Todo el mundo que tiene una identidad catalana, sea por elección o por nacimiento, custodia un registro de episodios vitales en los que ha sufrido desprecios, discriminación, insultos, amenazas e incluso violencia. A diferencia de muchas naciones que pueden circular con tranquilidad, a nosotros siempre nos persigue el espectro de la asimilación, y arrastramos el memorial de muertes, encarcelados y torturados. El monstruo lo vemos en el discurso de los medios y los políticos castellanos, cuando se nos fuerza a ser bilingües en el médico o en el juzgado, en cada epíteto despectivo, o por el hecho de que durante siglos, y hasta no hace ni cincuenta años, los catalanes no podíamos poner a los hijos un nombre en nuestra lengua.
Esperen, que esto es tan gordo que vale la pena destacarlo en un párrafo aparte y con letra cursiva.
‘Durante siglos, y hasta no hace ni cincuenta años, los catalanes no podíamos poner a los hijos un nombre en nuestra lengua’.
Si nos aplicamos todas las teorías postcoloniales, interseccionales, etcétera, que ha desarrollado la izquierda desde los años sesenta, la condición de víctima no nos la quita nadie, porque el intento de exterminio cultural es evidente, uno más de tantos como ha habido en el mundo. Cierto, a los catalanes nos cuesta definirnos como minoría nacional perseguida, aunque lo seamos. En parte por orgullo, en parte porque la asimilación no ha prosperado tanto como con otros pueblos (dato irrelevante, lo que cuenta es la intención); pero esta elección nos ha dejado sin herramientas muy útiles. Mientras que otras naciones proyectan el agravio al exterior, derriban estatuas, hacen que vuelvan piezas de museo y consiguen que el papa pida perdón de rodillas, nosotros todavía sufrimos un expolio artístico que envía archivos y colecciones a Madrid, y ni siquiera hemos sido capaces de imponer que no se llaman ‘Pablo’ Casals ni ‘Federico’ Mompou, que los nombres franquistas de la Wikipedia española son pura dominación colonial, o que ‘catalufo’ es equivalente a otras palabras que comienzan por ‘n’ o por ‘m’.
Ante esta persecución pensaríamos que toda la izquierda catalana, ávida lectora de Foucault y Said, está en nuestro bando. Por desgracia, cada día vemos cómo el alma imperialista domina a políticos, militantes y artistas, por más comprometidos que sean. Pueden definirse como marxistas, feministas o antirracistas, pero practican mecanismos que encontrarán en cualquier libro sobre opresiones: vincular identidad y clase social (argumento que los judíos conocen muy bien), exigirte ser perfecto e inmaculado si quieres reclamar derechos básicos, o montar festivales de orgullo de la cultura opresora.
Ahora que la izquierda ha abandonado casi por completo la lucha de clases para abrazar la cuestión de las identidades y las etiquetas, la gran excepción somos nosotros –entonces de repente sí toca hablar de ricos y pobres, aunque con una descripción muy sesgada de quien tiene realmente el poder. Y qué quieren que les diga, esto me insulta a la familia. Mis dos abuelos eran ‘mossos’ (de granja, no de escuadra, una categoría laboral más baja que el obrero de la fábrica), pobres como una rata y reprimidos por el franquismo, pero a veces tengo que oírme decir que eran unos privilegiados que oprimían a los recién llegados. La vieja estrategia de hacer creer que la víctima es culpable.
Hay todo un sector de nuestra izquierda que se cree muy cosmopolita, pero que sólo sabe reflejarse en referentes castellanos más imperialistas que Millán-Astray. Sin embargo, soy suficientemente benévolo, o idiota, para darles una oportunidad. A los convencidos, se entiende, los cínicos que han elegido esta vía para conseguir cargos y subvenciones van aparte. Tengo la esperanza de que un día caerán del caballo y verán que, en la cuestión de la identidad catalana, se comportan como los opresores que tanto odian. Al fin y al cabo, si estás en el bando de la monarquía borbónica, la Guardia Civil y el Tribunal Supremo, algo estás haciendo muy mal.
VILAWEB