Enhebrar la aguja requiere buen pulso y ojo vivo

La frase es del segundo acto de ‘Las bodas de Fígaro’, cantada al unísono por Susanna, la Condesa y Fígaro. El triplete de aliados de clase y género oprimidos ha salvado una situación comprometida, pero ya intuyen que “lo más caliente está en la fregadera”. El conde Almaviva ha sido aclamado por el pueblo porque ha rescindido el derecho de pernada, pero a escondidas pretende estrenar la virginidad de Susanna el día de su boda con Fígaro. Cegado por la pasión, Almaviva busca la manera de atrapar a Fígaro en alguna falta a fin de anular las nupcias. La situación se ha convertido en efectivamente escabrosa y ninguno de los afectados sabe su desenlace.

Retrospectivamente, la cosa está bastante clara. No sólo por el final feliz de la ópera, que acaba con todo el mundo reconciliado y con un elogio del amor, sino por el final provisional de la historia real con la abrogación del orden feudal. Al desenlace revolucionario contribuyó no poco la comedia de Beaumarchais, como lo certificó Napoleón. El drama desplegado en el escenario de la historia también terminó con declaraciones de amor fraternal y universal, pero esta vez bautizadas por el Terror y las guerras nacionales por toda Europa.

¿Quién pudo preverlo? Cuando uno se adentra en el laberinto del Minotauro, conviene que lleve el hilo de Ariadna de una u otra filosofía de la historia. Pero de estos hilos desde el colapso del marxismo ya no se encuentran. Incluso el optimismo con el que Francis Fukuyama había anunciado el fin de la historia a raíz de la caída del imperio soviético fue rápidamente refutado por los acontecimientos. La tesis de Fukuyama no era tan simplista como muchos la hacían, pero al fin y al cabo sufría de la ingenuidad de creer que, muerto el perro del materialismo dialéctico, muerta la rabia de la historia. El hecho es que, dentro de la cueva del Minotauro o de la caverna de Platón, nadie puede explicar cómo se sale ni con qué se encontrará en la salida. Nadie sabe qué se verá cuando se levante la oscuridad y las sombras den paso a las formas reales. La historia es contingencia y no ciencia. A menudo para explicar un segmento el historiador elige un evento determinado por referencia, pero objetivamente no existe ninguna razón para no elegir cualquier otro. Cada uno puede abrir una perspectiva alternativa y generar un relato distinto. Esto, que es verdad de los acontecimientos, también lo es de los innumerables factores que contribuyeron a que el evento en cuestión ocurriera.

La semana pasada me comprometí a abordar la vieja cuestión de qué hay que hacer, o más exactamente qué se puede hacer. La cuestión no de qué se vislumbra con la imaginación desatada sino qué se puede atisbar entre la silueta ideal y su deformación en contacto con la realidad. Me comprometí, pues, a aventurar alguna observación sobre el margen de error y por tanto el margen de posibilidad que existe entre el deseo y los hechos conocidos. Pero advertía que no es función de la crítica aventurar pautas de acción colectiva, ni puede serlo, pues éste es el asunto de la política. Es así porque la crítica genuina es consciente de observar el mundo desde aquí y no desde más allá la historia, e ignora pues cómo ‘debe acabar’. A los lectores que esperaban una revelación, les pido perdón si levanté expectativas futuristas. Y a quienes esperan de la crítica que les solucione la vida, no puedo hacer más que recomendarles la visita de un astrólogo o, lo que da igual, que sigan el primer flautista de Hamelín que les pase por delante.

¿Qué le vamos a hacer si comparto la división categorial de Max Weber entre conocimiento (‘Wissenschaft’) y política? Si los grandes pensadores, de Platón a Heidegger, han fracasado en política, y pensadores medios como Lenin o Saint-Just la han desbordado, ¿qué cabe esperar de los pensadores menores? Que el intelectual y el político combinan mal hace años que lo descubrió Xavier Rubert de Ventós, uno de los poquísimos intelectuales de nivel que ha dado el país, y lo consignó en ‘El cortesano y su fantasma’. El intelectual suele salir escocido de la política; pero es mucho peor cuando el político quiere pasar por intelectual. Me temo, pues, que con la imprudencia de sugerir cómo introducir una chispa de praxis en la escabrosidad del momento decepcionaré a los maximalistas. Pero más vale pecar de trivial que poner puertas al campo. En fin, vayamos.

No son pocos quienes lamentan que Puigdemont no proclamara la independencia el 3 de octubre de 2017. Se asume que con la efervescencia de aquella jornada la declaración habría tenido éxito. Pensar contrafactualmente tiene el inconveniente de hacer creer que si se hubiera hecho esto o dejado de hacer lo otro la historia no habría sido tan ingrata. Se supone que si el factor que se reputa determinante no hubiera ocurrido, los factores concurrentes habrían permanecido inalterados. Que se puede aislar la incógnita sin modificar al otro miembro de la ecuación. En nuestro caso, el error está en creer que si el parlamento hubiera declarado la independencia el 3 de octubre en lugar de veinticuatro días más tarde, España habría abierto la mano y Europa los brazos a la república catalana.

El duelo tiene una memoria selectiva. La amenaza de que podría haber muertos, ¿no pesaba ya en el ánimo del president Puigdemont el 3 de octubre? ¿No era previsible la reacción españolista del día 8? ¿Y no era evidente que los abstencionistas del referéndum votarían en masa cuando el Estado les llamara a las urnas del 155? ¿Es que esas condiciones han desaparecido o se han suavizado los castigos para que ahora se pueda hablar de otra DUI? ¿No hay fiscales pidiendo años de cárcel para miles de personas con subterfugios tan cínicos como los de Almaviva contra Fígaro?

La historia contrafactual es un ejercicio inútil, pero no necesariamente estéril si nos ayuda a entender hasta qué punto son contingentes los hechos. Ni podemos saber qué habría pasado si… ni podemos saber qué pasaría si… Y esto no sólo nos obliga a desconfiar de las profecías y programas; también nos permite imaginar variantes de acción y posibilidades inexploradas, contraponer eventualidades y evaluar soluciones. Darnos cuenta de que el pasado no se rige por leyes rígidas ni avanzamos en línea recta hacia el futuro nos da, junto con la inseguridad de no saber cómo debe finirse, una medida de libertad respecto de los hechos ocurridos.

¿Qué hay de diferente entre octubre de 2017 y octubre de este año? Respuesta: las televisiones internacionales. En Barcelona se cocía una tormenta y el mundo estaba pendiente de ella. Durante semanas las imágenes fueron los grandes aliados del proceso. Las secuencias de violencia contra personas ejerciendo el derecho democrático más esencial refutaban a los balbuceos de Alfonso Dastis intentando negar los hechos. Aquello hizo temblar al Estado y no sólo al Estado; la Unión Europea también se estremeció con el escándalo de policías “democráticos” reventando la puerta del colegio de Sant Julià de Ramis, tan atemorizada como Almaviva cuando ruega a Rosina que no le obligue a despejar la puerta de la recámara.

Donde no hay eventos no puede haber testigos. Y la mesa de diálogo es un antievento. Se habla de ello, pero nadie la ha visto, al menos en la función negociadora que se le atribuye. Con esto no quiero decir que el independentismo tenga que recurrir a la violencia para acceder a la espectacularidad. Al fin y al cabo, ¿qué violencia puede ejercer un pueblo desarmado? Cualquier forma de violencia, real o aparente, siempre será bienvenida por el Estado, ¿o ya no recuerdan las armas abandonadas ostentosamente en el interior de coches de la policía con las puertas abiertas durante la concentración del 20 de septiembre de 2017? Caer en esta trampa daría al Estado la excusa que busca para emplear su superioridad abrumadora y encima le regalaría los argumentos que necesita para salvar las apariencias.

Pero la fuerza no lo es todo y recurrir a ella es expuesto cuando se pretende, como Almaviva, haber renunciado a los privilegios arcaicos. Tras la aplicación de 155, el independentismo podía, sin violencia, provocar la disfunción del Estado. Bastaba con que hacer como Charlot en ‘Tiempos modernos’ cuando, acelerando el automatismo del sistema, es tragado por la cinta de montaje y circula entre las ruedas dentadas como una pieza anómala que la máquina no puede digerir y se encuentra obligada a expulsar dando marcha atrás. De forma similar, al independentismo sólo le bastaba con dejar que la máquina siguiera funcionando alocada e incapaz de deglutir el problema catalán. Pero en vez de ayudar al Estado a profundizar la descomposición, el PDECat y ERC se apresuraron a engrasar su mecanismo. La estrategia sensata era y es la contraria: convertirse en un obstáculo en todo y para todo; desmoralizar al Estado en lugar de permitir que el Estado desmoralice al independentismo. Agravando su funcionamiento ya bastante defectuoso, ‘cinco… dieci… veinti… treinta… treinta y… cuarenta y tres…’

La violencia, por tanto, no es opción alguna. Dejando a un lado bromas como la oferta rusa del caso Volkhov, nadie armará a los catalanes aunque lo pidieran. Ni Cataluña lo vale ni España es un escenario de conflagración internacional como lo fue en los años treinta del siglo pasado. Aparte de un puñado de activistas tan minoritarios que al Estado no le cuesta nada controlar, infiltrar y perseguirlos, no se puede decir que los catalanes destaquen por el espíritu de sacrificio. Y el sacrificio es clave en las resistencias nacionales. Pero al mismo tiempo es cierto que el martirio gratuito, sin estrategia ni perspectiva, no tiene sentido. Más pertinente que las llamadas presuntuosas a no se sabe qué heroicas lecciones me parece una ‘modest proposal’ como la de Jonathan Swift a los ingleses. Con un sarcasmo sangriento, Swift les proponía aliviar la pobreza de las familias irlandesas llevando a sus niños al matadero para vender su carne a los ricos colonos ingleses. Una aplicación nuestra de aquella propuesta sería, puesto que los españoles sólo quieren Cataluña a condición de exprimirla, provocar su ingestión hasta que se les indigeste. Dicho de otro modo: los catalanes deberían dejar de comprar la tranquilidad mimetizándose con los españoles y hacer, por el contrario, que la catalanidad les persiguiera hasta en sueños. Que el acento menospreciado y la lengua odiada les entrase por las orejas hasta reventarles el tímpano. Y no sólo en lo simbólico, compensando la sustitución del idioma con leyes de política lingüística que no sirven de nada, sino en el práctico de la comunicación. Llevar a la práctica la teoría de la propia lengua tiene un potencial subversivo inexplorado. Como tiene su sabotaje al estilo de la Unión Soviética, de acuerdo con el chiste que decía: el Estado simula que nos paga y nosotros hacemos ver que trabajamos. Traducido al catalán: la Generalitat simula que construye la república y la gente hacemos ver que nos gobierna. Pero llega un día en que la comedia se acaba.

La semana pasada apuntaba el riesgo de que el Consejo de la República sea fuego fatuo. Ahora añado que, justamente porque la situación es escabrosa, existen oportunidades; es necesario romper con los partidos del régimen para legitimar al Consejo como verdadero gobierno en el exilio, un gobierno capaz de organizar y orientar las acciones y omisiones constitutivas de una confrontación que ha sido anunciada reiteradamente pero nunca aplicada. El exilio es la salvaguarda de un gobierno provisional y único amparo de la lucha organizada. Por esta razón el Consejo debería estar integrado sólo por exiliados. Los que residen en el Estado español son vulnerables y en consecuencia un estorbo. El modelo operativo podría ir desde acciones como las del Tsunami Democrático hasta el boicot de empresas y servicios españoles o simplemente colaboracionistas. Puede ser útil recordar la huelga de tranvías de 1951, el primer boicot exitoso del franquismo. ¿Por qué no se ha organizado una similar para poner fin al maltrato en Cercanías? También puede ayudar el recuerdo de la campaña de más de siete meses contra La Vanguardia organizada por Jordi Pujol, entre otros. Aquel boicot obligó a Franco a destituir al director del rotativo puesto por él mismo, el falangista Luis Martínez de Galinsoga, que un domingo de junio de 1959 había protestado durante una misa en catalán gritando “¡Todos los catalanes son una mierda!” ¿Cuándo habrá otro boicot a este diario y a otros medios que no sólo insultan al independentismo sino que promueven el imaginario español?

Se ha ponderado mucho la importancia de controlar el territorio, discutiendo si este control existió el 3 de octubre de 2017. La duda es como la de Almaviva y la Condesa ante la puerta cerrada de la recámara. No habiéndose puesto a prueba, es muy arriesgado afirmar o negar este control. Ahora, disponemos de una prueba sencilla e inequívoca: ¿hay o no control lingüístico del territorio? ¿Cuál es el término dentro del cual, como decía Pla, saliendo de casa y saludando con un “bon día” se tiene la certeza de que le responderán “bon día”? Hasta ahí llega el país y no más lejos. Antes de lanzarse de cabeza a empresas más arriesgadas, los independentistas deberían preguntarse cuál es el país que piensan independizar y con qué armas espirituales querrían hacerlo.

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