La hora del valor

Llega el 11-S, con la vuelta del 1-O, y el independentismo se mira en el espejo para saber si hay horizonte y si todavía tiene fuerza para llegar. O quizás, pensativo, se refleja para saber si todavía se gusta. Y es que me temo que la frustración por el derroche de la gran victoria del 1-O le ha llevado a quedar atrapado en un estado emocional que provoca más adhesiones incondicionales y antipatías insuperables que una reflexión fría y una clara voluntad de volver al asunto.

De la gran cuestión que la mayoría de independentistas se hacía antes del referéndum de 2017, aquel nervioso “¿lo lograremos?”, hemos ido a parar a este desolado, si no irritado, “¿dónde estamos?” Quiero decir que muy pocos debían creer que la independencia era una apuesta segura cuando entonces, tanto entre los que iban delante como entre los que los seguían, siempre reconocían la incertidumbre del resultado. Se sabía muy bien que el referéndum era una batalla decisiva, pero que no era la batalla final. No sé de dónde salen los que ahora dicen que se sienten engañados porque no recuerdo que nadie diera nada por hecho. Lo teníamos muy cerca, sí, pero por muchas razones, por las violencias externas imprevistas y por los errores propios suficientemente reconocidos, no pudo ser.

En el actual estado de ánimo del independentismo digamos central no sé si se le pueden ofrecer grandes estrategias de futuro. Pero es urgente, si se quiere rehacer, que recupere la voz para que los debates sobre su futuro no queden atrapados en la interpretación del adversario. Porque este es el caso: el debate público predominante ahora mismo tanto en las redes como los medios, suele generar una confusión extremadamente paralizadora. Una confusión en el relato sobre el 1-O de 2017 que es a la vez arma y síntoma. Arma del adversario, y síntoma del abatimiento propio.

La represión en todas sus expresiones, también en forma de intoxicación informativa, ha sido un arma eficaz para exacerbar suspicacias y divisiones dentro del independentismo y debilitarlo. Cierto que antes ya había tensiones, pero la represión las ha envenenado. Y si la confusión interesada sobre lo que pasó el 1-O ha triunfado es porque ha encontrado un independentismo, más que vencido, abatido. Un agobio que tiene su expresión principal en dos realidades. Por un lado, en los reproches partidistas visibles en esta obsesión por querer clasificar cualquier observación crítica en una decantación a favor de unos y en contra de los otros. Por otra parte, se ha alimentado la vieja cancioncilla antipolítica -la poltrona, la “paguita”, la cobardía y la traición, el engaño…- que sirve para desacreditar a todos.

Escribe Patrick Radda Keefe en su magistral ‘No digas nada’ (Ediciones del Periscopio, 2020) que una de las motivaciones para escribir aquella historia de violencia en Irlanda del Norte fue la fascinación que siempre había sentido por “las historias que las comunidades se explican a sí mismas para poder superar acontecimientos trágicos o disruptivos”. Y justo porque nosotros todavía nos la estamos explicando en los términos de los adversarios, soy de la opinión de que hasta que el independentismo no sea capaz de aceptar la derrota posterior a los días de gloria de manera serena -y sin ninguna renuncia a la crítica-, no podrá salir del aturdimiento actual. Hasta que no tenga su propia historia honesta y veraz, no podrá superar este estado de confusión malsana donde triunfan los portadores -con conciencia o sin ella del relato que quiere al independentismo definitivamente vencido.

El film ‘Darkest hour’ sobre Winston Churchill acaba con una de sus famosas citas: “El éxito no es nunca definitivo, el fracaso no es una fatalidad: lo que cuenta es el coraje para seguir adelante”. Pues bien, en esta hora tan oscura, esta debe ser la actitud: los éxitos previos al 1-O no eran el final de nada, ni los fracasos posteriores al 3-O tampoco son irremediables. Vuelve a ser la hora del coraje.

ARA