La sociedad de la incertidumbre

Asistimos a un auge de la incertidumbre. Robert Castel fue uno de los primeros en tomar la medida de ese rasgo característico de las sociedades contemporáneas. Tras analizar las metamorfosis de la cuestión social, sinónimas de debilitamiento de la sociedad salarial, observa que la incertidumbre no cesa de crecer para los individuos que gozan cada vez menos de las protecciones sociales que habían ofrecido hasta entonces cierta estabilidad y, por lo tanto, previsibilidad a los trabajadores de la sociedad industrial. Resultan de todo ello unos procesos de “descolectivización” y de “reindividualización” que fragilizan a los individuos.

No en vano, ese auge de la incertidumbre no se limita al mundo del trabajo, sino que se extiende a todas las esferas de actividad, de la vida política a la estructura económica pasando por el ámbito cultural; sin olvidar el cambio climático y las tensiones geopolíticas. Más aún, esta incertidumbre crece en intensidad, como lo atestigua la sucesión de acontecimientos imprevistos que se han producido a lo largo de los últimos años sin haber sido anticipados por la mayoría de los responsables políticos y observadores, a la imagen de la crisis financiera de 2008, la crisis migratoria de 2015, el brexit, la elección de Donald Trump, la pandemia del covid-19 o la invasión de Ucrania.

Más allá de estos acontecimientos que han tenido consecuencias considerables sobre nuestras sociedades, es preciso constatar que esta diversificación e intensificación de la incertidumbre se traduce por el hecho de que esta última se convierte en un elemento perenne de las sociedades contemporáneas. En ese sentido, lejos de constituir un fenómeno provisional, resultante de una coyuntura marcada por una recesión económica, una crisis sanitaria o un enfrentamiento bélico, es estructural y duradero, puesto que traduce una transformación en profundidad de las sociedades actuales.

Esta situación resulta, en gran parte, del debilitamiento de los grandes relatos, de la aceleración de los cambios a la obra, de la fragmentación del cuerpo social y de la individualización creciente. En efecto, es indisociable de la erosión de los grandes relatos y de las entidades que los promueven, como pueden ser el declive de la religión católica, el debilitamiento de la ideología comunista, el agotamiento del ideal democrático o el impasse del liberalismo económico. Ese declive se ha acompañado de una aceleración de los cambios en todos los ámbitos, del calentamiento climático a las crisis económicas pasando por las recomposiciones políticas y las crisis sanitarias. A su vez, está vinculada a la fragmentación creciente de la sociedad sinónimo de fragilización de la sociedad salarial y del capital social, de erosión de las estructuras familiares y conyugales tradicionales, y de fragmentación del sistema educativo. Por último, es inseparable de la individualización creciente de las ideas y de las opiniones, de los gustos y de las prácticas, de los estatus y de las trayectorias, de los modos de vida y de consumo.

Estas mutaciones explican que hayamos entrado en unas sociedades de la incertidumbre donde esta no cesa de extenderse, hasta el punto de traducirse por un incremento del riesgo y una exacerbación de su percepción social, lo que provoca, a su vez, una inseguridad y una sensación de inseguridad crecientes, ante todo en el ámbito social. Esto genera, simultáneamente, un incremento de la ansiedad de los jóvenes ante el calentamiento climático, de los adultos frente al temor de perder su empleo y de las personas mayores ante el miedo de contagiarse; y, por otra parte, por un auge del cabreo social, perceptible en un movimiento como el de los Chalecos Amarillos en Francia que ha hecho irrupción en octubre de 2018, dando lugar a importantes movilizaciones y a actos violentos. En ambos casos, se produce una incapacidad, que va en aumento, a la hora de prever acontecimientos futuros y una real dificultad para proyectarse en el porvenir. Esto es reforzado por la obsolescencia de ciertos marcos de pensamiento, la escasa pertinencia de ciertos indicadores, la complejización de los retos, la globalización de los problemas y la multiplicación de los actores implicados.

No en vano, si la intensificación y la diversificación de la incertidumbre y el incremento de sus efectos conciernen al conjunto de las sociedades contemporáneas en mayor o menor medida, todos los individuos no están expuestos de la misma forma y en las mismas proporciones. Esto transluce en los diferentes niveles de vulnerabilidad ante los desequilibrios medioambientales, y, en particular, ante el auge del nivel de mar y el riesgo de sumersión, las fuertes precipitaciones y el riesgo de inundaciones, las sequías y el peligro de incendios. Sucede algo parecido ante las situaciones geopolíticas que difieren notablemente en función de las zonas geográficas, lo que genera desigualdades ante las guerras y los conflictos armados, los regímenes autoritarios e iliberales, las hambrunas, el acceso al agua y a la energía. Y qué decir de las desigualdades asociadas al nivel académico, al estatus social, al género o a la edad, así como a los lugares de nacimiento y de residencia. Estas son indisociables de las disparidades económicas en términos de patrimonio y de renta. Por último, según la cultura de pertenencia y la lengua practicada, todas las personas no se enfrentan a la misma incertidumbre y al peligro vinculado.

Pero, más allá de estas desigualdades, la incertidumbre creciente a la que se enfrentan las sociedades actuales surte efectos fortaleciendo ciertos fenómenos. Así, la dificultad para prever el futuro refuerza el presentismo que se manifiesta por la preponderancia del presente y la prevalencia del corto plazo que se conjuga con una cierta tiranía del instante y la absorción del pasado por el presente. Asimismo, la búsqueda de explicaciones simples y rápidas para dar cuenta de fenómenos complejos alimenta el conspirativismo que consiste en elaborar teorías paranoides basadas en falsas informaciones y “verdades alternativas” y difundidas por corrientes de pensamiento oscurantistas a través de las redes sociales para dirigirse a un amplio público y, especialmente, a los jóvenes. En cuanto a la necesidad de creer, da lugar al fundamentalismo, tanto político como religioso. En este último caso, alude a la necesidad de adherirse a verdades inamovibles y absolutas, lo que se traduce por el hecho de realizar una lectura estricta y literal de los textos religiosos y de asociar unas creencias religiosas a la acción política e incluso a la violencia. Asimismo, la búsqueda de chivos expiatorios conduce al auge del populismo que consiste en oponer un pueblo supuestamente virtuoso a una élite presuntamente corrupta, lo que da lugar a una crítica de los partidos tradicionales y a un cuestionamiento de la democracia representativa.

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