Acaba de publicarse la última colección de ripios de Víctor Manuel Arbeloa, dedicados a las “víctimas del terrorismo”, prologado por Teo Uriarte y con un mensaje final: combatir a los que demandan el “derecho a la autodeterminación”. Es una pena que Arbeloa tenga tantos años acumulados bajo su bisoñé, porque quizás –soñemos– podría asistir a su propio Nuremberg, juzgado como responsable de la violencia generada en Navarra durante la Transición. Sí, lo que leen. Los principales terroristas de la Historia no suelen disparar un tiro: crean las condiciones para que otros se maten.
Situémonos: tras la muerte de Franco, Navarra era un polvorín. Nadie dudaba que en el horizonte que se abría, la unidad vasconavarra sería un hecho: era una demanda de más de dos siglos; todos los partidos, desde el PSOE hasta la izquierda revolucionaria, se apellidaban “de Euskadi”; todos los sindicatos (CCOO, UGT, USO) tenían la ikurriña en sus anagramas; la bandera vasca ondeaba en sedes, fábricas en huelga y peñas sanfermineras, sin excepción. En muchos ayuntamientos, la presión popular obligó a colocarla a los propios alcaldes franquistas, incluso en la Zona Media y Ribera. Algunos, como Agoitz o Atarrabia, convocaron referéndums que se ganaron con holgura. La prensa de Madrid unía con normalidad las cuatro provincias y hasta la Banca navarra parecía participar de aquel entusiasmo panvasquista, editando para sus clientes mapas de Euskal Herria, revistas como Vida Vasca, o participando en la Asociación Vasconavarra de Cajas de Ahorro. La Iglesia también sumaba: en 1976, el Consejo del Presbiterio de Pamplona y Tudela expresó su deseo de avanzar “la constitución de una provincia eclesiástica para todo el País Vasco”; dos años más tarde la Conferencia Episcopal española aprobó, en su XXX asamblea plenaria, la Provincia Eclesiástica Vasca de Pamplona y Tudela, con Bilbao, San Sebastián y Vitoria”. El ambiente era tal que hasta Del Burgo y Aizpún se veían obligados a proponer un Consejo Vasco-Navarro de cooperación y desarrollo. En las primeras elecciones fueron mayoría quienes votaron por un País Vasco unido. Era 1978 y Navarra vivía el mismo “ambiente general” –en palabras del propio Arbeloa– que se había vivido en 1932, cuando por vez primera se preguntó a Navarra si quería un estatuto vasco unitario y el 90% de los ayuntamientos votaron a favor.
Desde Madrid mandaron parar. Una Navarra con aquella efervescencia, unida a sus hermanas, era demasiado peligrosa. Los militares pusieron líneas rojas y ordenaron al PSOE a cambiar de rumbo. Urralburu y Arbeloa serían los principales mamporreros de aquella violación a la Navarra antifranquista y a su propia tradición política, mantenida desde el Frente Popular de 1936 hasta entonces. Y a fe que se emplearon a fondo.
Algunos avisaron: “La mayor violencia se está jugando en estos momentos en Navarra”, dijo Telesforo Monzón en su inolvidable El jarrón roto. Pero mejor recordar lo que decía Mario Onaindia (El País 30.XII.1979), que acabaría siendo dirigente del propio PSOE: “La postura del PSOE ante la integración de Navarra representa el colmo de la irresponsabilidad política. A estas alturas, el PSOE debería haber aprendido qué ocurre en nuestro país cuando se cierran todas las puertas a las soluciones democráticas. De hecho, quien conozca el significado de Navarra por la mayoría de los vascos, no se le escapa que con esta postura suicida el PSOE hace más por la continuidad de la lucha armada y la desestabilización de la democracia que las teorizaciones del supuesto apologista del terrorismo más sofisticado. De nada sirve condenar al terrorismo cuando una política irresponsable arroja a posturas irracionales y antidemocráticas a quienes desean soluciones profundas para ciertas cuestiones, soluciones, que, en este caso, están recogidas hasta en la propia Constitución”. Este artículo resultó premonitorio: la división territorial de Euskal Herria propiciada por el PSOE agudizó décadas de violencia y degeneración de la democracia.
Primero fue el trágala del Amejoramiento, el único estatuto de autonomía –junto con los de Ceuta y Melilla, colonias también– que no se sometió a referéndum. Luego fue la Ley de Símbolos, para arrancar las ikurriñas de los ayuntamientos y grupos de danzas. De seguido la Ley del Vascuence, creada para evitar que decenas de miles de navarros fueran hoy día euskaldunes. En 1980 nació el sintagma País Vasco y Navarra, jamás usado hasta entonces. Lo que no hizo ni el franquismo hízolo la Transición. En 1981, el PSN aprobó el documento Bases para un Consejo Vasco-Navarro, simple vaselina de urgencia que el tiempo secó. En paralelo, décadas de gobiernos con UPN, corrupción y todo tipo de armas para hacer doblar la testuz al karrikiri navarro: ocupación militar, muertes, torturas, GAL… El control absoluto de los medios de comunicación, tribunales y gobiernos centrales, se encargaron de normalizar la impostura. Por primera vez en su Historia, Navarra no era un territorio vasco. Aquellos barros nos enlodaron durante décadas y sus responsables aun no han sido juzgados.
¿Acaso no sabían Arbeloa ni Urralburu las consecuencias violentas que en el mundo acarrean las particiones territoriales y la violación de las identidades y lenguas? ¿Desconocían lo ocurrido en Irlanda? ¿No se desangró Europa por Alsacia, Lorena y los Sudetes? ¿Cuánta violencia desató el empeño de Mussolini de italianizar el Tirol del Sur? La mayor parte de las guerras en África ¿no las ocasionaron todos los Urralburus y Arbeloas que desde cómodos despachos separaron pueblos, lenguas y etnias con escuadra y cartabón? El mismo PSOE que separó Navarra ¿no es responsable directo de lo que ocurre en el Sahara? Después hemos visto lo ocurrido en la antigua Yugoeslavia, en Dombáss, en Kosovo… Consecuencias todas de políticos enanos que se creyeron dioses jugando al Monopoly con las nacionalidades.
Por eso resulta obsceno que aquellos que más hicieron “por la continuidad de la lucha armada” –Onaindia dixit– anden ahora publicando rimas y obituarios. No hay bisoñé que pueda cubrir tanta felonía.
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