Cuando el mal viene de tan lejos…

En este país se oye desde hace tiempo una digamos escuela de pensamiento según la cual toda la hostilidad (política, mediática, judicial, económica…) que los diversos poderes españoles manifiestan de manera cotidiana contra Catalunya, su identidad, sus instituciones y sus gobernantes democráticamente elegidos, todo esto no es más que una reacción defensiva frente al delirio independentista. Antes del Procés –sostiene esta beatífica doctrina–, cuando el nacionalismo era buen chico y centraba sus esfuerzos en influir en Madrid y hacer de partido bisagra, la relación Catalunya-España era un idilio de amor fraterno y comprensión recíproca, Barcelona se erigía en el admirado faro de la modernidad hispánica, etcétera, etcétera.

No me tomaré ahora la molestia de recordar (tampoco tendría espacio) la serie inacabable de incidentes y crisis que, durante el cuarto de siglo del pujolismo gobernante, marcaron las relaciones entre los poderes madrileños y la sociedad y las instituciones catalanas, desde los desprecios lingüísticos de José María Calviño, o simbólicos de Julio Feo y de Miguel Ángel Rodríguez, hasta la Loapa y tantos otros intentos de laminación competencial, pasando por el “Pujol, enano, habla castellano” o por aquella campaña de 1993 iniciada con un memorable titular de portada: “Igual que Franco pero al revés. Persecución del castellano en Cataluña”.

Lo que hoy haré es retroceder mucho más en el tiempo, hasta una época en la que no existían ni Pujols, ni Felipes, ni Aznares, ni Puigdemonts, ni tripartitos, ni demandas de referéndums de autodeterminación. Desde que el catalanismo cristalizó políticamente alrededor del 1901 y empezó a plantear sus entonces moderadísimas demandas dentro del sistema institucional español, la reacción de éste (vaya, de un 90% de éste) fue de un rechazo tan frontal como crispado y despectivo.

En 1907, después del éxito electoral de Solidaritat Catalana, el presidente del Congreso de los Diputados ya advertía sobre “los peligros de un regionalismo exagerado, tal vez perturbador, tal vez anárquico”. Y, a la demanda solidaria de reconocimiento de la personalidad de Catalunya, el jefe del gobierno replicaba: “¿Queréis personalidad para hacer jirones la inconsútil soberanía de la Patria? Nunca, nada. Mientras yo aliente y pueda, jamás logrará un gobierno sacar una ley que mutile eso”. Por su parte, un prócer de la oposición aludía con desprecio al “espíritu estrecho, mezquino, de la región que quiera reivindicar su personalidad autonómica”.

Durante la década siguiente –¡hace ciento diez años!– el catalanismo era tildado en sede parlamentaria de “nacionalismo rabioso” cuando aquello que reivindicaba era la cesión de algunas competencias administrativas del Estado a la Mancomunitat. Resulta coherente si consideramos que, según algunos distinguidos diputados, la Mancomunitat representaba “una regresión histórica inspirada en la estrechez de un particularismo regional […] que constituye una oligarquía efectiva”, y Catalunya era “una región vigorosa, pero no una nacionalidad, ni puede serlo”. Conviene subrayar que los autores de estas frases no eran aspirantes a dictadores uniformados ni extremistas de ultraderecha, sino políticos civiles situados en el ‘mainstream’ de la opinión coetánea, partidarios del parlamentarismo y, algunos de ellos, incluso con inclinaciones progresistas: Eduardo Dato, Antonio Maura, Melquíades Álvarez, José Canalejas, Niceto Alcalá-Zamora…

He hecho sólo un muestreo sobre los primeros quince años del siglo XX. Si abriera el foco cronológico, nos encontraríamos con las maniobras contra la campaña autonomista de 1918-19, y después con la feroz reacción ante la demanda estatutaria de 1931-32: el diario Abc clamando “O hermanos o extranjeros”, los llamamientos al boicot de los productos textiles catalanes, la agresión contra el diputado Ventura Gassol en su hotel de Madrid, las manifestaciones contra el Estatuto, las intervenciones parlamentarias de todo un José Ortega y Gasset. Siempre que la mayoría de la sociedad catalana se ha mostrado reivindicativa de sus derechos colectivos, las respuestas han sido parecidas (la amenaza, la represalia, la descalificación) por más que, un par de veces, en 1932 y en 1979, se haya conseguido con fórceps dar a luz compromisos precarios que, desde España, se han considerado pronto excesivos. En 2006-2010 ni siquiera esto fue posible.

Estos últimos días hemos asistido al clamor de las autoridades de la Villa y Corte ante la hipotética –e improbable– ‘descapitalización’ de Madrid (¿recuerdan, aquello de trasladar el Senado a Barcelona?). Y hemos leído que “Feijóo lidera un frente de ocho autonomías para evitar una vía catalana de financiación”; se ve que, en Catalunya, las inversiones estatales solo benefician al independentismo, porque los unionistas no viajan en Cercanías… Desde hace al menos un siglo y cuarto el anticatalanismo (el recelo, el rechazo, la fobia hacia la persistencia o el fortalecimiento de la identidad catalana) ha sido un vector fundamental de la política parlamentaria española. Y de las dictaduras mejor ni hablamos.

Esto, nuestros panegiristas de la conllevancia, los paladines de ‘treguas y paces’, los defensores de catalanismos sensatos y dóciles lo saben igual de bien que yo. Si no lo señalan como una parte crucial del problema, no puede ser por ignorancia; solo puede ser por mala fe.

ARA