*Ex president de la Generalitat
Es sabido que de unos años acá participo poco (entre poco y muy poco) en la vida pública. Y es mi propósito el de seguir haciéndolo así. Pero estos últimos días se han producido dos hechos que me hacen romper la norma.
El primer caso fue hace poco con motivo de un debate sobre la financiación de Catalunya. Que ya desde el principio del autogobierno ha resultado manifiestamente insuficiente. Y así lo dijeron los cuatro participantes en el debate. Todos ellos consellers de Economia, entre el 2003 y ahora mismo, y personas de alto prestigio intelectual y político. Pero a mi entender no había quedado lo bastante claro el porqué y el origen de esta insuficiencia.
El segundo será hoy. Lo hago con pesar, y sin ganas de repetirlo, porque convendría que entre Catalunya y el Estado hubiese el máximo posible de entendimiento y de colaboración. Pero si grave y peligrosa para Catalunya es la amenaza del ahogo financiero, lo es más todavía la del gradual borrado de nuestra identidad. Que ha sido muy a menudo un objetivo muy subrayado en el conjunto del marco español.
Hay que decir que esta nueva ofensiva contra la lengua no nos debe sorprender. La gradual residualización del catalán es el objetivo de sectores políticos, intelectuales y sociales de España. Muy importantes. A menudo, dominantes. “ Dentro de treinta años y con la política que vamos a aplicar, seréis residuales”. Eso se me dijo cuando en Madrid yo protestaba por la ley Wert.
Pero hubo un tiempo en que había más espíritu de concordia y de comprensión. Una anécdota puede dar testimonio.
En el año 1986, cuando la presión de la mayoría absoluta del PSOE era más asfixiante, intenté reforzar las relaciones con las más altas instituciones del Estado. También con el Tribunal Constitucional. En una de aquellas visitas mi interlocutor fue Tomás y Valiente. Que entonces era presidente del Tribunal, en un tema de la mayor trascendencia para Catalunya, que era la inmersión lingüística.
En aquella época el Tribunal Constitucional también tenía pendiente la sentencia sobre la constitucionalidad o no de la expropiación que el gobierno del PSOE había hecho de Rumasa, el entramado de empresas fundado por el empresario José María Ruiz Mateos. Y Tomás y Valiente me explicó que su hija, que era extremadamente socialista, le había comentado que él debía de estar muy preocupado por el resultado del recurso. Porque según cómo, el PSOE podía quedar tocado.
Poco después el recurso se falló a favor del gobierno, pero Tomás y Valiente llamó a su hija y le dijo (transcribo de mis memorias): “Ya ves cómo se ha resuelto el tema de Rumasa, pero que sepas que lo que de verdad tiene trascendencia para el sistema político español y te debería preocupar es la resolución que el Tribunal dé ahora al recurso sobre la enseñanza del catalán”. Tomás y Valiente venía a decir a su hija que perder un pleito por una cuestión empresarial, por importante que sea, puede causar sensación, pero para un gobierno forma parte del juego normal y la importancia es relativa. Decidir sobre la lengua de la enseñanza en Catalunya sí que es una cuestión de Estado, sí que afecta a las bases del vivir colectivo.
Si se resuelve en el conjunto del Estado en la línea del “ sostenello y no enmendallo” o del “a por ellos”, Catalunya como entidad política irá situándose al margen. Y en vez de ser un factor positivo para Catalunya y para el progreso general español, puede ser un serio obstáculo para el conjunto del Estado.
Fue la última vez que vi a Francisco Tomás y Valiente. El 14 de febrero de 1996 moriría asesinado por ETA. La vida a veces es tremendamente injusta. Lo fue para Tomás y Valiente. Que por la anécdota que acabo de explicar ya se ve que era un hombre valiente y de concordia. Y que entendía las razones profundas de la gente. De aquello a lo que la gente se aferra. Aquello que nos hace personas. Individual y colectivamente.
En el caso concreto de Catalunya no hace mucho el que había sido conseller de Economía de la Generalitat, Antoni Castells, lo definió muy bien. “El problema de Catalunya es también de financiación, pero sobre todo lo es de reconocimiento”. Es decir, de identidad. De reconocimiento de su identidad. Sobre todo, de cultura, de lengua, de valores, de memoria. Y eso mismo pensaba Tomás y Valiente. Entendía el fondo de la cuestión. Y deseaba que Catalunya pudiera contribuir a la consolidación del régimen democrático español sin reservas.
Después las cosas han ido cambiando. En negativo. En Catalunya y en España. En más de un aspecto, pero sobre todo en el del reconocimiento. Con un punto de inflexión muy negativo situado en la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut. Con la previa creación por parte de algunos sectores políticos españoles (del PP muy especialmente, pero con contribución importante de sectores socialistas) de un clima no solo contra el nuevo Estatut sino más en general contra Catalunya. Y por eso en la manifestación del 10 de julio del 2010 contra el Tribunal Constitucional por primera vez la reivindicación tomó un tono de ruptura. Un antes y un después.
Los hechos han dado la razón a Tomás y Valiente. Por lo tanto, conviene recuperar el clima que en algún momento él contribuyó a crear. Y expresarle reconocimiento.
LA VANGUARDIA
Contra el autonomismo se vive mejor
Joan Burdeus
El president Pujol publicó este artículo el domingo en La Vanguardia, pero me sabe mal decirles que no, los últimos veinte años no han sido una pesadilla y ahora no se despertarán en 2002, jóvenes, guapos y creyentes en la democracia liberal. Lo podría parecer mirando a los titulares de los medios: la inmersión lingüística, la financiación autonómica, la monarquía. Pero es una ilusión: nadie se toma estos debates en serio. Aunque todo sigue igual, todo ha cambiado. La autodeterminación también es un bostezo de profunda indiferencia mientras por dentro recuerdas y esperas tu momento.
Contra lo que sostiene el propio Pujol, su artículo representa esa imposibilidad de volver atrás. La idea central de texto “Cuando el constitucional entendía el catalán”, es la ‘good old’ filosofía del reconocimiento: a partir de una anécdota con Tomás y Valiente, que en 1986 era presidente del Tribunal Constitucional y le explicó a Pujol que, en una conversación con su hija socialista, ésta le dijo que no se preocupara por el caso Rumasa, que “lo que de verdad tiene trascendencia para el sistema político español y debería preocuparte es la resolución que el Tribunal dé ahora al recurso sobre la enseñanza del catalán”. Pujol escribe para decirnos que seguimos allí mismo, y que es necesario volver a poner en el centro la lucha por el reconocimiento de la identidad catalana, que es “cultura, lengua, valores, memoria”.
De lo que Pujol no se da cuenta es que su artículo concreta una forma de entender el reconocimiento que hoy ha muerto y lo expone en un museo, bien disecada para que todos puedan verla en su disfuncionalidad para el presente. En el paradigma pujoliano, una anécdota entrañable resume una categoría de hacer política: buscar la empatía del español ilustrado, el humanismo democristiano del débil que intenta persuadir al fuerte con argumentos de caridad. Pero esto es lo que ha cambiado irreversiblemente a lo largo de tres décadas de recrudecimiento político en Occidente, que en Catalunya culminaron con las porras del uno de octubre. En 2021, el reconocimiento no se pide al otro, sino que lo consigues por ti mismo.
Es una crueldad paradójica porque se sabe libre de violencia extrema. El hecho de que fueran porras y no balas está en la base de todos los cálculos que después espiritualizamos. Podemos ir más allá del pujolismo, porque las amenazas de nuestro mundo no son las mismas. La lección del uno de octubre no es que la independencia era imposible, sino que era imposible reprimirla militarmente, y que esto es aún así y lo será hasta donde sabemos ver. Todo ello ha tenido consecuencias doblemente relajantes: el independentismo ha perdido la fe en la reforma de España, pero también sabe que sólo depende de cierta resistencia organizada por él mismo. Dado que las condiciones de esta movilización están quemadas por razones obvias, es normal que 700.000 personas hayan dejado de votar.
Pero ninguno de los abstencionistas ha pasado a tener fe en otra cosa. Ni el vacío de Pedro Sánchez, ni la docilidad de Esquerra Republicana, ni el cinismo de Junts han ocupado el vacío de la autodeterminación fallida con una visión alternativa lo bastante creíble. Hoy es más nihilista introducir en la urna la papeleta de un partido que votar en blanco. Gracias a lo digital, sabemos que se puede ir construyendo una idea de país al margen de los intentos de olvido y control, y que esta conversación independiente no parará de crecer. Una vez te liberas de los falsos ídolos con los que el ‘statu quo’ pretende estresarte, puedes concentrarte en lo esencial, que es decir las cosas por su nombre, reírte cuando te intentan vender humo, y dejar de votarles.
El último factor de estrés que resiste es el miedo por el catalán. Si no votamos a “los nuestros”, a la Generalitat llegará un PSC españolizado para cargarse la inmersión. Si no damos soporte gratuito a la izquierda española, la derecha posfranquista se la cargará desde la Moncloa. Pero otra lección del uno de octubre es que las cosas más importantes pueden hacerse al margen del entramado institucional español, que es también la autonomía catalana. La administración está llena de gente de buena fe que intenta marcar la diferencia luchando contra los cínicos, pero esta batalla tan pesada ya no es la principal. Cuando se dice que contra Franco se vivía mejor, hay un punto de verdad: conscientes de un enemigo y de la trascendencia de las cosas, la lucha por preservar la identidad catalana que reclama Pujol en su artículo estaba más a flor de piel. Ahora sabemos que los años en los que más se ha retrocedido en la construcción nacional fueron los del oasis, en los que la única ideología posible parecía creer en el reformismo y la magnanimidad de España. ¿Y si contra el autonomismo se viviera mejor?
*Crítico cultural. Filosofía, política, arte y pantallas.
NÚVOL