¿Nuclear? Pues mire…

El debate ha vuelto con fuerza, más allá de las amenazantes facturas de la luz, de la urgencia por descarbonizar la economía o de la posibilidad, ahora ya nada imaginaria, de un colapso energético de grandes dimensiones. De hecho, el tema nunca ha desaparecido de lo que podríamos llamar ‘agenda política susurrada’, aunque durante un tiempo lo pareció. No estamos pues ante una mera recuperación circunstancial de un dilema motivado por circunstancias excepcionales. Un ejemplo nada anecdótico. Mijaíl Gorbachov, el último presidente de la URSS y premio Nobel de la Paz, fue una de las figuras que en 2004 generó más expectación en el Fórum de las Culturas. Después de su intervención a favor de la energía nuclear –en nombre, justamente, de la sostenibilidad medioambiental: entonces no se hablaba de ello tanto como ahora– parecía previsible una discusión en profundidad sobre el tema. Pero fueron pasando los días, meses y años y ese debate colectivo no se produjo. La sordina de la corrección política ‘mainstream’ volvió a mitigar y desdibujar un problema que hoy, ante la inminencia de acabar con velas, ya es, en realidad, el problema. Sin embargo, para algunos la energía nuclear ni siquiera llega al rango de alternativa: su maldad intrínseca es indiscutible. Paradójicamente, Gorbachov resaltó hace 17 años que en el seno del mismo movimiento ecologista empezaban a hacerse oír, de forma tímida e incipiente, algunas voces críticas contra los viejos dogmas. La de James Lovelock (ahora tiene 102 años) es una de las más potentes, pero no es en modo alguno la única.

Para que no crean que lo que estoy comentando responde al feo vicio del presentismo, volveremos a rebobinar. En ese caso, la cifra es redonda: veinte años. A principios del año 2001, California se quedó a oscuras. Literalmente. ¿Cómo podía ser que el núcleo de la alta tecnología tuviera que encender farolillos para no tropezar con los ordenadores más sofisticados del mundo? Resulta que, entre otras cosas, el Estado de California penalizaba sin contemplaciones la energía nuclear y, en cambio, otorgaba generosas ventajas a lo que entonces todavía se llamaba ‘energías alternativas’. ¿Consecuencias? La necesidad de importar electricidad de otros estados, con las obvias dificultades técnicas y gastos añadidos que esto conlleva. Sin embargo, no fue ninguna sorpresa. Digby MacDonald, uno de los científicos más reputados de Estados Unidos en temas energéticos, ya había anunciado que pese a la antipatía social que provoca, la energía nuclear era la única alternativa viable de cara al futuro.

¿Pero cuál era –y es– el problema de fondo? Estamos acostumbrados a identificar energía nuclear con Chernobyl o Fukushima, y ​​esto cuesta mucho borrar. Mucho. Sin embargo, y por pura simetría, a partir de ahora no es nada improbable que acabemos identificando las energías supuestamente renovables con velas y habitaciones frías. Ambas identificaciones son igualmente demagógicas, claro, pero una hace de contrapeso a la otra. Y en tiempos de confusiones interesadas y de un alarmismo sospechosamente selectivo no hay nada como un buen contrapeso. Francia ha decidido no solo no cerrar, sino ampliar hasta lo posible su parque de centrales nucleares, que ahora representan más del 80% de su producción energética. Japón también: ¡durante enero de este año el precio del MWh alcanzó la vertiginosa cota de los 1.650 euros! Fue entonces cuando el ministro de Industria Hiroshi Kajiyama dijo que era necesario “recapacitar” y anunció la reactivación del programa nuclear. Se trataba de descarbonizar la economía sin quedarse a oscuras, reducir drásticamente las emisiones de CO₂ sin pasar frío. Hay todavía otra cuestión: tarde o temprano, y en caso de que no den un giro como el de Japón, los alemanes necesitarán importar energía eléctrica de Francia. Esta previsible dependencia se haría efectiva en cuanto cierren todas las nucleares alemanas (lo que, en mi modesto entender, no llegará a pasar).

Quizás hay algo más urgente que descarbonizar la producción industrial: desideologizarla. Una persona adulta con una mínima formación y con la posibilidad de acceder a fuentes fiables y solventes puede entender cuáles son los riesgos y ventajas de las llamadas energías renovables, y cuáles los de la energía nuclear. A partir de ahí, los ciudadanos pueden tomar una decisión razonable e informada, sea cual sea. Si el tema fuera planteado de esta forma, como una cuestión política como tantas otras, perfectamente cuantificable en forma de votos, la naturaleza del debate cambiaría como de la noche a la mañana.

ARA