círculos concéntricos contractivos, cada vez más estrechos. Mercier y otros expertos en ciencia cognitiva demostraron esta dinámica con otro experimento. Los participantes debían responder a una serie de preguntas de razonamiento sencillo. A continuación les invitaron a rectificar las conclusiones si detectaban algún error. La mayoría se reafirmaron en la respuesta dada; sólo una pequeña minoría la cambiaron. En el siguiente paso les presentaron una de esas preguntas junto con su respuesta y la de otro participante que había razonado de forma diferente. Entonces les volvieron a ofrecer cambiar la respuesta, pero esta vez había una trampa. La respuesta supuestamente ajena era la del propio respondiente y viceversa. Sólo la mitad de los participantes se dieron cuenta del truco. De la otra mitad casi el 60% se retractaron. Al no reconocer el propio razonamiento y creerlo de otro sujeto se habían convertido en más críticos. Este modelo de conducta explica que determinados partidos y determinados políticos, ante la oportunidad de reconsiderar sus razonamientos anteriores al 155, se hayan convertido en críticos pero al precio de atribuirlos al partido rival. Así es como lo mismo que antes de noviembre de 2017 les parecía indiscutible se ha convertido en irracional, arrebatado o “hiperventilado” desde esa fecha. La disonancia cognitiva, en este caso, sirve para adaptarse al clima creado por el 155 y presenta, de acuerdo con la explicación de Mercier y Sperber, un fuerte “sesgo hacia mi lado”, es decir, un papel aglutinador del clan a expensas de la ecuanimidad en la evaluación de la materia informativa. En el marco represivo, la prioridad ya no es evaluar objetivamente la situación global sino la supervivencia del grupo reducido a la afinidad ideológica vehiculada por el partido.

El sesgo partidista se adecua perfectamente con la función evolutiva de la razón tal y como la explican Mercier y Sperber. Estos científicos consideran que los humanos desarrollamos esta facultad como un instrumento de relación para evitar que los demás miembros del clan se nos pitorrearan. Había que evitar arriesgar la vida en la cacería mientras los demás cambiaban de tema haraganeando al abrigo de la cueva. La prioridad no era tanto razonar claramente como imponerse y asegurar la posición dentro de la tribu. El mismo sesgo deforma las actuaciones y sobre todo las declaraciones de los políticos, revelando así el carácter tribal, anacrónico de su idea del Estado.

El proceso es irrepetible en su forma histórica. Insistir en repetir el referéndum como si nada hubiera ocurrido es ser víctima de un sesgo muy peligroso a favor de una opinión monolítica y en contra de los hechos que la contradicen. Pero aún más desconcertante es el sesgo español, mucho más ciego ante una realidad que no quieren admitir y menos aún respetar. La irracionalidad española, visualizada en la sustitución de los argumentos por las porras, no tiene otra finalidad que consolidar la distribución del poder dentro del Estado. Con este encargo, los periódicos y las televisiones manosean la información, filtrando toda noticia que contradiga la opinión asentada y dando carta de realidad a cualquier rumor que la confirme. Indiscutiblemente, confirmar el sesgo nacionalista mediante la propaganda ha servido al Estado para sobrevivir a cambios negativos de gran magnitud pese a pérdidas territoriales, culturales y económicas fantásticas. Ahora mismo la aparente dilución del proceso con la postración de la política catalana puede interpretarse como una confirmación de las tesis represivas del Estado y, desde una perspectiva electoralista, de la habilidad política de Pedro Sánchez. En todo esto hay una parte de verdad, pero no es menos cierto que descontar la realidad dejando fuera del cómputo un montón de datos porque no encajan con la opinión de uno mismo es una receta para el desastre.

Antes he dicho que el desenlace del conflicto, de mantenerse en la vía represiva, será negativo para España. Y esto es seguro tanto si Cataluña se independiza como si se españoliza definitivamente. En el primer caso, España reanudará la trayectoria disolutiva iniciada en el siglo XIX e interrumpida durante el siglo XX al precio de infligirse dos dictaduras militares. En el segundo caso, retendrá el territorio pero habiendo estrangulado el dinamismo de una cultura que con su polaridad respecto a la cultura estatal ha generado el único campo de fuerzas sociales, culturales, científicas y económicas que han distinguido a España durante la época moderna. Esta disyuntiva, evidente a cualquier observador medianamente informado, no penetra el caparazón analítico de muchos españoles, porque la necesidad que sienten de imponerse hace que prioricen la pasión, y la pasión no favorece la comprensión de las cosas. La prognosis no es buena, porque en este tema, a falta de información acreditada, la gente se orienta por lo que piensan los demás, que en general tampoco disponen de conocimientos fundamentados. La suma de desconocimientos acaba consolidando una opinión falsa pero satisfecha, y cuanto más satisfecha más reacia a admitir algo que pueda invalidarla.

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