La Comisión Europea tiene la intención de contrarrestar el proyecto multimillonario chino conocido como la “Nueva Ruta de la Seda”. “Global Gateway” es una iniciativa que pretende construir puertos, carreteras y plantas de generación de energía en África y Asia con el objetivo de reforzar la influencia europea en las regiones. Pero ponerla en práctica es más pesada de lo que parece.
Las preocupaciones energéticas de la Unión Europea se desvanecerán en breve, disipadas en medio de la estepa del suroeste de Kazajistán, no lejos del mar Caspio. Se ha proyectado construir una planta de energía eólica y solar con una capacidad de 40 gigavatios, además de electrolizadores para fabricar dos millones de toneladas de hidrógeno verde anualmente: suficiente para cubrir una quinta parte de las importaciones que, según los cálculos, necesitará la Unión Europea en 2030.
‘Hyrasia One’ es el nombre que se ha dado a un proyecto de miles de millones de euros que pretende ser todo un hito en el camino hacia una economía más verde. Y un hito, también, en el camino para alejarse de Vladimir Putin: desde que el ejército ruso invadió Ucrania, Kazajistán ha intentado dar la espalda a Moscú y busca cada vez más alianzas con socios occidentales.
La líder de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, tiene la vista fijada en este proyecto, ya que ‘Hyrasia One’ debe ser el caballo de tiro de una ofensiva de 300 mil millones de euros que von der Leyen ha convertido en la prioridad de su mandato: “Global Gateway”. Esta iniciativa se ha concebido como respuesta a la “Nueva Ruta de la Seda” impulsada por el gobierno chino y tiene por objetivo construir infraestructuras en todo el mundo. Carreteras, puertos, redes eléctricas, cables de red y plantas solares destinadas a impulsar la economía de países emergentes o en desarrollo y, a su vez, a reforzar la influencia geopolítica de Europa.
Internamente, el equipo de ‘Global Gateway’ ha elaborado una lista con 70 proyectos clave que pueden ponerse en marcha durante este año. Durante los próximos días, Bruselas elegirá a 30 prioritarios. A nivel geográfico, el punto de mira se centra principalmente en el África subsahariana, donde se ubican más de la mitad de los proyectos. También hay 14 situados en América Central y del Sur, 13 en Asia y en Oceanía, y 7 en los Balcanes y en el norte de África.
La UE tiene planificados nuevos acuerdos para la obtención de materias primas con Namibia y Chile, y nuevas redes eléctricas en el oeste de los Balcanes y hacia Túnez. Y también tiene la intención de hacer la competencia en Rusia y en China llamando a la puerta de los vecinos de los dos gigantes, con grandes macroproyectos en Asia central, Indonesia y Vietnam.
‘Global Gateway’ es un punto de inflexión en la política exterior europea. Durante mucho tiempo, la UE ha actuado como representante del bien, de la verdad y de la belleza, impulsando proyectos de ayuda al desarrollo en el sentido más clásico. Lo esencial —al menos sobre el papel— era el bienestar de los estados receptores. Está claro que todo estaba maquillado, ya que Europa bien se beneficiaba de ello. Ahora, sin embargo, la UE ha decidido quitarse la máscara: ‘Global Gateway’ sirve, también, los intereses propios.
Invertir en infraestructuras es “la piedra angular de la geopolítica actual”, explicó Ursula von der Leyen en la primera reunión de la comisión del proyecto a finales de 2021. El documento de la UE también afirma que ‘Global Gateway’ reforzará las cadenas de suministro a nivel global. Es, en definitiva, una contraoferta a la ‘Nueva Ruta de la Seda de Pekín’, que no sólo utiliza la iniciativa para ampliar su esfera de poder económico, sino también sociopolítico, puesto que impone sus valores y estándares político-económicos.
“‘Global Gateway’ puede demostrar que los valores democráticos proporcionan seguridad y transparencia para los inversores, sostenibilidad para los socios y beneficios a largo plazo para las personas en todo el mundo”, afirma la Comisión Europea. También dice que los gobiernos de los países emergentes y en desarrollo son socios en pie de igualdad que podrán crear nuevos empleos gracias a los proyectos de la UE. Con promesas como estas, Bruselas intenta ganarse la afinidad de estados en todo el planeta.
El cambio estratégico del continente llega en un momento en que el clima político mundial cada vez se enfría más. La pandemia y la invasión rusa de Ucrania han disparado los precios de la energía a niveles ridículamente elevados y han puesto de manifiesto hasta qué punto las interdependencias globales debilitan a empresas y estados.
Al mismo tiempo, China se alza como una nueva superpotencia que hace caer estados en la trampa de la deuda, que empuja para obtener acceso a recursos naturales en todas partes y que cada vez domina más mercados.
Ante esta nueva realidad geopolítica, muchos países optan por lo que llaman “autonomía estratégica” y, al mismo tiempo, intentan ganarse la simpatía de otros estados mediante inversiones en infraestructuras. Estados Unidos, Japón y Australia quieren estampar su sello en varios países emergentes y en desarrollo a través de la red “Blue Dot Network”. Otra gran potencia, India, impulsa iniciativas en Asia meridional y en el sudeste asiático. En esta partida de póquer global, hasta ahora la UE ha quedado más bien retrasada.
En 2010, las inversiones en proyectos de construcción y de infraestructuras en África impulsadas por Bruselas y Pekín provenían en un 40% de cada capital. En 2018, la proporción de inversiones chinas había aumentado hasta casi el 60% y la de inversiones europeas había caído al 20% como consecuencia de una política exterior poco previsora.
Durante décadas, Europa era quien se había encargado de impulsar grandes proyectos de infraestructuras en países emergentes y en desarrollo. La orilla del río Tigris de Bagdad, las autopistas urbanas de Riad y de Jidda en Arabia Saudí o el plan urbanístico de la metrópolis nigeriana de Lagos son monumentos de aquellos tiempos.
Europa se presentaba como un gran constructor global y lo hacía por razones prácticas. A principios de la década de 1970, las ciudades del Viejo Continente que habían quedado derruidas durante la Segunda Guerra Mundial ya estaban prácticamente reconstruidas y nada indicaba que el bloque oriental de la Europa del Este se fuera a descomponer. Así pues, grandes empresas de la construcción como Balfour Beatty o Hochtief vieron que África y Asia eran nuevos mercados por explorar. Muchos estados estaban dispuestos a pagar por la calidad europea, y lo hacían con los millones que ganaban del petróleo o con dinero que les mandaban los bancos occidentales de desarrollo.
La cara oscura y fea de ese frenesí constructor europeo no tardó en hacerse visible. Los países destinatarios quedaron aplastados bajo multitud de escándalos de corrupción y de “elefantes blancos”: enormes proyectos que arrastraban unos ingentes sobrecostes y que, al final, resultaban ser inútiles. A raíz de esto, la UE empezó a vincular cada vez más su política de desarrollo a condiciones más estrictas.
En el sur global, la población crecía cada vez más rápidamente y, con ella, la necesidad de construir más infraestructuras. En este contexto, China se presentó como un socio dispuesto a ayudar sin tantas reservas. Y tal y como habían hecho antes las europeas, las empresas constructoras chinas —la mayoría de propiedad estatal— buscaban nuevos mercados. Pekín, por su lado, quería ampliar su área de influencia. Entonces, en 2013 el jefe de estado Xi Jinping presentó el proyecto de la ‘Nueva Ruta de la Seda’.
Los líderes chinos nunca han distinguido entre política de desarrollo y geopolítica. Raramente se implica a la población de los países emergentes y en desarrollo en los proyectos de la Ruta de la Seda. “A menudo, a la obra sólo pueden acceder chinos”, explica un experto en desarrollo de Bruselas. “Se planifica al estilo chino, se trabaja con métodos chinos y se habla chino”. Las condiciones de trabajo son a menudo cuestionables y la protección climática tiene un papel secundario. Estados como Sri Lanka, Yibuti o Kirguizistán son cada vez más dependientes de Pekín. Además, China proporciona tecnologías de espionaje a los dictadores y autócratas.
Durante mucho tiempo, la Unión Europea no ha terminado de saber cómo reaccionar. Tres años atrás, un grupo de expertos liderado por un alto funcionario europeo, Thomas Wieser, analizó la política de ayudas de la Unión. La conclusión a la que llegaron fue demoledora: la “gran cantidad de actores implicados a escala nacional y europea” configura “una arquitectura altamente compleja” llena de “duplicidades, lagunas e ineficiente”, tal y como hicieron constar en el informe final. Faltaba tener una “estrategia unitaria”. Hacía falta más “consolidación y concentración” para poder “reforzar la presencia de la Unión Europea y sus prioridades en materia de desarrollo”. Los más altos dirigentes de la UE tenían el mismo parecer. Francia y Alemania -dos países que no siempre se han puesto de acuerdo- acogieron los consejos de Wieser, al igual que los cargos encargados de la política exterior y de desarrollo del Parlamento Europeo. A pesar de que de entrada se mostró dudosa, la líder de la Comisión, Ursula von der Leyen, acabó creyendo en ella también.
Sea como fuere, hasta el día de hoy nada ha cambiado mucho. “Las excavadoras deben salir ya”, exige Nils Schmid, portavoz del grupo parlamentario del SPD en política exterior en el Bundestag. “La Comisión debe poner manos a la obra”, afirma el eurodiputado de los verdes Reinhard Bütikofer.
Sin embargo, este ímpetu tan energético inicial corre el riesgo de deshincharse. Los países miembros tienen opiniones divergentes sobre la región del mundo en la que debería centrarse la iniciativa. Italia y Francia quieren que se invierta en África. España y Portugal insisten en que debe ser América Latina. Las capitales de los países del este, por su lado, quieren enviar más dinero hacia los Balcanes.
La estructura financiera tampoco acaba de estar lista. El comité liderado por Wieser había criticado que los fondos de infraestructuras europeos se adjudicaran a través de dos instituciones: el Banco Europeo de Inversiones (BEI), con sede en Luxemburgo, y el Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo (BERD), situado en Londres. La Comisión, en vez de unificar los procesos de concesión de crédito en una sola institución, sólo prometió que cooperarían mejor entre sí.
La lista de proyectos prioritarios que ha establecido la Unión Europea tampoco parece ser coherente. Frank Kehlenbach, experto en asuntos europeos de la Federación Alemana de Empresas de la Construcción, lamenta que en esta lista los grandes proyectos en infraestructuras de transporte y gestión del agua están “infrarrepresentados”. Se decide sin tener en cuenta criterios importantes: tan pronto puede verse una instalación solar para decenas de miles de personas como un proyecto de una planta de desalinización para toda Jordania.
Tampoco parece que la protección del clima tenga prioridad alguna: más del 40% de los proyectos no están vinculados, al menos de forma explícita. Además, también se prevé realizar proyectos en países autocráticos, como Camerún, Ruanda o Congo. “Básicamente, lo que harán es reforzar la posición del autócrata de turno”, explica Mark Furness, del Instituto Alemán de Política de Desarrollo. Independientemente de los estándares que se impongan en el proyecto y más allá de los beneficios que comporte.
El sector privado, que se supone que debe aportar una parte sustancial de los 300 mil millones de euros, siente que no se le implica suficiente. Hasta ahora, las empresas ni siquiera tenían a disposición una persona de contacto en Bruselas con la que hablar si querían participar de algún proyecto. “Las empresas están bastante interesadas”, afirma Patricia Schetelig, subdirectora del departamento de mercados internacionales en la Federación de Empresas de Alemania. “Pero muchas no saben muy bien qué deben hacer”.
Lo mismo ocurre dentro de la administración europea, donde ha resurgido el debate en torno a una cuestión fundamental sobre si la geopolítica europea puede convertirse en tan interesada. A todo esto hay que añadir una aversión generalizada a los procesos de cambio. Muchos funcionarios se limitan a poner la etiqueta “Global Gateway” en proyectos antiguos, pero nada cambia, según se dice por Bruselas.
Si bien los proyectos de infraestructuras promovidos por la Unión Europea deben cumplir unos elevados estándares climáticos y laborales, los créditos no pueden ahogar a los países receptores. El problema es que incluso los países que pueden beneficiarse de las ayudas no acaban de verlo claro. “Últimamente hemos visto que la UE y otros socios en proyectos de desarrollo hacen grandes declaraciones llenas de buenas intenciones, pero en la práctica se acaba haciendo poco”, afirma el economista keniano Jason Braganza, director del Fórum y Red Africanos sobre la Deuda y el Desarrollo.
Muchas empresas, materiales y expertos implicados en grandes proyectos de infraestructuras proceden de la Unión Europea. Años atrás, habían impuesto importantes beneficios fiscales o incluso directamente exenciones fiscales a los países receptores que, como consecuencia, tuvieron menos ingresos. “Teniendo en cuenta los déficits presupuestarios y el endeudamiento de muchos países africanos, cabe preguntarse si este modelo de financiación es el más apropiado”, continúa Braganza.
Para el economista, ‘Global Gateway’ es otro intento por obtener acceso a los recursos del continente. Si la Unión Europea realmente quisiera impulsar valores, no debería hacer negocios en entornos en los que reina la corrupción y la cleptocracia.
Por su parte, China no parece sentirse amenazada por las renovadas ambiciones estratégicas de Europa, sino todo lo contrario: el país se muestra oficialmente cooperativo. A finales del 2021, cuando se presentó ‘Global Gateway’, Pekín de entrada criticó la iniciativa. Según el panfleto del partido, el diario ‘Global Times’, quien hiciese negocios con la UE se arriesgaba a ser víctima de la dependencia política e ideológica. Era exactamente la misma narrativa que Europa había promovido sobre la ‘Nueva Ruta de la Seda’, pero al revés.
Desde la crisis de Taiwán en agosto, China intenta hacer la corte a Europa con el objetivo, entre otros, de resquebrajar las relaciones entre la UE y Estados Unidos. De hecho, últimamente Pekín habla de la iniciativa ‘Global Gateway’ en términos radicalmente distintos.
Tras la visita del presidente del Consejo Europeo, Charles Michel, a Pekín a principios de diciembre de 2022, la agencia de noticias estatal Xinhua mencionó la ‘Nueva Ruta de la Seda’ y el proyecto ‘Global Gateway’ en un mismo texto en el que fabulaba sobre la posibilidad de obtener “resultados fructíferos a través del diálogo y la cooperación en diversos ámbitos”. De estas palabras puede desprenderse que se ha planteado una posible cooperación de ambas iniciativas con China como motor.
En Bruselas les parece raro. El entorno de Ursula von der Leyen afirma que nunca han oído hablar de una cooperación de este tipo.
En cualquier caso, la líder de la Comisión quiere espolear el proceso. Ha asumido personalmente la dirección del consejo de supervisión de ‘Global Gateway’ y busca un líder político que asuma el papel de delegado especial y que ponga los puntos sobre las ies.
Se había planteado que esta figura podría recaer en el antiguo jefe del BCE, Mario Draghi, pero el exprimer ministro de Italia rechazó la propuesta. A nivel del G7, quien coordina los proyectos de desarrollo es el jefe del gabinete de von der Leyen, Björn Seibert.
El objetivo es que no se repita lo que le ocurrió al eurodiputado alemán Bernd Lange, líder de la Comisión de Comercio del Parlamento, cuando visitó Nairobi no mucho tiempo atrás. Fue para hablar de proyectos de la UE, pero en el gobierno de Kenia no se hablaba de otra cosa que de las nuevas autopistas que un conglomerado de empresas chinas había construido en la capital en pocos años. Según Lange, en Europa sólo el proceso para aprobar el proyecto “habría durado diez años”.
Traducción al catalán de Laura Obradors. Traducción al español de Nabarralde.
EL TEMPS
Publicado el 13 de febrero de 2023
Núm. 2018