El retorno de Gaia

Lynn Alexander y Carl Sagan se casaron el 16 de junio de 1957. Ambos eran entonces jóvenes investigadores –ella tenía diecinueve años y él, veintidós– que iniciaban sus carreras científicas. Después de traer al mundo dos hijos –Dorion y Jeremy– la pareja se separó. Durante mucho tiempo ella siguió usando el nombre de Lynn Sagan, hasta que se casó de nuevo con Thomas Margulis. Ese tercer apellido fue el definitivo.

 

Las vidas de ambos siguieron caminos menos distintos de lo que pueda parecer. La de Sagan lo condujo a la exobiología, los radiotelescopios, la universidad de Cornell, las misiones Apolo, los libros superventas y el estrellato televisivo; la de Margulis, al estudio de las bacterias, a formular la teoría de la endosimbiosis seriada, a trabajar con James Lovelock en la hipótesis de Gaia y a formar parte de la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos. Pero sus itinerarios no solo se encontraron cuando ambos fueron considerados figuras indiscutibles de la ciencia contemporánea. La astronomía y la microbiología, el estudio de los cuerpos más grandes y de los seres más pequeños, son disciplinas convergentes: todo lo que hay en el planeta Tierra es de origen extraterrestre, mutaciones de las minúsculas motas de polvo de las estrellas.

 

Sagan trabajó durante los años sesenta en modelos teóricos sobre el planeta Venus, como el de invernadero. Ahora se sabe que ese tipo de calentamiento es una propiedad de muchas atmósferas planetarias, como la de la Tierra; pero entonces no era así. Buscando vida en el Sistema Solar, iluminó una dimensión esencial de la vida en nuestro planeta. Margulis, por su parte, cambió nuestra perspectiva sobre las bacterias y otros seres diminutos. Rescatando ideas olvidadas e iluminándolas con nuevas evidencias, intuyó que no solo estaban asociados con las patologías, que también eran aliados fundamentales de la vida.

 

En el tercer vértice del posible triángulo, a James Lovelock se le ocurrió la idea de que la Tierra era un ser viviente tras trabajar en los años sesenta en un proyecto de la NASA sobre la detección de vida en Marte. Aunque se canceló, ese trabajo le permitió acceder a datos sobre la composición de las atmósferas de Marte y de Venus. Al compararlas con la de la Tierra, se planteó de pronto esta pregunta: “¿Era posible que la vida en la Tierra no solo crease la atmósfera, sino que la regulase, manteniéndola con una composición constante y a un nivel favorable para los organismos?”. Se la formuló cuando compartía despacho en el Jet Propulsion Laboratory con Sagan. A partir de entonces se dedicó en cuerpo y alma a responderla con un sí, apoyado en argumentos científicos, muchos de ellos facilitados por Margulis. Demostraron juntos que la Tierra actúa como un gigantesco ser que se autorregula.

 

Esas intuiciones sobre la historia y la realidad del planeta Tierra, inspiradas en lo telescópico y en lo microscópico, cambiaron nuestra manera de mirar el mundo. Cincuenta años después, nos siguen siendo útiles para entender mejor el presente. Al igual que ellos tres releyeron la historia de la ciencia para revolucionarla, nosotros los estamos leyendo a ellos para trazar las líneas maestras del siglo XXI. Y para enfrentarnos a sus mayores desafíos: el cambio climático, la microbiología y las pandemias, la exploración espacial, la inteligencia artificial.

 

GAIA RELOADED

 

Sagan, Margulis y Lovelock llevaron a cabo sus respectivas revoluciones gracias a que eran heterodoxos y transversales. Supieron pensar de otros modos porque escaparon a las restricciones de los cotos académicos y porque pusieron en conversación tradiciones distintas, pero no excluyentes. Además, crearon escuela.

 

“Riguroso e iconoclasta”: así define Margulis a Stephan Harding en el prefacio de su libro Tierra viviente. El ensayo resume el tránsito entre la hipótesis y la teoría Gaia; explica –en un estilo más literario que académico– sus ideas más importantes; y actualiza con datos el legado del maestro. La ciencia astrofísica ha demostrado que ahora el Sol es un 25% más brillante que hace 3.500 millones de años; y sin embargo la Tierra ha mantenido una temperatura adecuada para la vida. Los avances en informática de los últimos años han permitido crear modelos matemáticos y simulaciones extremadamente complejas que demuestran que “las comunidades ecológicas se pueden considerar superorganismos que funcionan mejor y de forma más predecible cuando aumenta su biodiversidad”.

 

Al mismo tiempo, el autor reivindica el “alma del mundo”, el panteísmo, el platonismo o el conocimiento planetario de los pueblos ancestrales. Me pregunto si ese discurso anfibio, entre la ciencia y la poesía, favorece la aceptación de la teoría Gaia o la sigue perjudicando. Pero no hay duda de que se debe crear diálogo entre esas dos dimensiones de nuestros cerebros: la de los hechos y la de las metáforas, la de la razón y la del mito.

 

Según Harding, la idea clave de la teoría es “maravillosamente holística y no jerárquica, pues sugiere que es el sistema gaiano en su conjunto el que lleva a cabo la regulación, que es la suma de todas las retroalimentaciones complejas entre la vida, la atmósfera, las rocas y el agua lo que dio lugar a Gaia”. Esa idea, la del todo como suma de sus partes, es cuestionada por Timothy Morton en Reciclar la ecología . Según el filósofo se trata de una visión monoteísta del mundo. La Declaración de Ámsterdam del 2002, no obstante, acordó que la Tierra es en efecto un sistema autorregulado que incluye la biosfera, el aire, el océano y las rocas de la corteza. De todos los dioses en que hemos creído a lo largo de la historia, Gea o Gaia o Tierra tal vez sea el que tiene más sentido.

 

“En el comienzo éramos todas y todos el mismo viviente”, dice la primera línea de Metamorfosis , el excelente ensayo del filósofo Emanuele Coccia que propone considerar la multiplicidad de formas que componen nuestra realidad en términos de metamorfosis y no de evolución, es decir, como variaciones horizontales en el seno de una naturaleza en que toda forma proviene de otra. El panteísmo y Gaia, en Coccia, se resemantizan en clave contemporánea: “El porvenir es el hecho de que la vida y su fuerza están por todas partes y no pueden pertenecer a ninguno de nosotros, ni como individuo, ni como nación, ni como especie”. En un momento histórico en que parece que estamos pasando del antropocentrismo al códigocentrismo, la alternativa más razonable es la biocéntrica.

 

LAS RAZONES DEL REVIVAL

 

¿Qué tienen en común Elon Musk, Jeff Bezos y Carl Sagan? Los tres fueron miembros de los clubes de astronomía de sus respectivas universidades. En su podcast The Evening Rockett , Jill Lepore explora los referentes de ficción especulativa de los dueños de Tesla o Amazon y cómo los están convirtiendo en realidad. Ese imaginario de emprendedores y disruptores que han cambiado el mundo y ahora se proponen conquistar Marte se ha vuelto inquietantemente global. Se puede interpretar el regreso de Gaia y de los proyectos cosmopolitas y utópicos de Margulis, Sagan y Lovelock como un contrapeso, como un plan B. Los libros, documentales, exposiciones o congresos científicos que recuerdan que vivimos en la simbiosfera, que no somos nada ni nadie sin la colaboración y la cooperación internacionales, nos recuerdan que la economía de las plataformas y los nuevos monopolios digitales no son la única opción, que no podemos dejar el futuro en manos de las corporaciones.

 

Las figuras fronterizas de Lovelock, Margulis y Sagan no son las únicas de los años setenta y ochenta que han regresado con vigor. La nueva ola del feminismo ha llevado a la reivindicación de grandes pensadoras y creadoras que destacaron en aquellas décadas, como la escritora Ursula K. LeGuin o la bióloga y pensadora Donna Haraway. El ecofeminismo ha encontrado en sus manifiestos, ensayos y novelas nuevos caminos de exploración.

 

Una de las obras más inspiradoras de las que se sitúan en ese nuevo territorio es La seta del fin del mundo , de Anna Lowenhaupt Tsing, quien huye como Coccia del tiempo lineal y de las disciplinas tradicionales para encontrar otros instrumentos de análisis y de escritura. Defiende el trabajo con “las temporalidades múltiples y los conjuntos cambiantes de humanos y no humanos, todo lo que constituye la propia esencia de la supervivencia colaborativa”. Escribe que “es hora de prestar atención a la recolección de setas“. Y añade: “No es que eso vaya a salvarnos, pero podría abrir nuestra imaginación”.

 

En Cómo piensan los bosques, la obra más importante de otro discípulo de Haraway, el antropólogo Eduardo Kohn, encontramos una palabra afín, clave en esta constelación de poéticas que estoy explorando: “Mi trabajo es especulativo”. La especulación hermana la ciencia con las artes. Cuando Sagan se instaló a principios de los años cincuenta en la Lynn House de la Universidad de Chicago para iniciar sus estudios de licenciatura, a sus compañeros les sorprendió que en su habitación hubiera tantos libros de ciencia ficción. Un amigo, Ronald Blum, le dijo a su biógrafo: “Todos habíamos leído ciencia ficción. Lo habíamos superado. Aquella era la habitación de alguien que no lo había hecho”. De su paso por la misma universidad, Marugilis recordó: “Allí la ciencia facilitaba el planteamiento de las cuestiones profundas en las que la filosofía y la ciencia se unen: ¿Qué somos? ¿De qué estamos hechos nosotros y el universo? ¿De dónde venimos? ¿Cómo funcionamos?”. En el siglo XXI nos hemos dado cuenta de que nunca superaremos la ficción especulativa. De que vivimos en un mundo de ciencia ficción. Y hemos convertido aquella habitación y aquellas preguntas, en la frontera entre las ciencias y las letras, en nuestro laboratorio.

 

 

Los cosmos de Carl Sagan

Carl Sagan (1934-1996) descubrió a los ocho años la idea que lo acompañaría toda la vida: era posible que hubiera vida en otros planetas. A esa posibilidad le dedicó sus estudios en física, astronomía o genética, entre otros campos; sus libros científicos y creativos; sus proyectos pioneros en exobiología; sus múltiples colaboraciones con la NASA; su trabajo como editor de la revista Icarus; sus apariciones en televisión o su intenso activismo político. Fruto de todo ello fueron tres premios Emmy, un Pulitzer, un Hugo y decenas de medallas, tanto al mérito universitario como al civil.

“A Fred L., Whipple y Carl Sagan, que sobre esto saben mucho más que yo”, leemos en la dedicatoria de El Universo de Isaac Asimov. Entre sus interlocutores se encontraron muchos premios Nobel de Física y Química, pero también dos grandes escritores de ciencia ficción: Asimov y Arthur C. Clarke. No es extraño que su último proyecto literario fuera una novela, Contacto. Aunque no llegó vivo al estreno, participó en la creación de su versión cinematográfica. En esa historia, cuya cara visible es la de Jodie Foster, desarrolló a través de la ficción el deseo profundo que albergó desde niño: comunicarse con seres extraterrestres.

Si ya era una estrella en los Estados Unidos cuando se estrenó la serie Cosmos: un viaje personal en 1980, a partir de ese año se volvió el científico más famoso de todo el mundo. En el 2014 se produjo una secuela, Cosmos: una odisea de tiempo y espacio, que fue producida por Ann Druyan, viuda de Sagan y co-creadora de la serie original. National Geographic estrenó una segunda temporada en el 2018, subtitulada Mundos posibles. En las sondas Voyager, que fueron lanzadas en 1977, viajan todavía los discos dorados con los mensajes de la humanidad que diseñaron Druyan, él y otros científicos norteamericanos. En estos momentos ya han atravesado la frontera del Sistema Solar. Nos envían imágenes desde otros mundos, que dejan así de ser especulación. J.C.

 

Las simbiosis de Lynn Margulis

Lynn Alexander (1938-2011) se crio en el sur de Chicago durante la Gran Depresión. Para escapar del ambiente tóxico de sus padres, ingresó a los catorce años en la Universidad de Chicago. Desde entonces y hasta su muerte no cesó de estudiar, investigar, escribir ni leer (una de sus autoras de cabecera era Emily Dickinson). Además de varios libros científicos importantes (como Symbiosis in Cell Evolution), publicó un libro de ficción (Peces luminosos). Formó parte tanto de la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos como de la Academia Rusa, pues al igual que Sagan defendió los puentes entre las instituciones intelectuales de ambas potencias, en plena carrera espacial y Guerra Fría.

Identificamos su nombre con la simbiosis, al igual que el de Charles Darwin es sinónimo de evolución. No sólo las mutaciones, también la fusión de líneas celulares es un motor evolutivo. Esa es la idea revolucionaria que impulsó la carrera de Margulis en el ámbito de la microbiología y la genética. La defendió con pasión toda su vida. También desarrolló la teoría simbiogenética, que vio en las bacterias la fuente de la complejidad de la vida. Según los testimonios recogidos por su hijo Dorian Sagan en Lynn Margulis. Vida y legado de una científica rebelde, se tomaba como un insulto personal el ninguneo en los congresos científicos de los micromundos bacterianos. En 1990 puso en circulación el término holobionte, que actualmente se refiere a la comunidad que forma un animal o una planta con los microorganismos simbióticos que conforman su microbiota. Todos los humanos lo somos.

Por su vinculación con Barcelona y con el Delta del Ebro (donde descubrió la espiroqueta Spirosymplokos detaiberi), no hay duda de que le encantaría saber que una editorial de ensayo interdisciplinar barcelonesa se llama Holobionte. El 5 de marzo del 2018, día de su 80 cumpleaños, se proyectó aquí el documental Symbiotic Earth: How Lynn Margulis rock the boat and started a scientific revolution, de John Feldman, que narra cómo Margulis defendió sus novedosas ideas y obtuvo gran reconocimiento internacional al tiempo que criaba a cuatro hijos y superaba las barreras construidas por un campo científico dominado por hombres. J.C.

 

Lovelock: de Gaia al Novaceno

La mayor parte de la carrera del visionario químico británico James Lovelock (1919) ha tenido lugar al margen de la academia, en su residencia en el molino de Coombe, en el extremo sur de la isla de Inglaterra. Un laboratorio que él llama su estación experimental. Gracias a los derechos de las patentes de sus inventos –instrumentos de medición científica que se situaron en la estela de su famoso detector de captura de electrones– ha podido sostener durante décadas su investigación independiente. En la universidad, afirma en el prólogo de Las edades de Gaia, habría sido “casi imposible dedicarme a tiempo completo a una investigación tan especulativa”.

Como Sagan, Lovelock ha sido un gran divulgador de la ciencia más allá de los límites de sus disciplinas, tanto en libros como en programas radiofónicos y televisivos. Tuvo que esperar tres décadas para que su nueva interpretación de nuestro planeta comenzara a ser aceptada. En el 2006 la Geological Society de Londres le entregó la medalla Wollaston por “la creación de un campo de estudios enteramente nuevo en Ciencias de la Tierra”. Consciente de que al bautizar a la Tierra como Gaia le imprimió a la marca una pátina New Age, en su obituario de Margulis, Lovelock comenta con ironía que los geólogos que al fin han aceptado su teoría llaman a la Tierra “sistema terrestre”.

Como si la transformación de la hipótesis Gaia en la teoría Gaia no fuera un legado suficiente, Lovelock ha superado el centenario de existencia y ha publicado, en colaboración con Bryan Appleyard, Novaceno. En el que tal vez sea su último libro, afirma que quizás estemos en el inicio de una nueva era de la historia del planeta, la que va a protagonizar la inteligencia artificial. Los humanos hemos cumplido el rol que hace millones de años tuvieron los fotosintetizadores: sentar “las bases para la nueva etapa de la evolución”. Ni él ni las primeras generaciones de sus herederos podrán demostrar con hechos y datos que tenía razón. Especula con un futuro remoto, de escala geológica, en clave de ciencia ficción. J.C.

 

 

 

Bibliografía

 

Emanuele Coccia

Metamorfosis. La fascinante continuidad de la vida

Siruela

 

Stephan Harding

Tierra viviente

Atalanta

 

Eduardo Kohn

Cómo piensan los bosques. Hacia una antropología más allá de lo humano

Abya-Yala

 

James Lovelock

Las edades de Gaia

Tusquets

 

James Lovelock y Bryan Appleyard

Novaceno. La próxima era de la hiperinteligencia

Paidós

 

Anna Lowenhaupt Tsing

La seta del fin del mundo. Sobre la posibilidad de vida en las ruinas capitalistas

Capitán Swing

 

Lynn Margulis

Peces luminosos. Historias de amor y ciencia

Tusquets

 

Timothy Morton

Reciclar la ecología

Reservoir Books

 

William Poundstone

Carl Sagan. Una vida en el cosmos

Akal

 

Carl Sagan

La diversidad de la ciencia. Una visión personal de la búsqueda de Dios

Península

 

Carl Sagan

​Cosmos

Planeta

 

Dorion Sagan (Ed.)

Lynn Margulis. Vida y legado de una científica rebelde

Tusquets

 

LA VANGUARDIA