El gobierno de coalición entre Junts y ERC está terminado y no hay ninguna alternativa. Junts dice que la decisión final la tendrán sus afiliados en una votación interna, pero incluso en la hipótesis improbable de que los afiliados votaran a favor de continuar, el estallido definitivo sería tan sólo cosa de tiempo. Por tanto, la propuesta de formar una coalición de partidos que se reclaman independentistas para formar un gobierno autonomista se ha hecho añicos en un año y medio. En el hemiciclo, los cálculos ya no hacen posible esa invención.
La noticia es excelente, y ya sé que el calificativo molestará mucho a los acólitos y propagandistas que hacen una batalla por el relato a base de frases grandilocuentes sobre la estabilidad y las necesidades de la población –unas necesidades que después de ayer era evidente que eran incapaces de resolver, pero que, mira por dónde, nos quieren hacer creer que ahora sí que se resolverían como por arte de magia si este gobierno continuara.
No debe hacerse caso. Porque lo más importante que ha demostrado este govern en año y medio es, precisamente, que con esta migradísima autonomía ya no se puede arreglar nada. Con la autonomía no existe margen de actuación para resolver ninguno de los problemas importantes que tiene el país. Y no sólo es que no se pueda arreglar nada. Es que en el caso de este govern ni siquiera las propuestas que se han sacado de la manga para simular que tenían ideas no han podido tener éxito. En el discurso de la Diada, el president Aragonés solo pudo exhibir orgullo cuando aseguró que por primera vez en siete años el curso empezaría sin ningún niño obligado a realizar el 25% de castellano en la escuela. Y ni eso. Los tribunales del golpe de estado permanente a las pocas horas ya dijeron que la maniobra filibustera del govern no servía para dos escuelas y ayer ya sumaron seis a la lista. Y ya veremos hasta dónde llegan…
La impotencia en la gestión autonómica es simplemente monumental y no depende de qué partido gobierne. Con los años de Torra debía haber sido suficiente para entenderlo, como él mismo lo verbalizó al final, pero alguien pensó que era más listo y no entendió que cambiar las cosas no era una cuestión de actitud ni de buena voluntad, sino de estructura. Simplemente, la propuesta de estado de las autonomías en Cataluña no puede ir más allá. Y es muy ridículo empeñarse en creer en fantasías constitucionales o en hacer apología de la gestión aséptica. Ni juegos olímpicos, ni aeropuerto, ni mesa de diálogo, ni acuerdo de claridad, ni desjudicialización, ni calendario escolar, ni trenes circulando con normalidad, ni el traspaso de Cercanías, ni fábrica de baterías, ni política de renovables, ni 2% en cultura… Nada, ni un solo triunfo para poder mostrar en año y medio.
Estos últimos cinco años, pues, han servido para constatar que, después de la violencia de 2017, no hay otro camino que pueda dar frutos concretos en la mejora de la vida de la población que no sea el de la independencia. Y para demostrar que eso de llamarse independentista sin ejercerlo no es garantía de que la gente te crea. Se ha constatado que no necesitamos una independencia retórica, una república retórica hecha de palabras, sino la independencia con todos los atributos. Porque sin la independencia no habrá forma de utilizar todos los recursos que tenemos a nuestro alcance, con plena libertad, para encarar la grave crisis social que tenemos ni para garantizar que Cataluña no acabe convertida en un estercolero impracticable.
Y la cuestión es esa y no las lealtades o las zancadillas, ese tipo de show televisivo barato en el que se ha convertido la política catalana. Que si éste dice esto o aquél dice lo otro. Que si el tono no es el adecuado o la fotografía es demasiado oscura. Que si tú has filtrado esto y yo te filtraré aquello. Que si hacemos decir que tiene problemas internos o hacemos correr que no manda quien parece mandar… Habiendo renunciado a hacer la independencia, los políticos independentistas se han limitado a empequeñecerse cada día más, hablando obsesivamente de sí mismos, aislados de la gente en una especie de gran rueda de hámster que finalmente se ha caído. Y qué diferencia entre este espectáculo grotesco, ridículo, y aquellos días fabulosos de septiembre de 2017 cuando el Parlament de Catalunya asumió la ruptura con el franquismo, haciendo algo grande, realmente grande. Qué diferencia entre el orgullo que sentimos por ellos, entonces, y esta sensación agria de ahora.
Pero vuelvo al aspecto positivo. Todo esto no ha pasado porque sí. Y llega en un momento bueno. Llega cuando una cantidad creciente de gente ya está convencida de que por este camino no vamos a ninguna parte y que es necesario un cambio de rumbo total. Volviendo a 2017, para decirlo de forma rápida. Para las minorías, para quienes leen y se interesan por lo público, eso ya no admite discusión. Sin embargo, para convencer a la mayoría no olviden nunca que los gestos siempre pesan más que las palabras. Y por eso es tan importante ese desbarajuste penoso que vivimos en vivo y en directo. A ellos se les acaba el crédito y vuelve la hora de construir.
VILAWEB