Independencia, ¿para qué?

Cuando asesinaron a Kennedy, yo tenía siete años y aún no sabía quién era John F. Kennedy. En casa no teníamos televisor y nos enteramos por la radio poco después de las siete y media de la tarde. Recuerdo el susto de mi madre al oír la noticia y que le pregunté quién era Kennedy. ¡El presidente de Estados Unidos!, me informó, en un tono que daba a entender que se trataba de alguien muy importante. Otro recuerdo de aquellos días, o quizás de unos años más tarde, cuando mataron al segundo de los Kennedy, Robert, fue la exclamación de una tendera refiriéndose a Estados Unidos con todo el menosprecio posible en la voz en un castellano de origen: “Libertad, ¿para qué? ¿Para asesinar?”. Al año siguiente del atentado mortal contra el presidente Kennedy las esquinas del barrio aparecían decoradas con carteles celebrando los veinticinco años de paz de Franco. En España, efectivamente, no había libertad para matar ni para mucho más. Pero había paz, porque antes se había matado muchísimo y ya sólo se mataba a discreción del Estado.

La pregunta “¿libertad para qué?” tenía, a la postre, la misma función retórica que la pregunta que ERC quiere formular a la militancia en la próxima conferencia nacional: “independencia para qué”. La misma función y calidad discursiva. La tendera filofranquista aprovechaba la ocasión para proclamar su adhesión a un régimen sin libertades o, si se quiere, con libertad condicional. Un régimen que permitía todo lo que no fuera prohibido, pero que prohibía muchísimas cosas. Los adeptos presumían de que se gozaba de una gran libertad siempre que la gente no se metiera en política. Desgraciadamente todo podía tomar un cariz político: las reuniones no autorizadas, hablar en “dialecto”, llamarse por el nombre familiar, tener mapas no homologados, leer determinados autores, escuchar determinadas canciones, expresar opiniones excéntricas, publicar chistes socarrones, viajar a ciertos países, etc. De cada una de estas libertades habría sido necesario explicar su finalidad, es decir, justificarlas, sabiéndolas rechazadas por lo pronto sin menoscabo de aquella libertad superior que coincidía con la paz omnímoda de Leviatán.

La mala fe del régimen franquista con la libertad me la demostró doctrinalmente el cura que impartía las clases de filosofía en el instituto una vez que me preguntó, ante la clase, si éramos libres o no. Era palmariamente una pregunta-trampa. Propuesta aparentemente en clave filosófica por un cura en una institución del Estado, era imposible responder sin antes especificar el terreno intelectual en el que se planteaba la cuestión. Como católico, el hombre deseaba una respuesta acorde con la doctrina del libre albedrío, como presunto filósofo quizá se abriría a una consideración sobre el azar y la necesidad, pero como funcionario del régimen una opinión franca sobre la situación en la dictadura podía considerarla una insolencia punible. Como la pregunta era polivalente, respondí con un evasivo “depende”, que el hombre no aceptó y siguió presionándome inquisitorialmente para obtener un sí o un no definidores.

Aquella ambigüedad no existió cuando el govern de la Generalitat preguntó al pueblo por la independencia “¿sí o no?”. En el referendo no había ningún trasfondo teológico ni ningún sistema filosófico condicionantes. El único apremio lo ponía el Estado con la última de sus razones, aquella en la que la racionalidad se eclipsa. Ni era necesario interpretar el sentido ulterior, el porqué o el para qué de la “independencia”, pues el concepto es performativo, como la libertad sinónima, que se reclama ejerciéndola. Es por eso por lo que el Primero de Octubre el pueblo catalán fue independiente real y efectivamente, dijera lo que dijera el gobierno español y dijera qué dijera el govern catalán, que tardó días en captar su trascendencia y cuando lo hizo el momento había pasado.

Preguntar ahora “¿para qué la independencia?” es avanzar aún más en la deconstrucción de ese momento trascendente, es negar la realidad de lo que aconteció, es cegarse al milagro histórico y referir la libertad a la escatología de las cosas que no sabemos. Y puesto que no las sabemos, hay que preguntar a viva voz qué son y para qué sirven, para qué las queremos y para hacer qué. El miedo a la libertad es un factor psicológico con enormes consecuencias políticas. Se empieza condicionándola como posibilidad y acaba negándola como finalidad, convirtiéndola en medio para algo diferente.

La independencia no es ningún instrumento para aplicar una agenda social sino un estado o calidad existencial no consiguiente del “derecho de decidir”, sino requerido para ejercerlo. La libertad no se subordina a las posibilidades de que abra o clausure, pues es el origen de la posibilidad. Cierto, la insumisión puede tomar nombres accesorios de acuerdo con las circunstancias –lucha contra la segregación racial, la opresión religiosa, el colonialismo, la explotación, la esclavitud, la discriminación, la extorsión, la homofobia–, pero estos nombres no denotan objetivos ulteriores, sino aspectos contingentes de una misma aspiración. Pues la libertad es el horizonte propiamente humano y la esperanza que mueve la historia.

En la carta escrita en la cárcel de Birmingham, Alabama, el año en que Kennedy fue asesinado, Martin Luther King Jr. escribió que la palabra “espera” casi siempre significa “nunca”. Lo escribió citando el dicho atribuido al primer ministro británico William E. Gladstone de que “la justicia demasiado aplazada es justicia negada”. En realidad es injusticia, que no sólo sufren los exiliados y los presos y expresos políticos sino todos los españoles, lo sepan o no. Pues la perversión de la justicia afecta incluso a quienes la condonan porque les coge lejos. Si a los negros “espera” les sonaba como un “nunca” encriptado, ¿cómo debe sonar la palabra a oidos catalanes cuando la pronuncian personas que de la cárcel han sacado consecuencias contrarias a las de King?

Un partido llamado independentista quiere saber ‘a quoi bon’ (‘para qué’) la independencia. No consultar sobre hoja de ruta algun, pues eso ya lo decidieron en consulta interna en 2019, cuando el 93% de las bases ratificó la espera indefinida. Este tipo de unanimidad, en la jerga política, se llama “a la búlgara”, en referencia a las decisiones del aparato comunista de aquel país, confirmadas rutinariamente por la militancia. La próxima consulta, anunciada para marzo del próximo año, preguntará a las bases por las prioridades de acción a diez años vista y más allá, hasta mediados del siglo. La constitución de vicesecretarías “prospectivas”, la multiplicación de “prioridades” a identificar en una comedia participativa y la posposición hasta treinta años de la única respuesta posible a la pregunta sobre la independencia por parte de independentistas son señales inequívocas de irse institucionalizando un movimiento emasculado. Mientras se piden a la militancia ideas para llenar la moratoria con una apariencia de acción, la justicia se encomienda a una mesa petitoria, creyendo como un artículo de fe que llegará por la gracia del mismo poder que le aplaza de oficio y que por este hecho la niega.

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