El Tribunal Supremo británico denegó ayer la posibilidad de que el Parlamento de Escocia organice un referendo de independencia sin el permiso de Londres. Tras el referéndum organizado en 2014, por un acuerdo entre David Cameron y Alex Salmond, el hecho es que cuatro primeros ministros británicos ya han dicho que no autorizarán en modo alguno un segundo referéndum. Y la razón es obvia: ahora lo perderían seguro. De modo que no lo harán.
Sorprendentemente, la primera ministra, Nicola Sturgeon, y el Partido Nacional Escocés han reaccionado de forma muy tímida. Ya fue muy raro que Escocia pidiese la opinión del alto tribunal antes de aprobar la ley. Alex Salmond y una parte de la opinión pública escocesa han sido muy críticos con Sturgeon por eso. Tanto por tanto, decían, que la ley se hubiera aprobado y hubiera sido Londres quien la hubiera llevado a los tribunales. Pero ahora, tras el veredicto, Sturgeon se ha limitado a decir que acata la decisión y convertirá las próximas elecciones en unas plebiscitarias. De esta forma, al parecer, la primera ministra se sitúa allí donde se situó Artur Mas en 2015, pero, al parecer, sin intención alguna de avanzar de forma unilateral. Llamar a convertir en plebiscitarias unas elecciones al parlamento del Reino Unido, como ha hecho ella, es muy raro. Y convocar una reunión de urgencia del partido para el próximo año tampoco parece una reacción muy alentadora. Ya veremos qué hace y hasta dónde puede afectarle este fracaso.
Sea como fuere, lo que me importa hoy y creo que importa igualmente a escoceses y catalanes es que el mito escocés ha fracasado. Definitivamente, el Reino Unido tampoco está dispuesto a reaccionar de forma democrática a una demanda de independencia. Es verdad que, un día de estos, seguramente tendrá que aceptar la reunificación de Irlanda, porque de por medio están en juego la República Irlandesa y la Unión Europea. Pero de Escocia, o de Gales, ni hablar. Los británicos bloquean definitivamente la vía democrática, como la bloqueó también España, y a verlas venir. De modo que la pregunta que debemos respondernos escoceses y catalanes es cómo se hace la independencia si no nos la dejan hacer por la vía democrática. La respuesta, algunos no querrán verla, pero está muy clara.
Más tarde, conversando en un acto público con el jurista Josep Maria Vilajosana, fuimos a parar a la vieja pregunta de si la ley internacional existe. Parece insólita, pero no lo es. Está claro que la ley internacional, aunque sea hecha de recortes, existe. Pero la aplicación de la ley como tal, igual para todos y en las mismas condiciones, no parece existir. Porque lo que vale para unos no vale para otros ni siquiera en las mismas condiciones. La sociedad internacional, comentábamos, se mueve siempre por los hechos consumados, por la ‘factualidad’ de las cosas. Y aquí, en la ‘factualidad’, es donde hay que ir a buscar la clave de salida del callejón sin salida en la que estamos ahora los movimientos independentistas en Europa occidental.
Entendámonos: en todas partes, la independencia ha sido siempre una acción. Acción desnuda y cruda. Directa. Ejecutada por una gente consciente de lo que hacía, cada una en condiciones diversas y recurriendo a instrumentos distintos. Hubo, sí, una separación acordada –la de Chequia y Eslovaquia– y un referendo más o menos acordado –el de Montenegro. Pero todo el resto de los muchos estados que se han convertido en independientes en Europa después de la Segunda Guerra Mundial ha logrado la independencia a base de hechos, concretamente, de hechos que los demás no podían impedir.
Contra esto, a la vista de las experiencias quebequesa y escocesa, estas últimas décadas se ha teorizado mucho sobre el hecho de que si las independencias eran hechos impuestos era sólo porque los estados de los que se separaban las nuevas naciones no eran democráticos. Y se ha negado por tanto que éste fuera el camino a seguir en la Europa occidental. Muy especialmente el referendo de 2014 en Escocia pareció indicar que, efectivamente, en los estados democráticos sí había un posible camino de entendimiento y diálogo. Y originó un alud de comparaciones esperanzadas, que nosotros no supimos rehuir.
Pero ahora se ve claro que esto no es así. No lo es en España, no lo es en Gran Bretaña y parece muy difícil que deba serlo en un tiempo próximo en cualquier otro Estado de Europa occidental. En este contexto, solo se me ocurren dos posibles salidas para los movimientos independentistas de nuestro continente.
La primera es la renuncia. Institucionalizarse al estilo de los demás partidos y hacer de la independencia no un proceso nacional de liberación, sino un reclamo electoral para gestionar mayor poder autonómico o federal. Al igual que hay socialistas y a nadie se le ocurre ni siquiera pensar que quieran implantar el socialismo, da toda la sensación de que empieza a tomar forma un independentismo, aquí y en Escocia, que no tiene ninguna pretensión de hacer la independencia. Y que si en un tiempo hubo una ola verde, que parecía que sería diferente y ha acabado siendo un partido más con los vicios de todos los demás, ahora podría ocurrir que hubiera una ola independentista, que acabara allí donde empieza, vacía de realidad también. En nuestro país este invento trató de capitalizarlo descaradamente la vieja Convergència tras la manifestación de 2012 y ahora quiere capitalizarlo Esquerra. Se trata, en definitiva, de encender a la población pero en la medida justa que permita sacar votos suficientes para gobernar cómodamente. Sin intención de llegar al final.
Y la segunda salida, que a estas alturas deberíamos decir que es la única que puede llevar realmente a la independencia, es hacer de la independencia un proceso factual. Como lo hicimos el 6 y el 7 de septiembre, el primero de octubre y el 27 de octubre de 2017: conseguir la independencia a base de hechos, a base concretamente de hechos que los demás no puedan impedir. Hacerla, no pedirla ni pactarla.
Sabiendo –y esto es muy importante– que, tal y como se va demostrando en el proceso catalán, para Europa es mucho más difícil lidiar con las violaciones flagrantes y concretas de los derechos humanos individuales –como las que debemos soportar los catalanes– que con violaciones de derechos colectivos como el de la autodeterminación. De modo que, mira por dónde, ya nos tienes a los catalanes, otra vez, pasando por delante de los escoceses…
VILAWEB