Rusia no deja nunca de estar de actualidad, pero para entenderla hay que acudir constantemente a su pasado. Así lo hacen algunos libros de reciente publicación; los repasamos
Yuri Slezkine ha explicado convincentemente en La casa eterna, un libro de más de mil seiscientas páginas, de qué modo para muchos rusos del siglo XX el bolchevismo se convirtió en el principal rasgo identificativo de su país. Hoy, pocos quieren recordar que sus padres, abuelos y bisabuelos habían sido partidarios de esa forma de pensar. Los valedores de la Rusia de Putin instan al pueblo a sostener un futuro prometedor en el lejano pasado ruso, no en el pasado reciente en el que su país se convirtió en la URSS. Sin embargo, a medida que avanza el siglo XXI, comienza a sentirse en el ambiente la necesidad de saber qué fue ser bolchevique.
La casa eterna es esencialmente la historia de la Casa del Gobierno, edificada en La Ciénaga del río Neva frente al Kremlin, y la historia de sus inquilinos, la clase dirigente bolchevique, desde su acceso al poder mediante el golpe de Estado de octubre de 1917, que ellos llamaron Revolución de Octubre. Se describe a los inquilinos, a su familia, a sus amigos y a sus adversarios, que ocupan los apartamentos según su lugar en la escala burocrática definida por el Partido, y los desocupan a medida que son purgados. Mientras eso ocurre, pasan la vida en ese inmenso edificio, atentos a los cambios que tenían lugar en la zona noble de esa inmensa pirámide que, en definitiva, fue el Estado creado por los bolcheviques.
Interior de la Casa del Gobierno
Acantilado
Los fines de semana, cuando los más privilegiados se marchaban a las casas de campo, las dachas, se dedicaban a jugar, pero también a discutir la doctrina apocalíptica que estaba en la base de su creencia, y la que le daba ese tono de secta a sus argumentos. El debate llevaba a la disidencia y esta a la delación, la delación a la purga y esta al paredón. Este destino vale por igual para hombres desconocidos como Svérdlov u hombres que aún se citan con admiración como Maiakovski. Y entonces surge la pregunta: ¿ser bolchevique representó un compromiso de por vida con la profecía apocalíptica expuesta por Lenin en El Estado y la Revolución?
‘La casa eterna’ es la historia de la Casa del Gobierno, levantada frente al Kremlin y donde vivía la clase dirigente bolchevique
En octubre de 1917 se diseñó la escala, el ritmo y la secuencia inherentes a la versión bolchevique del marxismo. Todo lo demás debía quedar fuera. Mediante un acto de sumisión voluntaria, el individuo se convierte en bolchevique y acepta todas sus implicaciones, incluso la muerte en caso de apostatar. Por eso La casa eterna solamente afronta de modo superficial el mundo cultural ruso ajeno a la fe bolchevique (una fe oficialmente rebautizada por la propaganda leninista en marzo de 1918 como comunista).
La fe bolchevique trata con dureza a los disidentes, no solo a los burgueses y campesinos, también a los intelectuales socialistas que negaban la norma crucial de ese movimiento de santos, de ese cetro de hierro, para llevar la humanidad a la verdad bolchevique revelada que desde el primer momento se denominó dictadura del proletariado. Es una lucha por lo que entendían auténtico, que dio lugar a cambios de nombre: Skriabin, el amigo de Arósev, se convirtió en Mólotov (martillo), Dzhugashvili, el compañero de Svérdlov, se convirtió en Stalin (acero); y así muchos otros. Sobre el martillo y el acero se fundó la miríada bolchevique al igual que sobre el pescador galileo Simón, convertido en Pedro, se fundó la iglesia. Nombre y atuendo. Los camaradas se definían con sus chaquetas de cuero y sus gorras de plato con la estrella roja en la frente.
La casa del gobierno
Acantilado
Era la forma de ejercer el Terror Rojo, al modo de Marat en tiempos de la Revolución Francesa: uno de esos camaradas, un tal Mijaíl Yurovski, al frente de un pelotón, pasó por las armas al Zar y a su familia en la localidad de Ekaterimburgo el 17 de julio. Era necesario dar ese paso para evitar una de las pesadillas de todo proceso apocalíptico, un Éxodo sin Tierra Prometida, un momento en el que la sociedad soviética en plena guerra civil, con lo que quedaba de la cultura rusa y su mística de la Tierra Madre, una tierra herida por los “santos de coraza de hierro”, se topa con una forma literaria plenamente bolchevique: El torrente de hierro de Aleksandr Serafimóvich, novela publicada en 1924, donde la literatura bolchevique alcanza su estilo en la descripción de la marcha de sesenta mil soldados por el Cáucaso; era la expresión de esa parte “del pasado glorioso” que el Partido llamó el comunismo en guerra.
Las secuencias ulteriores de este estilo literario constituyen una larga tradición. Empezando por lo que Leonid Léonov, en 1935, llamó Camino hacia el Océano, la gran novela bolchevique que responde al principio del sufrimiento de Dostoievski a la hora de representar la buena muerte de un revolucionario, lo que le valió críticas y el apoyo a su oponente literario Nikolái Ostrovski: su novela Así se templó el acero se convirtió en el libro del autor soviético “más leído, traducido y publicado y querido de la historia de la Unión Soviética y el mundo comunista en su conjunto”.
La razón está en que convirtió el relato sagrado de la Revolución de Octubre en una novela de iniciación, la educación de un joven bolchevique llamado Pável (Pablo) Korchagin desde la inocencia hasta el conocimiento; aunque todas estas grandes novelas de la literatura bolchevique (que no rusa) señalan los credos (a menudo no analizados) sobre los que se construye la URSS: la importancia ilimitada de la épica proletaria, el poder mágico del lenguaje para revelar la verdad (esto lo heredarán sus seguidores latinoamericanos), la plenitud y la continuidad esenciales del yo bolchevique. Un yo capaz de pasar del duro ascetismo de la época de la guerra civil a la ternura familiar en los tiempos del asentamiento socialista.
Cafetería de la Casa del Gobierno
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Sin embargo, a pesar de estos estímulos, la literatura bolchevique se volvió melancólica con la poderosa novela La pirámide de Léonov, el autor al que rindió tributo Mijaíl Gorbachov, donde un viaje conducido por el camarada Virgilio (la alusión es fácil de entender) lleva al protagonista a pensar de nuevo en Rusia, la tierra olvidada por el bolchevismo. Y eso nos lleva a Yuri Trífonov y su novela Tiempo y lugar que al final sirvió para recordar que esa Casa del Gobierno en el malecón era el ejemplo perfecto de que la construcción del Estado a la que sus inquilinos sirvieron no podía hacer frente a “eso irreemplazable que llamamos vida”. Y con la vida se disipó el sueño de una sociedad bolchevique. Y un remate importante tras la lectura de este largo y bello libro: dejemos de llamar comunismo a lo que es puramente bolchevismo.
Yuri Slezkine, La casa eterna. Traducción de Miguel Temprano García. Acantilado. 1632 páginas. 46 euros
La Vanguardia