En una entrevista en el número 3 de ‘Debat nacionalista’ (octubre-noviembre de 1988), y fundamentado en una perspectiva estrictamente sociológica y no militante, intentaba explicar que el sentimiento de pertenencia a una nación no se consigue a través de una toma de conciencia explícita. Lo que hace que una vinculación a la nación sea fuerte, que sea ‘natural’ y no se perciba como impuesta, es la existencia de mecanismos implícitos, no conscientes, que hagan que la adhesión a la nación se ‘dé por supuesta’. Es decir, que no sea cuestionada.
Esta idea no era fácil de sostener –ahora tampoco– en un entorno político que clamaba por una toma de conciencia generalizada como vía para la emancipación nacional. Entonces sostenía -y sostengo ahora- que las tomas de conciencia son necesarias entre las minorías intelectualizadas para tener capacidad de influencia, pero que entre las mayorías tienen un efecto contrario al buscado. Es decir, una toma de conciencia resistencial lo que hace es residualizar más que ampliar la adhesión y, lo que es peor, desvela sentimientos adversos al ser vista como una forma de coacción.
Los ejemplos son tan obvios que no hace falta insistir demasiado. Sólo para tomar uno de los últimos debates: a nadie en España se le ocurre poner en duda que las plataformas televisivas tengan que doblar las series y películas al español. No se pueden ni imaginar que se pueda dudar. En cambio, en Cataluña hay que justificarse con argumentos dramáticos como la desaparición del catalán, aparecen muchas consideraciones elitistas sobre el perjuicio del doblaje frente al subtitulado y, además, la garantía de una incierta cuota se convierte en moneda de cambio para aprobar unos presupuestos y no derribar al gobierno más progresista de la historia.
En 1995 Michael Billig hizo famosa la expresión ‘nacionalismo banal’, donde ‘banal’ debe entenderse, precisamente, como dado por supuesto y no como irrelevante. Es otra manera de sostener que nuestra vida de cada día se construye en la no conciencia como resultado de una violencia simbólica que comporta la interiorización de un marco mental concreto sin darnos cuenta, por decirlo como Pierre Bourdieu. Ahora bien, como veremos, que una idea sea buena no significa que se actúe en consecuencia.
La bondad de estos principios nos ofrece el cambio acelerado de mentalidad que desde 2006 se ha producido en favor del derecho a decidir y de la independencia. Es lo que explica, como he sostenido a menudo, el paso de la conformidad autonomista a la aspiración a la independencia de muchos catalanes sin tener que someterse a ningún credo independentista. O sin tener que ser más independentistas de lo que lo son los españoles, los franceses o los alemanes, que son como el personaje de Molière, que tampoco sabía lo obvio: que hablaba en prosa. En definitiva, la fuerza del cambio político en la Cataluña de los últimos quince años proviene de haber pasado de la indiferencia autonómica a querer ‘naturalmente’ -y ‘de toda la vida’- la independencia.
Pero, como decía, hay obviedades que no parecen entenderse a la hora de definir estrategias políticas. Si alguien cree que la adhesión a la independencia crecerá a base de más tomas de conciencia individuales, de vincular la independencia a valores sociales específicos de la izquierda o de volver a preguntarse -¡todavía, por el amor de Dios!- el porqué de la independencia, es que no ha entendido cómo funciona la adhesión a la nación y cuáles son sus obstáculos. Y menos si todo esto se hace ocultando acomplejadamente la dimensión nacional del objetivo.
En resumen: la existencia de minorías cognitivas resistenciales es imprescindible para avanzar. Pero sin los instrumentos de un Estado para conseguir un vínculo nacional no consciente, la aspiración soberanista ya no va a crecer más. Soy del parecer de que hemos llegado a un punto en el que ya no se puede poner el carro de la conciencia delante de los bueyes de las condiciones objetivas para llegar a ser una mayoría nacional ‘natural’.
ARA