Reputación y descrédito de los Mossos

Últimamente se ha hablado mucho de los Mossos. Y no cómo debería hablarse, dada la naturaleza de la institución, que pide discreción. Sin embargo, diré algo de cómo se ha hablado de ello. Y, sobre todo, de cómo se ha pasado de ese punto álgido del 17-A de 2017, el de la más alta reputación de los Mossos, a ese descrédito más institucional, que de eficacia policial.

La enrevesada creación de los Mossos en 1983 ha sido suficientemente explicada. Los traspasos de seguridad y prisiones no eran competencias fáciles de ceder ni placenteras de asumir. Y me parece una obviedad que ahora no las habríamos conseguido: la fuerza negociadora entre 1980 y 1982 no la tenemos ni de lejos. En ese momento hacían falta estructuras nacionales –no decíamos de Estado, pero lo eran– como la sanidad, la escuela, unos medios de comunicación públicos y, a pesar de los riesgos y por la ambición patriótica de algunos, también se incluyeron la policía y las prisiones.

En nuestro país nunca ha sido fácil hablar de la policía. Ni de seguridad, ni de defensa. Quizás porque somos herederos de una larga tradición anarquista que ha penetrado por los poros de todos. O por la sombra alargada de aquellos grises franquistas que se extiende hasta hoy de forma obscena con las operaciones Cataluña, los Fernández-Díaz y Villarejos, los ‘a por ellos’… Y, sobre todo, porque somos un país sin Estado, cosa que nos ha permitido pensarnos a nosotros mismos sin ejército y sin coacciones policiales. En definitiva, imaginarnos sin la responsabilidad de esa “violencia legítima” que caracteriza a los estados. ¿Cuántos no han imaginado, ingenuamente, una independencia sin militares?

Sea como sea, en cinco años hemos pasado de aquellos Mossos admirados por haber resuelto con eficacia la gravísima situación creada por el atentado del 17-A en un cuerpo que muestra una grave inestabilidad en los mandos que lo debilita ante la opinión pública. Ahora bien, lo primero que hay que observar –y creo que estos días, extrañamente, se ha pasado muy por alto– es que precisamente fue el éxito policial y comunicativo de agosto de 2017 lo que provocó las primeras sacudidas a nuestra policía. Sobre todo, con la puesta en circulación de informaciones falsas que les atribuían negligencias para tapar los verdaderos errores –o no– de la policía española y sus servicios secretos. Una responsabilidad en los atentados que nunca se ha querido esclarecer.

Inmediatamente después, la voluntad de desacreditar a los Mossos llegó con el referéndum del Primero de Octubre, con un Estado que les cuestionaba como policía judicial dócil, y que derribó la sólida estructura de mando que habían tenido hasta ese momento. Cuando ahora se reprochan los muchos cambios en la cúpula policial de los Mossos, se olvida que hasta la reincorporación del mayor Josep Lluís Trapero en 2020 la inestabilidad era provocada por una represión que todavía hay quien tiene la cara de negar.

Pero en el actual descrédito también está la complicidad de la policía catalana con la represión contra el independentismo en el post 1-O, con hechos como los de Urquinaona. Una complicidad que puede tener que ver tanto con el miedo de algunos mandos como con la aparición desacomplejada de sectores ultras dentro de la propia policía, resultado de malas gestiones pasadas en la selección apresurada de efectivos.

No sé hasta qué punto los últimos acontecimientos se explican por una poco o muy desafortunada gestión política. Pero obviar que es el Estado quien ha hecho tambalear a los Mossos desde fuera –y probablemente desde dentro–, ignorar a quien ha tenido más interés en desacreditar a una policía que mantiene un buen nivel de reconocimiento popular y también de prestigio internacional entre las policías otros países, es hacerse cómplice de ella. Y tengamos en cuenta que pasar del descrédito a la buena reputación siempre es un camino más largo y tortuoso que hacer el camino contrario.

ARA