El gobierno de Pere Aragonès ha perdido la confianza del Parlament. El president muy probablemente perdería una cuestión de confianza, tendrá dificultades para aprobar unos presupuestos y no se atreve a convocar elecciones. Es, pues, un gobierno sin legitimidad y, sin embargo, ha participado en –y ha culminado– una negociación con el ejecutivo español sobre la reforma del delito de sedición y lo ha hecho contra todos los actores del independentismo.
No sé hasta qué punto los estrategas de ERC han calibrado que mantener un gobierno al límite del apoyo democrático, con un programa ciertamente contrario al objetivo que se anunció en las elecciones del 14 de febrero de 2021, legitima un gesto de revuelta popular esta vez no sólo contra la España represora sino contra la autonomía en el marco constitucional español.
La calle no se puede menospreciar (y quizá por eso la sedición se ha transformado en “desórdenes públicos agravados”: para cargar con más penas contra cualquier ciudadano que se manifieste por poner fin al régimen vigente). No olvidemos que fue el pulso popular de la última Diada lo que llevó a la coalición de gobierno al colapso y a la salida de Junts. También podría ser la movilización lo que acabase de rematar este govern sin apoyos parlamentarios.
Pero la revuelta popular, más que contribuir a la liquidación de un ejecutivo en agonía, debería volver a centrarse en el horizonte que impulsó el mandato del 1 de octubre de hace cinco años; a saber, hacer efectiva la declaración de independencia. La descomposición del sistema autonómico sería una consecuencia colateral del gran gesto de soberanía consistente en los movimientos fácticos para controlar el territorio y crear las estructuras de estado que garantizaran la viabilidad de la nueva entidad independiente.
La diferencia entre octubre de 2017 y otoño de 2022 es que si la ruptura se hubiera consumado en el primer intento, el cambio se habría materializado en un marco de interacción y complicidad entre la gente y las instituciones. Ahora, en 2022, en un sentido distinto y debido a la ignominiosa rendición de la dirección política de ERC y de la voluntad de enterrar el proceso, la transformación ejercida a través de la movilización popular deberá ejecutarse contra el govern de la Generalitat.
Si algo revelará el nuevo ciclo, y esa sensación será más intensa cuanto más tiempo se atrinchere el president Aragonés en Palau, es que el movimiento de emancipación nacional tendrá que desbordar las instituciones concebidas desde la autonomía. En los próximos meses veremos con más intensidad que nunca lo que manifestó el president Torra sobre el hecho de que la autonomía es el principal obstáculo para la independencia, sobre todo si a partir de ahora es el próximo aparato autonómico el que actúa de brazo coactivo del Estado contra los sublevados independentistas.
Que al final el govern autonómico de ERC y el gobierno español del PSOE y Podemos reaccionen como los peores elementos de la derecha española no hará más que contribuir a la total deslegitimación del sistema y a un enfrentamiento radical entre la ciudadanía independentista y las instituciones de la claudicación y del servilismo. El president Aragonés todavía tiene una oportunidad para esquivar este escenario: convocar elecciones y volver a la senda del proceso de liberación nacional del que nunca debería haberse alejado.
EL PUNT-AVUI