La vida efectivamente vivida

En los ‘Upanishads’ hay una frase que dice: “De nada habrá servido la vida del hombre que se marcha de este mundo sin haber trabajado un mundo interior. Será una vida no vivida, como los Vedas que no se han recitado o como cualquier acción incumplida”. Para esta tradición religiosa, lo que da sentido a la existencia es acceder a un mundo trascendente, y la vida es la tarea de liberarse del mundo fenoménico. A diferencia de la mística hindú, la tradición judeocristiana adivina la voluntad de Dios en la historia. De la secularización de esta creencia arrancan la filosofía de la historia de Hegel y el marxismo que de ella deriva. Y a remolque de éste vienen después todas las variantes actuales del progresismo.

Es verdad que el cristianismo también ha podido apelar durante siglos a la frase evangélica “Mi reino no es de este mundo”, que todavía resuena en el “Diguem no” (“Digamos no”) irreflexivamente religioso de Raimon. Pero el hecho es que el cristianismo, como las otras dos religiones abrahámicas, ha estado enormemente activo en ese mundo. Activo y transformador, hasta el punto de que confundirlo con el conservadurismo es un contrasentido. No importa que los primeros cristianos adoptaran el principio de obediencia pasiva, fuera por impotencia, fuera por idealismo incondicional, como el pacifismo contemporáneo. Lo decisivo de la doctrina apostólica era que retenía a los fieles dentro de la sociedad. En consecuencia, la espiritualidad tomaba forma mundana; todo lo que ocurría en el alma tenía efectos en el mundo exterior.

Durante siglos Occidente debió su dinamismo a la inestabilidad introducida por el cristianismo en el mundo antiguo. Periódicamente la fe cristiana ha sacudido las estructuras sociales y políticas, incluidas las eclesiásticas. Si por un lado el Evangelio exhorta a descubrir la interioridad del “hombre nuevo”, por otro lado predica la inmanencia de la verdad –“el reino de Dios está entre vosotros”– y el desenlace teleológico de la historia, exhortando a los creyentes a preparar su venida. El cristianismo es la religión de los insatisfechos, como lo declaran expresamente las bienaventuranzas. El “reino” presupone la insatisfacción con cualquier dispensación teológico-política, el enfado con toda utopía temporal o Jerusalén terrena. Dostoyevski lo expresó magistralmente en la parábola del Gran Inquisidor. Cuando un cardenal español se entera de que Cristo ha vuelto al mundo y predica en la catedral de Sevilla, lo hace encerrar en una mazmorra de la Inquisición. De noche y en secreto va a verle para recriminarle la injerencia. La iglesia, le dice, ya no lo necesita. Mientras que el Salvador se dirige a una minoría capaz de soportar la libertad que les brinda, la iglesia se propone seducir a la mayoría, “ampliar la base” con la idea de unir a la humanidad. Para este objetivo hace jugar las armas más efectivas, justamente las que Satanás había esgrimido contra Jesús para tentarle en el desierto: el pan (bienestar material), el control de la conciencia mediante milagros (imposición ideológica) y el gobierno mundial (poder político). Así es como la Iglesia gobierna el mundo en nombre de Dios pero con los principios del diablo. El bien superior es que la humanidad viva feliz en la ignorancia. “Nos quitarán todos los secretos más agónicos de sus conciencias y nosotros se lo resolveremos todo, y recibirán nuestra decisión con alegría, porque se les dispensará de la tremenda angustia y los terribles tormentos de decidir libre e individualmente”. Para que Jesús no estorbe este programa, el inquisidor lo hará quemar al día siguiente de la conversación.

Jesús le escucha en silencio y responde con un beso. El gesto es enigmático. ¿Confirma la promesa hecha a Pedro que lo que el apóstol, es decir la Iglesia, decida en la tierra Dios lo certificará en el cielo? ¿O equivale al despido definitivo de la conciencia respecto de la institución? Sea como fuere, este pasaje de ‘Los hermanos Karamazov’ condensa el núcleo metafísico de la cultura occidental en el drama de decidir. Este instante dramático define a la persona, concepto eminentemente occidental. El existencialismo, incluso en la versión atea de Sartre, lleva la huella del cristianismo, pues para el cristiano el individuo está “condenado a la libertad”. Por eso el existencialismo ha sido la última filosofía trágica.

No es difícil captar la tensión moral en la necesidad de dar forma al mundo exterior a partir de unos principios contrarios a la eficacia, pues el pragmatismo siempre tiene algo de diabólico. Una tensión extrema porque el creyente se obliga a operar con el principio de contradicción. Pues si el reino ya está entre nosotros, no es para el consumo en la imaginación de cada uno. El imperativo de libertad que hace varios años reavivó con la palabra de orden “derecho de decidir” no puede degenerar en una Iglesia independentista, en la que una minoría que está “en el secreto” soborne a la mayoría con “políticas sociales”, negociaciones milagrosas y la hegemonía autonómica a cambio de adorar al poder.

Así como un libro no existe si no encuentra ningún lector, ni ninguna acción tiene lugar si nadie la ejecuta, tampoco es vida trascendente (Zoé) la vida orgánica (Bios) que no se esfuerza en desatascar el mundo con la palanca de la conciencia. A veces me pregunto si el retroceso del apoyo a la independencia no es más aparente que real, si la resignación que predican desde numerosos púlpitos mediáticos no distorsiona la fe de millones de personas tratándola de alucinación y quimera. Me pregunto, en definitiva, si en la noche que ha caído tras el estallido de esperanza a muchos no les ha visitado el Gran Inquisidor y si en el secreto del encuentro no se debaten entre el contento de las bestias que se lleva al matadero y la dignidad ante el acto de fe en el que el Estado, hoy como siempre, se dispone a quemar la libertad de conciencia.

El Primero de Octubre de 2017 dotó de sentido la vida de las generaciones que lo hicieron posible. Votar sobre el derecho del Estado valía tanto como juzgar al Estado; ¿qué hay de extraño que el Estado se volviera a ella y condenara a los votantes en la figura de sus políticos? Disputar al Estado la condición de sujeto de derecho fue un hito histórico, muchas de cuyas consecuencias tardarán años en verificarse. Esto nadie puede arrebatárselo al pueblo, pero el mundo interior pulido durante los años del “proceso” no basculó con fuerza suficiente sobre el mundo objetivo y la acción quedó incompleta. Ahora la cuestión es si el aumento de tensión entre el dictado de ese mundo y la convicción de que “la república está entre vosotros” generará la energía necesaria para terminar la tarea y si aquellas generaciones se marcharán de este mundo con la conciencia, si no del triunfo en el siglo al menos de haber sido testigos de la libertad de espíritu.

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