El enemigo invisible

Ahora que viene Navidad, tiempo del amigo invisible, una parte de la sociedad catalana está empeñada en jugar al ‘enemigo invisible’. Y es que desde el Primero de Octubre se ha ido consolidando un proceso unionista –bautícenlo como ‘diálogo’, ‘concordia’, ‘reencuentro’ o lo que más les plazca– encaminado a invisibilizar al enemigo. Hablo de un proceso genuinamente catalán –¿ya podemos llamarlo también procesismo?–, que se ha añadido con entusiasmo a la estrategia española de tratar de desacreditar y liquidar la aspiración soberanista y, de paso, todo lo que pueda quedar de conciencia nacional. Un procesismo que cuenta con la colaboración entusiasta de todo el grupo de ‘independentistas arrepentidos’ que se han ido destapando.

El objetivo de este nuevo proceso consiste en cargar toda la responsabilidad de la frustración posterior al gran éxito del referéndum del 1-O a espaldas del propio independentismo. Y lo hace encubriendo el papel del que fue el verdadero culpable. Lo vemos en los análisis de los resultados electorales que olvidan el peso de las campañas de descrédito contra líderes nacionalistas que se habían atrevido a dar el paso hacia la independencia. Y está presente en los informes que silencian el papel que tuvo la propaganda como resultado de operaciones de estado como la recientemente descubierta, con reconocidos asesores internacionales, la colaboración del PSC y quién sabe cuántos infiltrados más en las filas soberanistas.

Se trata de un procesismo de vocación autonomista que cierra los ojos ante la brutalidad antidemocrática de cesar a un gobierno y cerrar un Parlamento elegidos por el pueblo, y de convocar unas elecciones catalanas en medio de un estado de excepción ‘de facto’, con los líderes independentistas encarcelados o en el exilio. Que se hace el loco ante el papel de la policía patriótica –dirigida políticamente–, y que ya no recuerda el desembarco de cientos de miembros de la policía española en la Diagonal para realizar tareas llamadas de inteligencia. Que ocurre como si fuera lluvia menuda en los graves episodios de espionaje. Y todo ello, relativizando una guerra judicial –o ¡apuntándose a ella!–, aún con tantos frentes abiertos.

Sin embargo, la invisibilización del enemigo no sería posible sin el destripe despiadado que se hace desde aquí mismo del movimiento independentista. Se quiere hacer creer que todo fue una gran mentira plena de cinismo, la traición de unos líderes, la improvisación de quienes iban de farol, la cobardía frente a amenazas inventadas. Se hace responsable al referendo de una fragmentación social que fue perfectamente orquestada y pagada desde el otro lado. Y se silencian todos los esfuerzos honestos por hacer llegar a buen puerto una legítima aspiración democrática. Se omiten los gestos dialogantes y las peticiones de acuerdo con Madrid. Se desprecian los estudios jurídicos y técnicos serios para hacer posible la libre determinación. Se menosprecian los discretos pero intensos contactos internacionales de unas cancillerías que hacían cola para conocer nuestro caso, y, hay que decirlo, que quedaban maravillados del mismo. Se lanza a la papelera, si no de la historia, sí de la hemeroteca, la dimensión y constancia de las movilizaciones populares, se olvida la asunción popular de los costes de esas hazañas y se ridiculiza su civismo ejemplar.

Ni que decir tiene que los unionistas, divididos hasta el extremo en sus cosas, cuando se trata de la liquidación del independentismo siempre van al unísono. Ellos no destripan su patriotismo en público –¡tienen razones de estado para no hacerlo!–, mientras aquí contemporizamos como si nada, blanqueando sus prácticas antidemocráticas a cambio de una palmadita en la espalda, dos promesas de mal creer, tres leyes desgarbadas y cuatro migajas que no pueden saciar las necesidades de un país cada día más debilitado.

Ya es hora de indignarse por ese procesismo que hace al enemigo invisible, por la cobardía del independentismo arrepentido y, en definitiva, por los que nos quieren hacer creer que perdimos solos.

ARA