Intuyo que se están produciendo cambios, si no radicales, muy sustantivos en los cimientos de las desigualdades sociales que marcarán la sociedad de los próximos decenios. Unas desigualdades quizás menos visibles que las que ahora estamos acostumbrados a observar, pero que pueden producir divisiones sociales más peligrosas que las actuales. Pienso, sobre todo, en desigualdades derivadas de la adhesión a ideologías -y a los estilos de vida que se derivan de ellas- que dividen entre los que confían en las capacidades individuales para encararse a todo tipo de obstáculos y los que ceden todas las esperanzas de protección al Estado benefactor.
Cuando ahora se habla de desigualdades sociales se piensa en las causadas por razón de etnia, sexo, edad, educación, salud y, sobre todo, las socioeconómicas, que suelen incluir todas las demás. Así, las políticas sociales combaten la estigmatización social de los extranjeros, las discriminaciones por razón de sexo, edad y escolarización, las discapacidades por enfermedad o, entre otras, la exclusión por pobreza. A lo largo del siglo XX se han producido avances muy grandes en el combate de estas desigualdades, si bien, con la recesión de finales de la primera década de este siglo y el impacto de la pandemia por el cóvid-19, ha habido un cierto retroceso. Con la recuperación económica prevista, sin embargo, cabe esperar que se vuelva al avance positivo.
Sin embargo, y sin menospreciar la importancia de este tipo de desigualdades, se constata la trascendencia de la doble y contrapuesta dirección que toman aquellas culturas políticas que lo esperan todo de la administración pública y que educan a individuos de forma que renuncian a tener un papel activo en la construcción de su propio futuro, o las que invitan a confiar en las posibilidades de una buena educación y el esfuerzo personal y en prepararse para ser resilientes para afrontar a los infortunios. No es algo nuevo del todo, pero sí lo es su profundidad y consecuencias. En pocas palabras, creo que la principal desigualdad social futura dependerá de factores como saber leer, escribir y hablar bien; autocontrolar los excesos adictivos en las redes; resistir emocionalmente las frustraciones derivadas de un mundo cada vez más salvaje o, entre otras cosas, sobreponerse racionalmente a una diversidad que debilita progresivamente los vínculos sociales tradicionales.
Se trata de un tipo de desigualdad que ya nada tiene que ver con las categorías ideológicas clásicas de derecha e izquierda, ni se explica por la condición socioeconómica o de clase. Esto va de la forma en que se entiende el mundo y de la actitud vital que resulta de la misma. Una desigualdad que resulta de adoptar un papel activo y resolutivo frente a las adversidades, o que espera pasivamente que el Estado te reconozca unos derechos exentos de obligaciones. Una desigualdad que enfrenta a individuos con suficiente fortaleza de carácter para encajar los imprevistos e individuos educados en la sobreprotección familiar y escolar, y que a estas alturas ya llenan las salas de espera de la atención a la salud emocional.
El incremento de políticas sociales populistas que no hacen otra cosa que enquistar el problema que quieren resolver -más asistencialistas que ocupadas en crear riqueza-, o las últimas propuestas educativas que buscan el éxito imaginario en la reducción de la exigencia formativa o que enmascaran el fracaso individual con eufemismos paliativos, hacen pensar que vamos por mal camino. Y creo que estas desigualdades futuras, que ya no se podrán combatir con presupuestos públicos porque tendrán más que ver con las mentalidades que con los recursos materiales, tendrán consecuencias más graves que las desigualdades tradicionales. Es decir, nos encontraremos con una sociedad dual que no será tanto entre ricos y pobres como sobre todo entre las culturas de carácter resolutivo y las educadas en la asistencia social. Una diferencia que discriminará entre países con o sin ascensor social, y entre quienes podrán subirse a ellos y quienes no.
ARA