La disidencia como enfermedad

El último caso del que he tenido noticia de los muchos que se conocen en ese camino alocado en contra de la libertad de expresión es el del psicólogo canadiense Jordan Peterson. A raíz de unos tuits, y después por la participación en un podcast en el que expresaba ideas que algunos considerarían políticamente incorrectas, ahora el Colegio de Psicólogos de Ontario obliga a Peterson a firmar un texto de aceptación de culpa y de arrepentimiento público y a seguir un programa de terapia si no desea que le sea retirada la licencia para ejercer la profesión.

Que unas opiniones políticas puedan considerarse una mala práctica profesional es grave. Parece que en un tuit Peterson trató a un colaborador del presidente Justin Trudeau de “imbécil” (‘prick’). En otros hizo unos comentarios sarcásticos sobre si determinadas políticas energéticas acababan perjudicando a niños de países en desarrollo y, aún, hizo algún comentario humorístico que se podría considerar machista, además de negarse a usar lo que, tan abusivamente, llamamos “lenguaje inclusivo”. La denuncia de no más de una docena de personas que se sintieron ofendidas ha llevado a su Colegio a considerar que los comentarios de Peterson “socavan la confianza” en los psicólogos y ponen en duda su capacidad profesional.

Pero, como ha escrito Neeraja Deshpande en ‘The Free Press’, lo peor de todo es que el Colegio de Psicólogos de Ontario haya patologizado la discrepancia política. Es decir, que lo haya considerado una enfermedad que necesita reeducación –dicen “seguir un programa de ‘coaching’”– y que pondrían en manos de un terapeuta elegido por la propia Junta del Colegio. Ni que decir tiene que Jordan Peterson ya ha advertido de que no se plegará ante estas exigencias. No es de extrañar si se tiene en cuenta que él mismo había escrito un prólogo a una reedición de ‘Archipiélago Gulag’, del disidente soviético Aleksandr Soljenitsin, recordando el recurso a la enfermedad mental para combatir la disidencia, propio de los regímenes autoritarios.

Quizás en nuestro país todavía no hemos llegado tan lejos, pero estamos muy cerca. Un caso muy próximo es el del cese del profesor Ferran Suay el pasado mes de junio como director de Política Lingüística de la Universidad de Valencia. Algunas de sus opiniones críticas sobre cómo se encara la lucha contra la violencia machista, o afirmaciones científicas como profesor del Departamento de Psicobiología, habían inquietado a estas almas inquisitoriales que pretenden censurar todo lo que no encaja con su visión del mundo. Y tenemos el caso del intento de boicot a la profesora Juana Gallego, de la Universidad Autónoma de Barcelona, ​​el pasado marzo, por sus opiniones también sobre cuestiones de género. Pero se pueden encontrar estos mismos tics autoritarios en consejerías de la Generalitat de Cataluña como la de Igualdad y Feminismos, con incomprensibles vulneraciones de la presunción de inocencia o con mensajes de propaganda moralizadora dirigida a condicionar la libre conciencia de los ciudadanos.

Si se ha podido llegar a este clima actual de caza de brujas sin resistencia –ahora con argumentos pretendidamente progresistas– es porque durante años se ha allanado el camino abonando un relativismo que confundía lo exigible respecto a las personas con el supuesto de que todas las ideas que tenían debían ser igualmente valiosas, con un grave desprecio a la necesidad de buscar y conocer la verdad. Y del relativismo radical y acrítico ha sido muy fácil saltar, paradójicamente, al dogmatismo autoritario.

De momento, la mayoría de las coacciones se producen en un plano más discreto que los de Estados Unidos o Canadá, y derivan en formas generalizadas de autocensura que sólo se reconocen en privado. Pero muestran bien a las claras la progresión de un autoritarismo ideológico frente al que deberíamos ser capaces de reaccionar.

ARA