Oportunismo de mascarilla

La máscara despersonaliza e infantiliza.  Es un instrumento de sumisión y de disciplina, y si alguien lo duda que visite la exposición del CCCB ‘La máscara no miente nunca’.  Mal pinta cuando tenemos que escondernos detrás.  Puede ser un juego, pero a menudo es una forma de encuadre, para dar miedo sin ser identificado, que ha sido regularmente utilizada por grupos como el Ku Klux Klan, símbolo por excelencia del uso político de la máscara.

Fue una de las primeras exigencias de los gobiernos para poner a la ciudadanía en posición de pandemia. La obligación de esconder la cara bajo la mascarilla era mucho más simbólica que efectiva, salvo situaciones concretas.  En la calle y de forma generalizada aportaba poco como instrumento anticóvid, pero apelaba a la exigencia y a la culpa. Y sobre todo era la señal de que, conjugado con el confinamiento, nos situaba a todos fuera del mundo. Taparse la cara es ser irreconocible como sujeto singular –por tanto, como portador de derechos y deberes– y nos unifica como una masa amenazada. Fue el toque de trompeta hacia el sometimiento, es decir, hacia la irresponsabilidad. No éramos personas libres sino ciudadanos movilizados para obedecer a órdenes sin hacer preguntas. Si no nos diferenciamos es que no somos nadie, y si no somos nadie, no tenemos palabra.

Superado el golpe inicial, la realidad se fue imponiendo y la mascarilla se fue desplazando hacia donde nunca debía haber salido: los lugares donde era estrictamente funcional. Han pasado dos años de pandemia. Sería razonable pensar que se ha avanzado del ámbito de las imposiciones al de la responsabilidad individual de las personas. Pero el lenguaje del poder se funda en la desconfianza en la ciudadanía. Ahora en el momento difícil de la frustración: cuando la salida del túnel vuelve a estar pintada de negro, el presidente Sánchez recurre a la mascarilla para intentar protegerse, a sí mismo (no a nosotros), del creciente rechazo a medidas restrictivas que amenazan la estabilidad de una sociedad exhausta. Y contra toda lógica erige la mascarilla como madre de todas las batallas. Es triste cuando los dirigentes políticos deben esconder su impotencia por la vía del miedo y la infantilización de los ciudadanos. La mascarilla como coartada para no hablar claro y sin embargo hacernos sentir atrapados en la inseguridad. Ridículo.

ARA