Cuando Rusia invadió Ucrania, el pasado 24 de febrero, todo el mundo creía que el país sucumbiría en un par de semanas. En el interior de los tanques destruidos en las vistas de Kiiv se encontraron uniformes para el desfile triunfal. De eso hace ya tres meses. Entre tanto, los rusos han sido repelidos de la capital, aunque controlan el sudeste del país y avanzan en el Donbass. El resultado de la guerra es incierto, pero cada día que pasa aleja a Rusia de la victoria y ahora es Putin quien propone reanudar las negociaciones con Kiiv. Aunque Rusia retenga a Crimea y anexione una parte del Donbass, los ucranianos habrán salvado algo más valioso que la integridad territorial: la soberanía. Esto no lo entienden quienes con sospechosa equidistancia presionan para abortar las sanciones y detener la entrega de armas a los ucranianos. Hay algo inmoral en un pacifismo que sacrifica la existencia de un pueblo a un ideal pasajero.
En Cataluña, quienes todavía defienden la no injerencia harían bien en recordar el pacto de no intervención en la guerra civil española. De ese acuerdo salió la Segunda Guerra Mundial, la división del continente en bloques antagónicos y la entronización de España como vigía de Occidente. Los catalanes todavía pagamos sus consecuencias.
El embargo de armas a la república española la decidieron los sensatos. Tan ilegítimos eran el golpe de estado como la revolución que prendió yesca, y por lo pronto eran asuntos internos. En términos de estado, no había ninguna razón para apear a una república que se tambaleaba de crisis en crisis sin conseguir anclarse en una voluntad propiamente nacional. Sin embargo, había una situación internacional a tener en cuenta, pero ni la intervención de las potencias fascistas consiguió que las democracias levantaran el embargo. Los hombres razonables de veintisiete países (veinticuatro excluyendo a Alemania, Italia y la Unión Soviética), los Stanley Baldwin, los Leon Blum, los Franklin D. Roosevelt y la Liga de las Naciones en conjunto abandonaron la república a una suerte infalible. Alemania ganaba tiempo para rearmarse y un Estado clientelar en la puerta del Mediterráneo. Poco faltó para que la alianza entre deudor y acreedor resultara letal para los británicos. Hitler habría tenido bastante con apretar a Franco en el pulso de Hendaya para tomar Gibraltar y apretar el nudo que estrangulaba a Inglaterra.
En verano de 1940 los juiciosos de aquella isla creían imposible ganar la guerra a los alemanes. La prudencia aconsejaba buscar la paz a cualquier precio. Pero la política de apaciguamiento no hizo sino alentar a Hitler. Una vez ocupada Francia, la decisión más hablada era someterse a salvaguardar una apariencia de gobierno. La Francia Libre de De Gaulle era un arrebato de alborotados. En 1967 no parecía sensato que Israel reaccionara militarmente al bloqueo de los estrechos de Tiran, puesto que la coalición de Egipto, Siria y Jordania era notoriamente superior en fuerzas terrestres y en aviación. Y eso mismo puede decirse del ejército de Ho Chi Minh, enfrentado durante muchos años a la mayor potencia militar del planeta.
Si los hombres razonables tuvieran siempre la última palabra, la historia sería diferente. Pero los sensatos suelen perder de vista un factor primordial: la importancia de la moral para los países, tanto en la guerra como en la paz. Este factor no suele entrar en el cómputo de los politólogos, pero es la fuente del carisma de las grandes figuras políticas. Cuando Churchill pidió sangre, sudor y lágrimas, no proponía programa laminero alguno, pero los británicos asumieron su necesidad y conservaron su libertad. El ‘premier’ no hablaba al cerebro sino al corazón y las tripas. Como lo hizo cuarenta años más tarde la inflexible e inconmovible Margaret Thatcher apelando a la capacidad de sacrificio de los británicos para estrangular la inflación y relanzar la competitividad industrial de Gran Bretaña.
La popularidad de un estadista tan torpe como Ronald Reagan no se comprende si no se tiene en cuenta la mortificación de los americanos por Vietnam, la dimisión de Nixon y la humillación por la toma de rehenes en Irán. Sin duda, la imagen doméstica de Reagan se benefició de la política económica de Paul Volcker, pero su principal activo fue restablecer la moral de victoria, aunque fuera con invasiones de cabaret como la de la isla de Grenada. Cuando José María Aznar quiso imitarle invadiendo el islote de Perejil sólo consiguió convertirse en la caricatura de una caricatura.
Lo que Reagan captó a tientas, en Cataluña sólo lo ha entendido Jordi Pujol, en particular el Pujol del boicot a La Vanguardia. Los políticos de ahora no tienen ni idea de la importancia de la moral nacional. Humillados entre el palo de los tribunales y la zanahoria del cargo, arrastran la política por el pedregal de la indignidad. El independentismo retórico desmoraliza, más cuanto más la palabra “independencia” satura su discurso. Desde el 27 de octubre de 2017, cada decisión y cada indecisión de los partidos que “hacen la república” derrumba el estado de ánimo de los catalanes. Y no sólo por la carencia de moral de victoria, sino porque han renunciado a las victorias que les comprometían.
Así como en los embalses la sequía descubre objetos que el agua ocultaba, el bajón de la moral revela los instintos primarios de las colectividades. Cuando la desmoralización se convierte en resentimiento, se adueña de los corazones y en lugar de inspirar luchas solidarias convierte la frustración en hostilidad contra el disidente. Sin embargo, el vacío ambiental también puede crear las condiciones para la emergencia de un político capaz de reavivar la moral de un país desilusionado. Carisma es la capacidad de insuflar confianza en la gente a fin de que pueda confiar en sí misma. Carisma es convencerla, como Churchill el 18 de junio de 1940, de que hay una hora suprema en la que las naciones deciden su destino. Éste y no otro es el sello del genio político.
En Cataluña, desde el Primero de Octubre, se echa de menos un discurso de tal gravedad. En cambio, abunda la palabrería para fijar la hora más baja de la nación. En medio del griterío, sin embargo, el silencio circunspecto es un valor estimable. Hay algún antecedente. El 27 de octubre de 2017, Carles Puigdemont, el personaje más carismático de los últimos años, renunció a emitir el discurso fundacional de la abortada república. Esa renuncia permite vislumbrar la mala conciencia de un hombre sincero. De ese silencio, todavía podría salir una esperanza; el tiempo lo dirá.
Aun así, restaurar el ánimo de un país vejado pide más que sinceridad. Pide la fe de un Churchill, de un Zelenski, de un Ho Chi Minh y, ¿por qué no?, de un histrión como Reagan en el espíritu de sacrificio. Sólo así es posible decantar un equilibrio de fuerzas adverso e imponerse a un estado de ánimo contrario. El desánimo es la principal arma del enemigo, objeto y compendio de todas las demás armas. Para combatirlo hay que estar convencidos de que la existencia de la nación es el alfa y el omega de la vida civil, esto es, de la ciudadanía digna. Quien sea capaz de encarnar esta convicción podrá remover las brasas del Primero de Octubre y reavivar su llama, pues de materia no falta y una larga sequía de indignidad y de irresolución la han vuelto inflamable.
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