Xavier Diez
A finales de siglo pasado se hizo popular el concepto “brasilización de occidente”. Lo formuló el sociólogo alemán Ulrich Beck (1944-2015), en uno de los libros más emblemáticos para analizar la globalización, ‘La sociedad del riesgo’ (1998). El autor consideraba que los cambios económicos derivados de la fase de capitalismo neoliberal propiciarían una convergencia social en un sentido muy distinto a la del optimismo ingenuo que reinaba en los años posteriores a la caída del muro de Berlín.
No sería el Tercer Mundo el que acabaría pareciéndose a un occidente próspero, con políticas de protección social, seguridad y estados del bienestar, sino que era occidente, con una decadencia social constatable quien nos empujaba a sociedades duales donde espacios aislados de protección, urbanizaciones privadas rodeadas de vallas y guardias de seguridad actuarían como islas de bienestar rodeadas de un caos económico, inseguridad ciudadana, precariedad laboral y desorden social, como sucede en Brasil donde los ricos viven segregados física y psicológicamente de conurbaciones inmensas de favelas donde la vida tiene escaso valor y la existencia es precaria y azarosa.
La segunda vuelta de las elecciones francesas son un indicador de que Beck no iba desencaminado. Más allá de cualquier análisis fácil fundamentado en eslóganes y prejuicios, la realidad es que nos queda un mapa en el que la dualidad se percibe con claridad creciente. Macron representa a las élites, las ciudades dinámicas, aquéllos que viven bajo la protección de su riqueza y de las instituciones que propician esta polarización social. Fuera, Le Pen ha tenido los votos, con mensajes populistas y autoritarios, de aquellos que viven en el desasosiego, que se sienten abandonados, de las periferias, de la precarización.
La Francia de hoy es vista por muchas víctimas de la globalización como la historia de dos ciudades de Dickens; la próspera y ordenada frente a la decadente y caótica. Le Pen ha sabido catalizar parte de este malestar. Quizás hay un punto de exageración, de hecho el escritor Sylvain Tesson cree que “Francia es un paraíso habitado por personas que creen que es un infierno”. Sin embargo es constatable, desde hace ya décadas, que las cosas, y elementos subjetivos como las perspectivas vitales, como la sensación de ‘no future’, se deterioran.
No habría que menospreciar la fuerza de ese sentimiento negativo que está haciendo abrir paso a un autoritarismo, como todos, preocupante e imprevisible. A menudo, la percepción de la realidad puede ser más trascendente que la realidad misma, especialmente en el campo político. Y la realidad, tanto la objetiva como la subjetiva, es que para una cantidad importante de franceses, los procesos de globalización les han perjudicado. Como aquí, buena parte de la industria ha sido trasladada a Asia en general, y a China, en particular.
Como aquí, hemos asistido a una concentración de riqueza, desmantelamiento de protecciones sociales, ingeniería fiscal para permitir y potenciar exenciones a las grandes fortunas y patrimonios, el contraste entre la ensalzada cultura urbana y cosmopolita y la despreciada cultura tradicional e identidad nacional. Como aquí, las diferencias sociales se expanden y las clases medias adelgazan. Como aquí, las oportunidades laborales, propias de las clases medias (empleados de cuello blanco) menguan, se precarizan, privatizan, mientras que las perspectivas se desvanecen y las condiciones laborales empeoran.
Esto contrasta con China y Asia donde está ocurriendo exactamente lo contrario. Mientras que los hijos europeos de empleados de bancos, profesores, enfermeras, tenderos,… apenas mantienen el estatus de los padres (y, sin duda, disponen de menor poder adquisitivo, perspectivas menguantes y derechos decrecientes), los hijos chinos de los trabajadores de las fábricas o de campesinos disponen de oportunidades de proporcionar una creciente sociedad media. Esto, en lo que se refiere a Cataluña o Francia, entre los hijos de trabajadores, la posibilidad de ascender socialmente, prácticamente se está extinguiendo. De hecho, este proceso opuesto y contradictorio se está viendo claramente en las transformaciones de los respectivos sistemas educativos.
Hace algunas semanas, Joan Cuevas, director general de innovación, investigación y cultura general, uno de los hombres de la Fundación Bofill en el Departamento de Educación, compareció en el Consejo Escolar de Cataluña para explicar precisamente las transformaciones educativas en el campo de los currículos. De hecho, es uno de los artífices de los cambios curriculares que han hecho aflorar el resentimiento de un profesorado que parece recuperar la calle. Cuevas, a la hora de describir las diferentes políticas curriculares, exponía que, entre los países con mayor éxito educativo (con base en los proyectos PISA) se encontraban los asiáticos, con grandes progresos en las últimas décadas.
Sin embargo, si miramos de cerca sus sistemas educativos, lo que hacen es imitar las estructuras rígidas, las programaciones centralizadas y las metodologías tradicionales que funcionaban en occidente durante las décadas de los cincuenta a los ochenta. De hecho, sistemas como el coreano, el chino o el taiwanés no son demasiado diferentes al que establecía la Ley General de Educación de 1970 que rigió nuestro sistema hasta las décadas de 1990, con su punto de academicismo y esfuerzo individual. Tiene su sentido: Asia vive una época de oportunidades, de expansión de clases medias, de necesidad de incorporar a trabajadores cualificados a sociedades con economías más complejas, lo que hace que su sistema educativo funcione como una herramienta de igualación social.
Así lo consideraban organismos como la OCDE cuando empujan a cada país a tomar una serie de cambios en escuelas, institutos o en la profesión docente. Por el contrario, sociedades como la francesa o la catalana, con oportunidades decrecientes, y el deliberado objetivo de ir haciendo más estrechas y debilitadas las clases medias, las transformaciones educativas van en una dirección radicalmente diferente. En otras palabras, se sierra el cable del ascensor social.
Desde un proceso de Bolonia que triplicó los precios de las matrículas universitarias (expulsando, en la práctica, a los hijos de las clases trabajadoras del acceso a los estudios superiores), los cambios curriculares impulsados por el propio Cuevas –con un punto de triple salto mortal sin red- conllevan eliminar ciencias y humanidades, la implantación de metodologías que, como el trabajo por proyectos, no suelen funcionar cuando se aplican de forma generalizada fuera del ámbito de la investigación universitaria, o propiciar una autonomía curricular (que significa que las escuelas se acaban especializando por clase social) y la eliminación de las calificaciones.
En otras palabras, y de acuerdo con lo que explica la pedagoga Ani Pérez en su tesis doctoral, que, con el pretexto de que todo el mundo aprenda según sus posibilidades, se priva a las clases trabajadoras de poder utilizar el sistema escolar para ascender de clase social o adquirir un capital educativo que permita hablar de tú a tú con clases medias y profesionales, o se empujan las clases medias hacia el callejón sin salida del antiintelectualismo y la miseria cultural. En otros términos, la escuela se convierte en un ‘no lugar’, correspondiente con la creciente falta de oportunidades a todos los niveles, en una sociedad cada vez más dual y desigual.
Desigualdad entre áreas regionales; desigualdades entre campo y ciudad; desigualdades entre clases sociales; desigualdades entre propietarios y no propietarios; desigualdades entre protegidos y los habitantes de la intemperie; desigualdades entre alumnos de casa buena y alumnos pedorros en un sistema segregado; desigualdades entre élites globalizadas, cosmopolitas y con instrumentos educativos, y entre una gran masa abandonada a su suerte, con leves toques de educación emocional para aprender a resignarse ante un mundo que son incapaces de comprender: una favela global y simbólica.
No soy el único que piensa así. El economista Santiago Niño Becerra, con sus habituales profecías apocalípticas (y sin embargo, bien documentadas) dibuja un futuro por el estilo. La cuarta revolución industrial que hará inútil la existencia de miles de millones de personas de clases trabajadoras o que eliminará cientos de millones de trabajos cualificados y medianamente cualificados, implicarán este tipo de favela global. Los habituales de Davos, que suelen invitar a hablar a los mejores analistas, consideran que habrá que buscar fórmulas para evitar estallidos sociales que pongan en peligro este sistema dual, ese neofeudalismo capitalista.
Suelen ser la combinación de riqueza concentrada, pobreza generalizada y falta de perspectiva de los más jóvenes el combustible que propicia protestas y amotinamientos. Lo vimos en el 15 M, las revueltas árabes, o incluso la propia Revolución Francesa. Niño Becerra augura que para evitarlo se legalizará el cannabis, se implantará una renta mínima que, apenas permita sobrevivir y se generalizará a Netflix o equivalentes que narcoticen los espíritus.
Por eso, evidentemente, habrá que transformar los sistemas educativos (como se está haciendo en Cataluña) para evitar disponer de instrumentos intelectuales que permitan analizar objetivamente la realidad. Es una sociedad crecientemente segregada, atomizada, decadente, insatisfecha de sí misma y con una sensación de impotencia, como los personajes que aparecen en las deprimentes novelas de Michel Houellebecq. Y, como sucede con Brasil roto transversalmente, quizás acabaremos como víctimas de nuestra renuncia a construir una sociedad más justa, que necesariamente significa más igualitaria.
EL MÓN