El Cantar de la triste Maria de Azpilikueta

Hace 500 años el conde de Miranda encabezó la larga columna de casi 4 kilómetros formada por más de 5.000 infantes que puso cerco al castillo de Amaiur y a sus 200 defensores entre el 13 de 19 de julio de 1522.

A finales de mayo leí el artículo “De Troya a Kiev pasando por Amaiur” de Arantzazu Ametzaga. Los escritos de la autora ―no puede ser de otro modo― siempre han tenido una gran influencia sobre mí; tres semanas después atravesé el estrecho de los Dardanelos en un ferri y desembarqué en las ruinas de la antigua Troya. Visité las excavaciones y estuve en pie sobre la llanura al suroeste de la ciudad, donde según la leyenda se batieron a muerte Aquiles y Héctor hace más de 3.000 años.

Las murallas, a decir de los arqueólogos, tenían diez metros de alto y cinco de ancho, pero no pudieron impedir la embestida de las tropas de Agamenón, que saquearon la ciudad, le prendieron fuego, y mataron a cuantos encontraron a su paso. Aún se le sigue llamando a eso “ganar una guerra”. Tal como afirma Natalie Haynes, escribiendo para el British Museum, la primera palabra de la Odisea de Homero es “hombre”, pero el autor dejó claro al lector que quién conocía la historia y las atrocidades de la guerra no eran ni héroes ni poetas, sino una mujer.

Homero lo expresó de manera sutil: tal vez sean los hombres los sujetos de la guerra, pero es una mujer la única que sabe revelar las macabras historias que esconden los conflictos bajo el maquillaje de palabras como “honor”, “gloria” y “victoria”, todas ellas impregnadas de sangre. Las mujeres están entretejidas en la narrativa de la guerra. Más de tres siglos después de Homero, Eurípides dedicó a las mujeres de Troya, dos de sus más célebres tragedias. Hécuba, la reina desposeída, es la esposa, madre y abuela de muchos muertos, el arquetipo de la realidad de la guerra. Andrómaca, Casandra y Helena comparten con ella el horror y los crímenes propios de cualquier conflicto armado.

La historia de Euskal Herria está plagada de ciclos troyanos, ejemplos de la brutalidad de la guerra y de la incapacidad para hacer la paz de las sociedades humanas. Calagurris (Calahorra), la ciudad de los vascones del 71 a.C., es uno de los primeros capítulos documentados de la historia de nuestro pueblo. Tras meses de sitio, sin agua, y consumidos los cadáveres exhaustos de ancianos, mujeres y menores, la ciudad se rindió al romano Lucius Afranius, a quien Pompeyo había dejado a cargo del asedio. Su hambre dio lugar a la expresión “fames calagurritana”.

La primera mujer documentada en la historia de Euskal Herria es Lampegia, hija de Eudon, el príncipe de los vascones. Al tener noticia del matrimonio de ésta con Uthman ibn Naissa, rebelde al poder de al-Andalus, Carlos Martel atravesó el Loira con sus tropas y saqueó el norte de la Aquitania vascona en la primavera del 731.

El valí de Córdoba organizó asimismo una expedición militar y se internó en la garganta de la Cerdanya a fin de tomar Llivia. Eudón, enfrentado a Martel por el norte, no pudo auxiliar a su hija. Cuenta Ximenez de Rada que ibn Naissa huyó junto con Lampegia y sus últimos hombres a través de los desfiladeros del Pirineo y que, cuando finalmente iba a ser capturado, se suicidó precipitándose por un barranco.

El emir dio orden de decapitar su cuerpo sin vida y de enviar a Lampegia al harén de Hisham ibn Abd al-Malik, califa de Damasco. No son pocas las vidas de mujeres que murieron en defensa de sus aspiraciones, de su pueblo y de su tierra en nuestra historia. Entre ellas, las figuras históricas que se revuelven en la intrincada crónica de la conquista del reino entre 1512 y 1522.

Katalina de Navarra, Katatxu, es la primera de ellas. Vio su estado conquistado por las tropas de Castilla y posteriormente condenado, saqueado y mutilado. A partir de 1512 y hasta su muerte en 1517 no dejó de luchar por el derecho de su pueblo a la libertad. Maria Azpilikueta fue otra de tantas heroínas de este ciclo de guerra y destrucción que soldados extranjeros trajeron a Navarra. Había nacido en 1469 y con 43 años tomó camino del exilio. Un año más tarde supo que un grupo de mercenarios había quemado su castillo de Xabier por orden del cardenal Cisneros. Murió viuda, agraviada y desposeída, y vio a sus hijos en prisión por defender una causa justa, pero la señora de Xabier, Azpilikueta e Idozin nunca dejó de luchar por los derechos de su casa y de su pueblo, porque no eran ellos los que habían venido a robar títulos y tierras.

Tal como afirma Arantzazu Ametzaga, cada mujer de esta tierra, después de ella, podría haber firmado sus cartas como ella lo hizo, “la triste Maria de Azpilikueta”. Nadie compuso el Cantar de la triste Maria de Azpilikueta, pero un poeta anónimo puso letra a uno de los poemas más conmovedores de la historia de la literatura vasca.

El poema narra el asesinato de Bereterretxe, del bando de Agramont, por orden de Luis Beaumont, primer conde de Lerin. La noche anterior a la mañana de Pascua, tres docenas de hombres armados se presentan en la casa-torre de Bereterretxe, en Larraine (Zuberoa). Conducen al joven prisionero encadenado a Maule, pero lo matan antes de llegar, abandonando el cadáver frente a la casa Ezpeldoi, en Etxebar.

La heroína, Marisantz Bustanobi, recupera su cuerpo. Corre primero por las montañas hasta la casa de los Buztanobi, donde vive su hermano menor. Pero él no puede ayudarla. Deja atrás las cinco cumbres de la sierra de Bosmendieta, y por el valle de Andotze recorre esa noche 30 km. Al pasar por Ezpeldoi pregunta por su hijo, pero no le revelan que ha muerto, una imperdonable falta de honor. Por fin llega a Maule y es allí donde el conde se lo hace saber, de forma cruel: “¿Tienes algún otro hijo…?” La camisa de Bereterretxe, empapada en su sangre, es el símbolo del crimen de Beaumont. Margarita Ezpeldoi intenta en vano limpiarla en las aguas del río.

A lo largo de siglos de historia de la humanidad se ha escrito que ellos y otros como ellos han ganado guerras, pero fueron ellas las que siempre ganaron el futuro y su legado somos nosotros. Somos Troya en Ucrania y fuimos Troya en Amaiur ―dijo Ametzaga―. Así es. De hecho, griegos y romanos, y ahora también los turcos se identifican con Hécuba, Andrómaca y Casandra. Nadie es ni quiere ser heredero o sucesor de Agamenón, el rey que sacrificó a su hija por un capturar una ciudad que nunca fue suya, y que dejó de ser ciudad cuando la capturó. Y nadie desciende de Aquiles, el soldado que antepuso la guerra y su ilegítima gloria a la vida, y solo fue capaz de enamorarse de un cadáver.

Éstos y otros campeones de la guerra nunca han ganado nada imperecedero. Cinco siglos después, seguimos siendo los orgullosos hijos de la triste Maria Azpilikueta, los legítimos sucesores de los derechos de la reina Katalina, y los dichosos herederos de la tradición cultural de Marisantz Bustanobi y Margarita Ezpeldoi. Y como hace cinco siglos, no queremos hijos soldados que arrebaten las tierras a sus naturales, que saqueen ciudades y no dejen otro testimonio de su existencia que haber matado a alguien o conquistado algo. Aún seguimos lavando la camisa bañada de sangre del estado que fue Navarra. Sí, conmemoramos hoy los cinco siglos de la batalla de Amaiur pero aún más celebramos ser los valedores de la única causa noble y justa que las mujeres y los hombres de aquel tiempo supieron defender: la independencia de una nación.

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