Ha pasado medio milenio desde que se dieron las últimas contiendas entre reinos vecinos, escaramuzas que llevaron a la conquista vasca del territorio peninsular, y un sector de nuestro pueblo lo estamos viviendo como si se tratara de una crónica cercana. Los actos en Amaiur nos agitan las esencias y dan valor a las hazañas de nuestros antepasados. Otro sector, a no descartar en las lecturas de la real politic, no sabe siquiera lo que sucedió hace un par de décadas. Paradojas en el proceso de liberación.
La cercanía y el olor a pólvora reciente desde los muros del castillo de las piedras rojas, están relacionados en esa eterna pugna por el espacio, vital y político. Una concatenación de guerras, conflictos y antagonismos nos han unido desde el siglo XVI hasta hoy. Generación tras generación, unas veinte o veintitantas, que no son demasiadas, han permitido mantener un hilo más o menos grueso, según épocas.
Aquellos hombres que defendieron la independencia del territorio frente a los bárbaros (extranjeros para los griegos antiguos) no tienen con nuestra generación demasiadas similitudes. Probablemente la más notoria, la de la defensa de un territorio determinado, transitado por culturas diversas. Y también, obviamente, esa lengua descriptiva que nos hizo ser en parte como somos. El euskara es el mayor tesoro que guardamos en nuestro zurrón milenario.
Hoy, en cambio, tendríamos miles de interacciones de aquel combate. Las redes sociales se llenarían de comentarios al respecto y sabríamos los nombres y las circunstancias de las mujeres que seguro entonces también defendieron Amaiur. Las maniobras de despiste llegarían con las fake news, tal y como entonces inventaron una bula papal para justificar la invasión. Los tatarabuelos de Villarejo, Galindo y Amedo prepararían el terreno
Entonces y durante siglos, el tiempo se congeló. Las sombras de Cisneros y Nebrija se alargaron cansinamente. La metáfora sirve incluso para avalar aquella Pequeña Edad de Hielo que se amplificó desde la conquista hasta 1850. Ninguna broma. Nuestra muga sureña, el Ebro, se heló hasta siete veces en ese periodo, en los mínimos climáticos se perdieron cosechas enteras y las hambrunas fueron mortales para parte de la población vasca.
Sin embargo y coincidiendo con la subida de las temperaturas y los aires renovadores y románticos que llegaban desde más allá de los Pirineos el deshielo trajo la renovación soberanista. Aunque obviado por los académicos españoles, Tomás Zumalakarregi ya había puesto la primera piedra del separatismo moderno en 1834, con su declaración de independencia. La prensa europea se hizo eco de su manifiesto, mientras que la española lo metió bajo la alfombra.
Los estudiosos que se acercaron desde diversos rincones en el siglo XIX, lo hicieron atraídos también por el auge orientalista que elevó el interés por las lenguas locales. Entre los primeros, numerosos viajeros que creyeron descubrir la Shangri-La europea en nuestros valles, algunos apegados a costumbres milenarias. Víctor Hugo, Pierre Loti y otros llevaron a Agusti Xaho a proponer un Macondo mágico, un Obaba local. Hace unas semanas creí descubrirlo en una salida montañera. En Otsola, un valle sin presencia humana, ya es raro, en Basaburua.
El romanticismo y el orientalismo en boga, encontraron en el euskara, sin necesidad de estudiar el sánscrito o el urdu y de atravesar el Bósforo, la piedra filosofal para explicar el origen de las lenguas. Bonaparte, Dodgson, Humboldt… fueron impulsos para la labor ingente que hicieron otros gigantes como Campión o Azkue. Y fue precisamente uno de ellos, Arturo Campión, quien, junto a otros nobles lingüistas e historiadores, puso a Amaiur en el centro del país. Recupero su gesta y lo marcó como un icono para la modernidad que asomaba.
Pero los paraísos en nuestro territorio son apenas topónimos o letras de viajeros extasiados. En 1935, el poeta Lauaxeta escribió un texto que pasó a nuestro acervo colectivo: “Amaiur gaztelu baltza”. Unos versos que décadas más tarde fueron recuperados y musicados por Antton Valverde, con un final emotivo: “Berreun gudari oso sumin, gaztelu-pian dagoz illik. Ordutik ona –zenbat laño- Naparruan ezta aberririk”.
Él se convirtió en otro símbolo, en este caso, el de la ferocidad del fascismo. Estepan Urkiaga, que era su nombre y apellido de pila, fue detenido mientras enseñaba a periodistas europeos las trazas del bombardeo de Gernika. Un bombardeo negado por sus autores e imputado a rojos y separatistas. Lauaxeta fue ejecutado en las tapias del cementerio de Gasteiz, una mañana del recién estrenado verano de 1937.
Amaiur y Gernika se convirtieron en nuestros símbolos patrios por excelencia. ¿Dos derrotas como emblemas de la longevidad y ansias de libertad de un pueblo? Apenas conozco naciones que sostengan su colectividad simbólica con capitulaciones y esclavitudes. Entre nuestros vecinos, Francia se asocia al 14 de julio, aniversario de la toma de la Bastilla, en París. Y España al 12 de octubre, supuesta fecha de la llegada sufragada por la corona castellana en 1492 a un continente donde iniciaron un doble y expandido genocidio, en América y en África.
Euskal Herria, sin embargo, hizo de Amaiur y Gernika sus baluartes históricos. Hasta en eso fuimos diferentes. Ese euskara de los defensores del castillo sigue vivo. Y no como esperó Unamuno, diluido, o dibujó Bonaparte, mapeado. Sino dinámico, con sus sombras, adaptado a la velocidad de 2022. Porque desde aquel Tío Tomás y su proclama, han sido infinidad de hombres y mujeres los que creyeron en un proyecto nacional anclado, paradójicamente, en el futuro. Aún algunas y algunos penan prisión por ello.
Han pasado 500 años, medio milenio, y aquí seguimos porque, como dijo Lete, este nuestro territorio, es más que un sueño, “amets bat baino gehiago”. Y seguiremos en la brecha, haciendo buenas las palabras de Artze: “Batek goserik diraueno. Ez gara gu asetuko. Bati inon loturik deino. Ez gara libre izango”.