La resistencia, todavía

Nunca llueve a gusto de todos ni tampoco se escribe a gusto de todos. Los hay que escriben para complacer y los hay que escriben para provocar. No soy ni de los unos ni de los otros ni de los que quieren persuadir. Aspiro a explicar con más o menos acierto, con las limitaciones propias y las de una columna en la que la economía de espacio hace que una parte del razonamiento deba permanecer tácita.

Así como el carácter de una persona se conoce por la suma de sus actos, el contexto de un artículo son todos los anteriores. El argumento de fondo es siempre una trayectoria. Lo recuerdo para situar este artículo en la ‘durée’, es decir, en el tiempo, que es lo que da sentido y dirección al pensamiento. Y hago este preámbulo porque de lo contrario puede que no se entendería que hoy rompa la disciplina que normalmente me impongo de evitar “hacer política” y ceda a la petición (no sé si irónica) de los lectores que alguna vez me han pedido propuestas concretas más allá de describir las debilidades y lamentar el callejón sin salida del país.

Aunque nunca he escrito en clave de militancia, entiendo que el hecho de colaborar en un diario con un decidido compromiso político pueda levantar expectativas que no sabría satisfacer. Y que no considero oportuno ni siquiera intentarlo, porque, si es legítimo aventurar apreciaciones con el margen de error que permite la distancia, dejaría de serlo en el instante en que pretendiera inspirar acciones que comprometerían la suerte de otras personas. Tal frivolidad sería inadmisible, no sólo porque mi nacionalidad y lugar de residencia me preservan de la persecución política que ha caído sobre muchos catalanes, sino sobre todo porque mi talante es lo contrario de lo político, que debe moverse con instinto para discernir las oportunidades en medio de la confusión y aprovecharlas en el punto en que se presentan.

Me podrán tachar de derrotista, pero no he compartido nunca la vehemencia con que Negrín, el frente republicano hundido y en retirada, aguijoneaba a la gente con ese lema tan grandilocuente como falso de que “el vencedor lo proclama el vencido”. Tampoco he podido quitarme nunca de la cabeza las últimas imágenes de Hitler, con el brazo tembloroso por efecto de la droga, estrechando la mano de adolescentes que enviaba a defender Berlín pocos días antes de suicidarse en el bunker. Aquellas imágenes siempre me han recordado el gobierno de Negrín enviando al matadero del Ebro niños de catorce y quince años, la malograda quinta del biberón.

Lo menciono para decir que la desesperación no ha sido nunca buena consejera. El desenlace de la declaración del 27 de octubre corroboró ampliamente la advertencia del Evangelio de San Lucas: “¿Quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos y ver si tiene para acabarla?”. Sabíamos que declarar la independencia comportaba un riesgo muy grave si no se hacía con perspectivas de éxito y llevando la decisión hasta las últimas consecuencias. Con el resultado a la vista, parece que empeñarse en una solución institucional no sea el mejor camino. No sólo debido a la intervención de las instituciones, vigente desde la aplicación del 155, sino también por las consecuencias que ha tenido para el movimiento independentista que un puñado de diputados y consejeros se pusieran a disposición de los jueces para un juicio político como no se había visto de la dictadura acá. El castigo ha sido ejemplar y el miedo ha hecho estragos en los partidos y en la sociedad. Personalizarlo es demasiado simplista. Tengo muchas dudas de que la solución sea reclamar que unos políticos se aparten y dejen paso a otros, que serían aproximadamente iguales. Los cambios que ha habido en las cúpulas de los partidos estos últimos años no han alterado el equilibrio de fuerzas, porque lo que determina la existencia de una sociedad no son las instituciones ni los partidos sino las ideas, costumbres y disposiciones de la gente. Esto, que es tan fácil de ver en el espejo de España, donde las mismas sombras se reproducen bajo los regímenes en apariencia más dispares, también es cierto en Cataluña. En pocos países hay un individualismo tan extremado y en pocos tanta reluctancia a acatar una autoridad, una norma, un punto de vista sin que el amor propio proteste. De las dos fuerzas que, según Tocqueville, podían mantener a toda una ciudadanía trabajando por un mismo objetivo, una, la religión, ya no tiene ningún imperio sobre las conciencias y la otra, el patriotismo, se ha convertido en retórico y sorprendentemente fugaz.

Con el independentismo dividido entre quienes creen que la república ya existe y sólo hay que defenderla y quienes ni siquiera se sienten vinculados por el referéndum y piden otro con permiso del Estado para dentro de diez o veinte años, hay poquísimas posibilidades de trabajar juntos, por más que el objetivo sea, irónicamente, lo único que comparten en un horizonte lejano. Por esta razón, soy de los que opinan que el Consejo para la República debería abstenerse de buscar una transversalidad ficticia con la ayuda de los partidos. De Gaulle no puede colaborar con Vichy, que es el colaboracionismo por antonomasia. La función de la Francia Libre es organizar y dirigir el maquis y darle representación ante las potencias aliadas. Y en esta función representativa está la contradicción en que cae, en mi opinión, Clara Ponsatí cuando critica el doble papel de Puigdemont como líder del Consejo y de Junts per Catalunya. Pues Puigdemont, al igual que Ponsatí, debe el escaño del Parlamento Europeo al hecho de ir en una lista electoral reconocida por la ley española de partidos. ¿Cómo se puede compatibilizar, pues, la representación europea con presidir una institución estatalmente ilegítima como lo es el Consejo para la República? ¿A quién interesa que Puigdemont aparezca como un Che Guevara asilvestrado y obsolescente? ¿No tiene más sentido que estando en el escaño haga sacar los colores de una Europa convertida en rehén de España en la corrupción de la justicia y el menosprecio de los derechos humanos? Quizás se podría encontrar una fórmula que hiciera compatible el mandato popular con el mandato electoral sin que intereses espurios ensombrezcan el Consejo para la República.

Hacer propuestas de acción política para una sociedad ideológicamente descuartizada equivale a bajar a la arena donde los gladiadores se baten bajo la mirada divertida del emperador. En lugar de intentar enderezar una revolución que se hizo, si no con mala fe, sí con poca fe, se impone reconstituir la resistencia. Es un ejercicio moroso, casi flemático y poco vistoso, pero que practicado con convicción refuerza la autoestima y, paradójicamente, conquista el respeto de los enemigos. Lo contrario, pues, del colaboracionismo, como lo demuestra la devaluación de la mesa de diálogo incluso antes de reunirse.

El 19 de agosto de 1958, miembros del consejo juvenil de la Asociación Nacional para la Promoción de la Gente de Color de la ciudad de Oklahoma se sentaron en el mostrador del ‘drugstore’ Katz y pidieron educadamente que les sirvieran comida. Cuando les negaron el servicio, continuaron sentados durante tres días hasta que la dirección de la tienda mandó que les sirvieran. Hablamos del año 1958, siete años antes de las marchas de Selma a Montgomery por el asesinato de Jimmy Lee Jackson y los impedimentos que privaban de votar a los negros. Aquellos estudiantes sentados obstinadamente en el mostrador de Katz se jugaban algo más que la humillación que ya recibían, pero corriendo un riesgo muy real pusieron fin a la segregación en los lugares públicos en todo el estado de Oklahoma. Al contrario, la mayoría de los catalanes también continúan sentados en los locales públicos cuando alguien se niega a atenderlos en su lengua, pero lo hacen agachando la cabeza y cambiando de idioma. Una vez que protesté en un restaurante de Barcelona porque la camarera se negaba a entenderme en catalán, la dirección me respondió que incluso los de ERC, que iban regularmente, no se habían quejado. Y el mal no es sólo la restauración. Despreciando la disponibilidad lingüística de los trabajadores, empresarios de todo tipo han adiestrado a la clientela en la deferencia al opresor. Ha sido posible porque, a diferencia de los jóvenes negros de Oklahoma, la mayoría de los catalanes teme el escándalo y soporta la intolerancia por miedo de pasar por intolerante.

Capaces de organizar manifestaciones multitudinarias, no lo son de organizarse como consumidores. Pero en un mundo dominado por el mercado, el consumo es una fuerza política. César Chávez, autor del eslogan “sí, se puede”, ganó un boicot de cinco años contra los viticultores de California gracias al apoyo de consumidores en todo el país. Durante años, Chávez luchó en condiciones muy duras, sosteniendo tres largas huelgas de hambre, pero hoy hay parques y escuelas con su nombre e incluso una fiesta nacional, el 31 de marzo. A partir de 1966, otro boicot castigó la cerveza Coors por el trato a los trabajadores de origen mexicano, el apoyo a los propietarios de los viñedos de California durante la lucha de los United Farm Workers y el bloqueo a la sindicación de los empleados. Sólo en California, Coors perdió el 26% de cuota de mercado entre 1977 y 1984, con la merma de beneficios correspondiente. Esto llevó la empresa a entenderse con la Federación Americana del Trabajo y el Congreso de Organizaciones Industriales en 1987, con lo que puso fin a un boicot de veinte años, pero ni aun así Coors recuperó la cuota de mercado anterior y continúa expuesta a agravios que repercuten en su competitividad.

En Cataluña hay una industria editorial muy potente pero poco inclinada a promover la edición en catalán. Esta discriminación de la lengua propia en los agentes económicos es peculiar. En Flandes, por ejemplo, difícilmente se verán en los escaparates libros que no sean en flamenco. En cambio, en Cataluña los libreros suelen apartar los libros en catalán hacia un rincón de la tienda, si es que los tienen. ¿Cuándo se hará, pues, un boicot a la edición en castellano? El mercado catalán del libro es lo suficientemente importante como para acusar las consecuencias de un desafío como el de Chávez. Y si los lectores encuentran insuficiente la producción intelectual del país y quieren leer libros traducidos de otros idiomas que no lo han sido en catalán, ¿por qué no se hace en inglés? En esta lengua la traducción suele ser más cuidadosa que en castellano y con frecuencia se puede elegir entre varias traducciones de una misma obra. Hay quien teme salir del fuego para caer en las brasas, pero un clavo saca otro y no es el inglés que ahoga el catalán en su territorio.

La resistencia puede parecer una actitud estéril, superada por los hechos, pero a veces tiene una gran fuerza disuasoria. Sin necesidad de guerrear, los suizos han sabido conservar la independencia durante siglos. Ayudan las características del terreno, pero también el entrenamiento de los ciudadanos a convertir cada matorral y cada piedra en un obstáculo para el invasor. No se trata de que los catalanes guarden un fusil en el armario, sino que entiendan que la independencia se gana o se pierde por razón del daño que se inflija al invasor. El precio real de una negociación no es lo que se cede sino el coste de no negociar. A la mesa de negociación con el Estado se habría podido ir si el coste de aplicar el 155 hubiera sido la ingobernabilidad no sólo de Cataluña sino del Estado. Y en esto las fantasías de violencia sobran. Para hacer ingobernable un país basta con retirarse, plegar, hacerse pasivo y negar la colaboración. Porque si una nación es, entre otras cosas, un plebiscito diario, un Estado es por fuerza un concurso de voluntades. Cuando estas faltan, no hay ningún Estado que se mantenga. El Estado es una máquina muy fuerte pero muy aparatosa y por lo tanto muy dependiente de su engranaje. La confrontación inteligente no consiste en tirarse contra los dientes trituradores del ‘widget’ (1) sino a paralizarse con actos de sabotaje precisos y calculados.

(1) https://es.wikipedia.org/wiki/Widget

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