Durante décadas, la prepotencia española alardeó de haber exportado a las dictaduras americanas su modélica Transición. Es cierto que había similitudes: todas partían de golpes militares sangrientos y acabaron con apaños entre las élites para entrar, borrón y cuenta nueva, en democracias vigiladas. Las cárceles se abrieron y salieron de ellas los que más habían bregado por la libertad, con fierros generalmente: tupamaros, montoneros, ERP, MIR… En las cárceles españolas la mayoría eran vascos, y de estos, la gran mayoría de ETA, la gran hostigadora del franquismo. Se suele olvidar que la dictadura española duró más que la de Chile, Uruguay y Argentina juntas, y había producido mucho mayor número de víctimas. Ergo, había aquí motivos más que sobrados para sublevarse y armas tomar, porque hasta la Declaración Universal de los Derechos Humanos recuerda en su prólogo que donde no hay derechos, el hombre se ve compelido “al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión”.
Nos vendieron una España como exportadora de democracia, obviando que esos países del cono sur son repúblicas independientes que volaron de la jaula española con alas propias. Con sus carencias, de sobra conocidas, su tradición liberal y sentido democrático es al español lo que el cóndor andino es al cuervo castellano. Nada que ver. Basta recordar que desde 1918 Uruguay se separó oficialmente de la Iglesia, que no sostiene ninguna religión y que en sucesivos referéndums ha decidido que las principales infraestructuras del país no se puedan privatizar, como las telecomunicaciones, el agua y la electricidad. Como España, vamos.
Servidor tiene a gala tener grandes amigos tupas, montos, miristas y demás terroristas latinoamericanos, hoy devenidos en escritores, editores, cuadros dirigentes y ciudadanos conscientes, guiados en la paz por la misma ética y compromiso social que les guió en los años de plomo. Muchos de ellos trajinaron con vascos, haciendo zulos (tatuseras les llaman allí) y otras maldades, mientras el navarro Lucio Urtubia hacía pasaportes falsos para todos. “Patria y libertad”, decían allí. Como aquí, en vascuence.
En 1977 se logró la amnistía. Si los 749 vascos que salieron libres, la mayoría de ETA, y los que volvieron del exilio, hubieran sido chilenos, uruguayos o argentinos, hubieran sido llamados héroes de la libertad. Como en Uruguay, todos los presos y torturados cobrarían una pensión vitalicia nada desdeñable. Los años pasados en prisión o en el exilio se contarían como cotizados a la Seguridad Social y los funcionarios recuperarían sus puestos de trabajo. Como en Argentina, los muertos, expresos y exiliados hubieran cobrado altas indemnizaciones. Como en Chile, los hijos de asesinados y torturados tendrían la universidad gratis. Y a cuantos tuvieron que abandonar los estudios por combatir la dictadura, se les reconocerían los títulos no obtenidos como justo homenaje.
Amén de todo esto, en esos tres países cientos de torturadores han sido juzgados, muchos están en la cárcel y, sobre todo, se escupe sobre su memoria. Hay espejos más recientes en los que mirarse: México acaba de aprobar una ley que deja en libertad a los presos que hayan sido torturados. Algo lógico, tanto por el brutal castigo ya sufrido como por la invalidez de los juicios basados en ese método de inculpación. Con esa ley, todos los presos vascos en cárceles españolas deberían estar libres.
¿Qué es entonces lo que España exportó de su modélica Transición? Justamente todo lo contrario. Son los esbirros de la dictadura (Carrero, Araluce), los torturadores como Melitón, los militares golpistas y la policía franquista quienes se llevan los reconocimientos y prebendas como víctimas, mientras que quienes se enfrentaron a Franco, como Etxebarrieta, Asurmendi, Otaegi o Txiki, son tildados de terroristas. En España, el mundo es al revés.
Mas, aunque resulte un disparate, bienvenida sea esa no diferenciación entre la dictadura y lo ocurrido tras aprobarse la Constitución democrática, porque es el vivo reflejo de lo que piensan ciertas asociaciones de víctimas del terrorismo y sus apologetas. Es también el mejor regalo que nos han podido hacer a cuantos hemos defendido que la Transición fue un engaño, y, como tal, combatible. Y ese continuismo neofranquista que persigue la memoria de los luchadores vascos y aplaude a los franquistas caídos anteriormente a 1978, nos lleva curiosamente a un diagnóstico común: honran a los suyos porque defendían la unidad de España y condenan a los vascos por socavarla, les da igual que sea en régimen franquista o dizque democrático. Dime a quién honras y te diré quién eres.
Por eso, todos los que dicen defender a las víctimas y las exponen como referentes de la democracia no se deberían ofender tanto porque otros exijamos la salida de los presos y queramos abrazarlos a la salida. La verdadera ofensa y vergüenza para ellos debería ser ese cordón umbilical que les une con el franquismo (“atado y bien atado” ¿recuerdan?) y que, trascurridos 40 años, han sido incapaces de cortar.
Noticias de Navarra