La crisis abierta en España nos obliga a pensar como nación: sin ninguna obligación para con ellos y sólo por lo que nos interesa a nosotros y nuestro futuro
En casa tengo pocos libros viejos, pero guardo los tres volúmenes, en la versión original, de la Historia de los movimientos nacionalistas de Antoni Rovira i Virgili. El brillante periodista, que acabó siendo diputado de ERC y presidente del parlamento en el exilio, la escribió entre 1912 y 1914.
Son esos tres libros que me intrigan desde hace muchos años. Porque Rovira habla de veintidós movimientos nacionalistas que a principios del siglo XX luchaban por la independencia. Finlandia, Polonia, Ucrania, Slesvig, Alsacia, Flandes y Lituania, por ejemplo, son los reportajes que ocupan el volumen primero. Y porque releerlos tiene siempre un regusto agridulce, puesto que restos obligado a comprobar que en estos más de cien años que han pasado la gran mayoría de las situaciones que Rovira retrataba se han resuelto, gracias a la proclamación de estados independientes. Y no es que seamos los únicos nosotros, pero los catalanes –y es interesante comprobar que los vascos también– somos de los pocos que estábamos en las listas de aspirantes sin fortuna en 1912 y seguimos siendo todavía en 2022.
¿Por qué?
He pensado mucho sobre esta pregunta: ¿por qué? ¿Por qué nosotros no hemos sido capaces de hacer lo que han hecho casi todos los pueblos europeos? Y, aún, que es la misma pregunta pero desde otro punto de vista: cómo es que España es prácticamente el único estado que ha logrado evitar las independencias en territorio europeo –en territorio africano ya es toda otra historia?
La conclusión a la que he llegado es que esto ha pasado, simplemente, porque el independentismo catalán ha sido un movimiento intelectual prácticamente inexistente hasta ahora, sin capacidad real de combatir ni el autonomismo ni el estado. Los catalanes somos un pueblo muy blando respecto a nosotros mismos, nada enérgicos. Y, leyendo los capítulos que Rovira dedica a los demás pueblos, se hace evidente que nosotros hemos tenido demasiados Bismarcks y demasiados pocos Bolívares y que generalmente hemos hecho la elección equivocada. Hasta ahora. Equivocada fue la elección que hicieron quienes renunciaron a proponer al presidente Wilson la independencia, pensando que la autonomía era suficiente para asegurar nuestra supervivencia. Equivocada fue la elección que hizo el presidente Macià cuando renunció a la independencia para consolidar una república española que a los cuatro días ya metía al gobierno de la Generalitat en prisión.
Evidentemente, la violencia permanente desatada por España también tiene que ver, está claro que sí. Pero sobre todo falla algo muy íntimo en nosotros mismos: no nos sabemos ver a nosotros solos como nación. Decimos que somos una nación pero no nos comportamos como una nación. No nos comportamos como las naciones de verdad que retrata a Rovira y Virgili. No nos sabemos –o quizás ya tendré que decir que no sabíamos– afirmar sólo por lo que somos, sin necesidad de ser más que lo que somos. Y ésta es una enorme batalla intelectual previa a cualquier batalla política que queramos llevar a cabo y por la que luche de hace décadas: la debilidad de los catalanes está en el pensamiento.
Pero es precisamente eso que, con prudente alegría, veo que va cambiando sustancial y aceleradamente. Porque todo esto que nos pasa desde la sentencia del estatuto de 2010 es evidente que tiene un gran impacto en el pensamiento de nuestra gente y aclara todo lo que no se ha aclarado en un siglo. Y porque, respecto a 1978, respecto a 1931 y respecto de cualquier otro precedente, hoy hay un par de cosas que son muy diferentes.
Una, la más importante, es la existencia de una masa de separatistas –dejadme utilizar el clásico por un día– que no tiene comparación con nada que hubiera existido antes en los Països Catalans. Y son habas contadas. Esta masa, de la que seguramente usted, lector, y yo mismo formamos parte, no existía en 1978, evidentemente. Pero tampoco existía en 1931 de Francesc Macià, cuando ERC era más federalista que independentista. Y no hablo tan sólo en términos políticos, sino sentimentales, que son mucho más duros y eficaces todavía. Hablo de esta parte de la población catalana que se ha convertido en rotundamente antiespañola, visceralmente antiespañola e inasimilable. Hablo de tanta gente que está sentimentalmente y de forma definitiva en guerra con todo lo que España significa. Y que, si bien puede estar confusa, fatigada o desorientada, cabreada incluso, ya no dará marcha atrás, ya no podrán recuperarla los españoles
Y lo otro que nos hace diferentes es precisamente eso que vivimos estos días: la hecatombe institucional española, el colapso. En 1931 o 1975 el separatismo intelectual era muy minoritario, pero, para que ocurriera lo que ocurrió, también influyó mucho el hecho de que, en ambos casos, manejar el catalanismo de la mano de uno de los dos bandos españoles significaba mejoras inmediatas en la vida diaria: la república en un caso, la salida más o menos suave de la dictadura en el otro. Pero ahora no. Ahora España no puede presentar ningún aliciente creíble o coherente para convencernos de que es importante ayudar a una de las dos Españas a imponerse a la otra.
Y sí, ya lo sé y es verdad que quienes se van del independentismo apelan y apelarán todavía a la vieja cantinela de siempre, a todo lo que debemos ayudar los buenos españoles contra los españoles malos, como si los buenos en cuestión no fueran tan malos como los malos. Seguramente, tal y como van las cosas, esta palabrería es inevitable, pero constate que hoy ya cae sin hacer ningún efecto sobre mucha, muchísima gente. Y ponga sólo de ejemplo esta encuesta que publicamos hoy, en la que varias personalidades del independentismo opinan sobre qué hacer a raíz de lo que ocurre en Madrid: el escepticismo sobre el hecho de que para nosotros tenga ningún interés dar apoyo a nadie es mayoritario.
Lo he dicho antes y quiero insistir en ello: la debilidad de los catalanes ha estado históricamente en el pensamiento. Y por eso hoy es tan importante ganar sobre todo el combate intelectual. Sólo si pensamos como una nación podemos actuar como una nación. Que es lo que veo con mis ojos que hace más gente que nunca en la historia –sean donde estén nuestros políticos torpes.
Vilaweb