El hecho de que la mentira no sea un monopolio absoluto de esta era, calificada por algunos como de la pos-verdad y de fake news, o noticiario de falsedades con apariencia de realidad, viene a estar demostrado por la en tantas ocasiones poca fiabilidad de la documentación eclesiástica referida a gestas y datos históricos que sin embargo ha dado lugar a acontecimientos reseñables del devenir actual. Un caso singular, en este sentido, fue la conocida Donación de Constantino, justificada desde la leyenda en la milagrosa curación del emperador de una lepra que nunca tuvo, y que en momento dado posibilitara la posesión del dominio de la Iglesia institución sobre cualquier otra configuración del poder terrenal y, sobre todo, la posesión patrimonial de un trozo de su territorio. Hecho que fuera recogido allá por la década de los ochenta del siglo pasado por Antonio Castro Zafra, en su obra Los círculos del poder (Apparat Vaticano), en capítulo dedicado al papel desempeñado por la curia en torno a las raíces del poder y en la mismísima creación de los Estados Pontificios vigentes desde el año 756 hasta 1870 (contando en su génesis con personajes tan conocidos, entre nosotros, como fuera el padre del derrotado Carlomagno de la batalla de Roncesvalles, Pipino el Breve).
El mencionado autor recuerda al respecto que:
“Quienes afirman que el Papa mostró el documento falsificado, la Donatio Constantini, después de que Pipino le hubiese entregado las tierras del Exarcado y la Pentápolis apoyan su teoría en un buen argumento: el Papa teme que lo que ha recibido de manos de un rey franco se lo arrebate otro, y para evitar este peligro apela a la Donación de Constantino. Con ella en la mano, afirma implícitamente que Pipino no le ha regalado un reino, sino que ha rescatado para él algo que ya le pertenecía”.
Por otra parte, con la anterioridad de varios siglos, ya en la época del emperador Constantino todo es sospechoso de ir contra la legalidad establecida empezando por su augusta proclamación. Aunque eso mismo, diríase ser harina de otro costal sin embargo no deja de avalar posteriores procederes, puesto que de todos es conocido el que su acceso al poder imperial lo fue por méritos de guerra, es decir, debida a la eliminación de sus contrincantes en la lucha por el poder absoluto pasando desde el compartido de las tetrarquías a la triarquía y posterior diarquía, concluyendo en el gobierno individual. Modelo, este último, del que se sirve la jerarquía sometida al papado.
Como hemos tenido ocasión de constatar a la hora de argumentar la legitimación de lo recibido y apropiado, la Iglesia no parece contar con límite alguno (aun y a pesar de la constatación realizada por el historiador Lucien Febvre para el imperio romano, de aquella presencia de las fortificaciones del limes como una especie de línea Maginot). Su propio poder terrenal es fruto en parte de una inteligente artimaña basada en varios documentos que inventan una realidad histórica inexistente, teniendo su origen en el pacto bélico por el que habría de proclamarse un nuevo estatus imperial establecido por el poder franco. Para entender todo este mundo medieval que torna su mirada hacia el legado imperial y su dinámica, condicionante en buena medida del devenir occidental, Castro Zafra trae a colación tres falsificaciones: la de los Dictatus Papae, unidos a las Decretales y a la Donatio Constantini constituyendo “la raíz principal del Derecho Canónico que ha llegado a nuestros días y que, sobre todo, ha condicionado sustancialmente la vida social europea”. Sin perder de vista, por tanto, que estos sean cánones para la teocracia. Lo que no significa otra cosa que el gobierno sobre la humanidad y sus sociedades haya de ser gestionado por la intermediación divina de una élite sacerdotal y principesca fundamentada en el epistolar paulino aserto de que “todo poder viene de Dios”. Se podría afirmar también, en este sentido, y dada la influencia que tales documentos tuvieran en la existencia de los europeos, cristianos o no, así como en otros lugares de la tierra, el que se trate de un documento apócrifo (inventado y atribuido a una persona que no lo realizara), pero que aún no habiendo sido emitido por ésta habría de tener una amplia repercusión. Es decir, que constituye prueba fehaciente de que tanto en el ayer como en el ahora no sea “la verdad”, precisamente, razón única y absoluta de la gobernanza, aunque la misma, sin duda alguna, contemple la existencia de tantas verdades de hechos comprobados como imaginativas creaciones cuya base real fuera inexistente. Así es probado por el hecho históricamente constatado de que su no acatamiento supuso más de una guerra de religión entre príncipes pontificales y seculares (todos ellos bajo la égida del mismo Dios), y entre facciones de la propia organización en el transcurrir de la historia europea y aún más allá de la misma. Hasta aquí todo parece normal y hasta canónico de no ser porque esta longeva institución episcopal, en cuyo funcionamiento y organización se inspirara tanto poder terrenal, incluidos muchos de los actuales partidos políticos, recalase en la gran oportunidad que surge de una legislación que posibilita hacerse con aquello de lo que desde tiempos inmemoriales –como gustan decir– poseen y disfrutan, así como de cualquier otro bien, sin necesidad de aportar título ni prueba alguna, es decir, por el procedimiento inmatriculador. Momento de indexal determinación por el cual se decide que el objeto así señalado desde la inspiración celestial es de su propiedad terrenal.
En fin, el hecho es que en nuestra Comunidad Foral de Navarra no hace mucho tuvimos la ocasión de constatar que dicho procedimiento ha reportado a la Iglesia la impactante cifra, en los datos dados a conocer por la Consejería de Políticas Migratorias y Justicia, del equivalente en superficie a 575 campos de fútbol del tamaño de El Sadar, sumando la nada despreciable cantidad de 2.952 propiedades que por esta espuria legalidad surgida del procedimiento de inmatricular han sido registradas a su nombre. Y lo más sorprendente, es el hecho de que para ello no se haya necesitado de título ni falsificación alguna. Toda una innovación en su ya larga, bimilenaria, tradición.
Noticias de Navarra