Los dictadores y el alcantarillado

El momento más satisfactorio de la vida de un dictador ocurre cuando desaparece de la escena y se pierde en los alcantarillados de la historia. Claro que, a veces, esta hora impone un poco: en el caso de Hitler, el olor a chamusquina del torrezno descubierto por el Ejército Rojo, durante la caída de Berlín, debía de ser bastante desagradable. Poco amena fue, seguramente, la visión de la gasolinera de Milán que los ejecutores de Mussolini transformaron en una charcutería, con el Duce, su amante y otros cuerpos colgados bocabajo. A nadie normal le gusta ver cómo le pegaron media docena de tiros a Ceausescu y a su señora, después de haber representado con ellos, durante su juicio, una mala obra del gran dramaturgo Eugène Ionesco.

No todos los mandamases nacionales tienen la discreta elegancia de Salazar: para marcharse, se cayó de una silla y, a causa del trompazo, tuvo un problema cerebral, zambulléndose en una demencia senil que se transformó en una triste comedia. Mientras ya gobernaba su sucesor, Marcelo Caetano, alrededor de un medio lelo Salazar todo se hacía como si él siguiera mandando en Portugal. Es la mayor y más melancólica farsa de la historia lusa. Salazar murió en 1970, pero solo fluyó hacia la alcantarilla en 1974, después de la revolución, y hoy en día flota, en fin, en las aguas residuales de nuestro pasado.

Aún más complicado es el caso de Franco, que sobornó a toda la sociedad española con el desarrollismo de la parte final de su jefatura: a base de billetes de mil pesetas ingresados en cuenta, muchos se fueron conformando. Y a Franco se le concedió que observara la democracia española a lo largo de muchas décadas, olímpicamente, desde el Valle de los Caídos. Ahora ya lo han puesto en el almacén del mausoleo familiar de Mingorrubio. No falta mucho para que se deslice, de una vez, hacia la alcantarilla final, que debería ser su natural destino.

Porque si una sociedad se permite exaltar a un dictador de su pasado, eso significa que le espera un nuevo dictador en el futuro. Nos pasó esto a nosotros, los portugueses, con el marqués de Pombal, un déspota ilustrado del siglo XVIII: la historiografía lusa le perdonó, a causa de sus innovaciones, de ese hermoso centro urbano de Lisboa construido después del terremoto de 1755. Y así se olvidaron sus muchos y graves crímenes, a veces auténticas orfebrerías de la crueldad y del terror. De este perdón vino Salazar, que también presumía de ser un tipo ilustrado.

A veces nos gustaría que un dictador muriera pronto, que alguien le pegara un tiro y ya está. Soy de los que desearían que el atentado contra Hitler, integrado en la célebre operación Valquiria, saliera bien, acabando con el tirano de Alemania. Pero después entendí que son las naciones las que segregan a los dictadores, como ostras que generan perlas disformes, y para que aprendan, para que acepten su error, tienen que ir hasta el fondo del sufrimiento nacido de su disparate. Si Hitler hubiese muerto en ese atentado de 1944, muchísimos alemanes seguirían soñando con él, pensando que, de haber vivido, el Führer habría ganado la guerra. Y habríamos tenido a un nuevo Hitler rápidamente en el horizonte. Cuando una nación comete el dislate de admitir a un déspota, tiene que beber hasta las heces la copa que ella misma ha llenado con el brebaje de su necedad.

Para caer del todo y bien y quedar sepultado en el suelo para siempre, un dictador tiene que madurar. Vean a Putin. Su cara es como una pera o un melocotón en un bodegón de Cézanne. Se comprueba que el rojo y el amarillo de la piel tienden poco a poco al color triste, desvaído de lo putrefacto. Pero todavía falta, siento decirlo. Mucha gente lo sigue queriendo en Rusia. Si alguien lo envenenara, en poco tiempo tendríamos a un nuevo Putin, quizás el propio instigador de la dosis letal. No, hay que dejarlo madurar, para que caiga redondo y de una vez para siempre en el alcantarillado moscovita.

Cuando se derroca a los dictadores, se les echa toda la culpa y se absuelve al país que los generó. Pero la verdad es esta: los dictadores nacen en las sociedades y son apoyados por una parte considerable de sus compatriotas. Esas sociedades solo cambian cuando un largo, larguísimo sufrimiento las obliga a replantearse su recorrido: para los tercos germánicos fue necesaria una tragedia brutal, más terca que ellos. ¿Qué será necesario para que Rusia cambie, no de déspota, sino de destino histórico?

LA VANGUARDIA