De la irrelevancia al desafío

Volvemos a los tiempos del buen esclavo, del Tío Tom agradecido por la condescendencia del dueño. Volvemos a los tiempos de las idas a Madrid donde nos acarician el lomo, y de donde volvemos eufóricos por las migajas conseguidas, por la bisutería de colorines que nos han colgado en el cuello. Volvemos al ‘pájaro en mano’, que ya se sabe que cuando vienen mal dadas no se puede menospreciar ni un puñado de morralla.

Aquí no lo decimos así, claro. Aquí invocamos la estabilidad que necesita el ‘govern’ del día a día. Aquí suspiramos por aprobar unos presupuestos que deben sacarnos de la miseria, al margen del sistemático incumplimiento de las inversiones y la magnitud del expolio (ay no, que ya no es expolio, perdón, ¡que es un problema técnico del caducado sistema de financiación!). Aquí nos centramos en lo que afecta de verdad a la ciudadanía y no en hacer caso de los hiperventilados que se despreocupan de ella. Aquí nos felicitamos de la ingeniería jurídica de la que son maestros los altos funcionarios del Estado, los del lampedusiano “que todo cambie para que todo siga igual”.

Cierto es que no nos queda más remedio que escuchar las declaraciones entre cobardes y cínicas de nuestros grandes benefactores. Las de Pedro Sánchez –“Deberíamos haber activado antes el artículo 155”–, las de Nadia Calviño –“El objetivo de la derogación del delito de sedición es que vuelva a España el fugado Carles Puigdemont”– o las de Félix Bolaños –“El gobierno del PSOE ha logrado acabar con el Proceso y ‘normalizar’ Cataluña”. Pero, caramba, no se lo tengamos en cuenta, que ya se sabe que sólo lo dicen para maquillar retóricamente la derogación del delito de sedición frente al irreductible nacionalismo español. Que ya sabemos, íntimamente, que el delito de ‘desórdenes públicos agravados’–qué premio no merecería este genio, discípulo de Lakoff– ha sido resultado, ¡de las exigencias de la mesa de diálogo! Y, naturalmente, no seamos tan desagradecidos ante las ofertas de reencuentro y convivencia –sobre todo entre los propios catalanes, se entiende–, por mucho que los jueces sigan poniendo la unidad de España por encima de cualquier código, y que los periodistas patriotas nos digan que esa misma sacrosanta unidad está por encima de toda verdad.

Mientras tanto, aquí están los que se dedican a recoger el desánimo, juntar la deserción y alimentar el resentimiento. Parece una buena táctica electoral para un independentismo que debe gestionar unos votantes que en un 42 por ciento no quieren la independencia. Un camino –no sabemos si largo o corto– que fomenta lo que alguien ha calificado de “independentismo no practicante”, o que siguiendo la terminología clásica también podríamos llamar “independentismo sociológico”. Es decir, una adhesión de boquilla, sin compromiso alguno ni en la práctica ni en la convicción. Un independentismo irrelevante que sólo cuenta con reanimarse a la hora de la muerte, por si hubiera un más allá, a treinta años vista.

¿Y qué debe hacer el independentismo piadoso, el de jaculatoria en la boca y golpe de pecho? ¿El que mantiene la llama pero no sabe qué encender? ¿El que pide unidad pero no se fía de nadie? ¿El que quiere volver a repensar el país más pensado de todos los que se hacen y deshacen, para volver a las precisas hojas de ruta escritas en la arena? ¿Qué debe hacer el independentismo practicante?

Mi propuesta es tan sencilla como poco acorde con los tiempos que corren. Pero la repito. Primero, hay que reconstruir la esperanza, partiendo de un buen análisis crítico de todo lo que se hizo bien desde 2005. En segundo lugar, hay que recuperar la iniciativa y evitar el ir a remolque de las carantoñas, de los saldos o de las provocaciones de quienes ya nos dan por muertos. Es necesario dibujar un campo de juego propio, donde sea el Estado quien tenga que responder. Y, sobre todo, necesitamos desafíos ganadores, por modestos que sean. Ya volverá a el tiempo de llenar calles e ‘intimidar’ al Estado. Ahora, debemos reaprender a serle descarados, a desafiarle.

ARA