En un ensayo-panfleto titulado ‘El perdedor radical. Ensayo sobre los hombres del terror’, publicado por Anagrama en 2007, Hans Magnus Enzensberger decía que, de la forma en que se ha acomodado la humanidad –“capitalismo”, “competición”, “imperio”, “globalización”–, el número de perdedores no sólo aumentará cada día, sino que habrá un proceso turbio y caótico en el que frustrados, vencidos y víctimas se disociarán. Entonces, proseguía el escritor alemán recientemente fallecido, el fracasado deberá resignarse y claudicar; la víctima reclamará satisfacción; y el derrotado se preparará para el siguiente asalto. Pero en su esquema también está el “perdedor radical”, que se aleja del resto de gente para hacerse invisible, cuidar de su quimera, concentrar sus energías y esperar su hora. Para Enzensberger, el fundamentalismo islamista alimenta y da justificación a esos perdedores radicales. Es posible que tenga razón, pero, después de las matanzas de las dos primeras décadas de este siglo, no estoy seguro de que todos no podamos salir perdedores. Porque la realidad geoeconómica y la construcción ideológica que tiene el nombre de Europa, y con la que se intenta homogeneizar realidades históricas nacionales, sociales y culturales bien distintas, bastante contradictorias, y muy sangrientas, no nos deja ver que quizás nos vayamos resignando al fracaso, que reclamamos satisfacción como si fuéramos las únicas víctimas del desorden de la globalización, y que nos ponemos de pie para el siguiente asalto, como los derrotados, sin preguntarnos por el tipo de batalla en la que nos hemos metido –basta con seguir el papel gracioso de la UE con Ucrania, de donde sólo puede salir resignadamente perdedora y dividida.
Fracaso, obviamente, socioeconómico, que revela las debilidades del “estado del bienestar”, como proyecto estratégico de progreso y justicia social al margen de coyunturas: de ahí el aumento de la pobreza, de la marginación y, sobre todo, de la resignación impuesta, mientras desistimos de la llegada de cualquier proyecto que sustituya a la panacea liquidada por la crisis de los últimos quince años (¿es que no son los defensores del “estado del bienestar”, los primeros en advertirnos de que nada no volverá a ser como antes?) frente al neoliberalismo triunfante. Claro que somo víctimas de la globalización, pero no las únicas en tener derecho a reclamar satisfacción por nuestros males. Si de algún daño sufre la actual crisis civilizatoria europea es, precisamente, de lo que Enzensberger considera el caldo de cultivo de la frustración del mundo islámico: la herida narcisista de quienes se creen mayores de lo que son y no aceptan que el planeta da muchas vueltas al margen de ellos. En el caso del mundo islámico, la Religión ha jugado el papel ideológico que ha tenido la Razón en la Europa contemporánea. Pero esta Razón, que ha sido la base del pretendido e ilimitado progreso europeo mientras ignoraba sus desafíos imperialistas y las guerras de exterminio, ahora es arrinconada social y políticamente por el auge del irracionalismo xenófobo. En perfecta simetría con el fundamentalismo religioso islámico, Europa ha empollado unos perdedores radicales laicos, que sólo se diferencian de aquél porque no pueden ni quieren prescindir del cobijo de unas instituciones que, ante la dimisión social del Estado, esperan desempeñarlo para cumplir su programa. En este sentido, el tema del equilibrio entre libertad y seguridad –que no es meramente formal, sino ético y político– debería haber formado parte de la lucha contra los fundamentalismos internos europeos a fin de no alimentarlos si no queríamos convertirnos, todos juntos, en unos perdedores radicales. Pero los movimientos fascistas y nazis que fueron desterrados del poder directo ‘temporalmente’ –recordemos que en los aparatos del Estado de la antigua República Federal Alemana llegó a haber, en los años sesenta del siglo pasado, hasta 1.800 antiguos dirigentes nazis– nunca han desaparecido del horizonte de las crisis periódicas del paradigma civilizatorio europeo: travestis y tolerados por la UE, ya gobiernan en Italia, o determinan, como sombras siniestras, la política interior de Francia o de España. Miren, si no, la cabalgata dialéctica del franquismo en el congreso español; lean los presupuestos más militaristas de la historia parlamentaria a cargo del gobierno más progresista de la historia; sigan el tratamiento por los medios de comunicación y las redes sociales españolas del asunto “patriótico” contra la profesora de Palma… Claro que, a raíz del Primero de Octubre y del estado de excepción impuesto al independentismo de entonces acá, ya sabíamos por estos andurriales qué se iba cociendo en el Estado español para dar alas a la chusma parapolicial, justificada y atizada por la chusma borbónica, para asaltar gente indefensa en los pueblos de Cataluña. Enzensberger no podía predecir que un día los catalanes también seríamos víctimas del irracionalismo racista y xenófobo de la chusma española (“¡A por ellos!”), una perdedora radical ante la propia historia.
PS. Como argumentó hace años Núria Sales a propósito de un artículo de Borja de Riquer en ‘L’Avenç’, quizá empezáramos a considerar que, por muy invertebrado, corrompido, endeudado y militarizado que esté, el Estado nación español de matriz castellana no es débil: pertenece a una UE y a una OTAN neoliberales y militaristas; cobra impuestos injustamente recaudados y redistribuidos; envía fuerzas mercenarias a escenarios bélicos internacionales; mata a gente indefensa para salvaguardar sus fronteras y amenaza en su interior a los pueblos sometidos; niega derechos humanos y persigue y encarcela a opositores mientras el fascismo campa a sus anchas, impunemente, por instituciones y calles… Un estado que no encuentra oposición a su hegemonía –veámosla, ahora mismo, en el ejemplo del fútbol– en el 90% del territorio que controla. La continuidad sociológica del supremacismo nacionalizador franquista radica en que llevó hasta las últimas consecuencias el supremacismo nacionalizador de la política española de los siglos XIX y XX: de Jaime de Burgos a Claudio Moyano, de Narváez a Espartero, de Maura a Primo de Rivera, de Calvo Sotelo a Negrín…
Y quienes en nuestro país garantizan su continuidad no tienen perdón de Dios, no por motivos meramente oportunistas, sino porque menosprecian las lecciones de la historia.
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