Josep-Lluís Carod-Rovira
Ferran Adrià la aplicó a la cocina, pero la deconstrucción ya se encuentra en la filosofía, las ciencias sociales, la arquitectura o la crítica literaria. Y ahora también en el discurso independentista catalán, gracias a la aportación de algunos de sus líderes. Se trata de otorgar un sentido nuevo a una realidad concreta, un significado distinto del originario, a partir de los propios supuestos. Y, en esto de la creatividad, los catalanes somos unos campeones, unos auténticos artistas. Ahora resulta que el primero de octubre, pues, no votamos para ser independientes, sino para negociar con España. Ya se lo habrían podido decir a cientos de miles de catalanes que escondieron urnas y papeletas, pasaron la noche en los colegios electorales, votaron a conciencia y con ilusión, se mantuvieron todo el día defendiéndolos de la violencia española, fueron víctimas en su propio cuerpo y siguen siéndolo aún ahora, porque la represión no se para y abarca todos los ámbitos: casa, bolsillo, nómina, pensión y libreta de ahorro, todo incluido. Ese día habrían podido salir en la televisión los capos innovadores del lenguaje y anunciar la buena nueva, o bien habrían podido ir a algún colegio electoral y, entre porrazo y patada, comunicar a los abnegados ciudadanos que si los aporreaban era no por la independencia, sino por querer negociar con el gobierno de España. La respuesta que habrían encontrado nos habría ahorrado presenciar el penosísimo espectáculo de ahora, donde el toque de corneta anunciando retirada es tan ensordecedor como triste y decepcionante.
Buenos muchachos como somos, con la obligación de una buena obra cada día, no nos está permitido, con esto de la independencia, hacer según qué, mira si todavía haremos daño. Ahora, dicen, es hora de hablar, de todo, pero dentro de un orden, no sea. El orden, naturalmente, es el suyo, el que ellos hace siglos que imponen, a golpe de porra y a golpe de ley, sin modificar, en ningún momento, las condiciones de la conversación, basada siempre en una situación de dominio y de fuerza. Por eso ahora no toca hablar de unilateralidad, que quizás se lo tomarán mal. Ahora toca diálogo, no gestos de fuerza. Dialogar pero sin enseñar los dientes, en ningún momento, no sea que saquen una conclusión precipitada y se piensen que un día seremos capaces de morder. Vayamos, pues, a la mesa de diálogo blandiendo bandera blanca, porque somos gente pacífica y no nos gusta gritar. Mientras, hoy, no seamos capaces de nada más, renunciamos también a serlo mañana, y por eso abandonamos la única arma de futuro que tenemos, la unilateralidad, aunque ellos no hayan renunciado previamente al uso de la violencia, la cárcel, las multas, las inhabilitaciones y un uso absolutamente antidemocrático y anticatalán del marco legal vigente.
Si pensamos que lo nuestro lo resolveremos sólo votando, ya podemos esperar sentados. También se hubieran sentado los noruegos, de haber pensado que los suecos los soltarían como si nada. O los irlandeses, si no hubieran arriesgado sin plantearse que tal vez a los ingleses esto de la independencia de Irlanda les provocaría un disgusto. Cualquier pueblo que aspire a figurar entre las naciones libres del mundo no acude desarmado a una conversación de paz, porque entonces no va a una mesa de diálogo sino a un matadero. Sin presión organizada seriamente, numerosa y persistente en el tiempo, sin cientos de miles de acciones individuales de afirmación nacional, sin desobediencia civil, sin movilización popular y dejando de lado la única arma que tenemos como amenaza, la unilateralidad, ni aunque sea en clave de futuro, tenemos nada que hacer. Sin gestos claros que no generen la más mínima duda de que el deseo de independencia, la voluntad de independencia, el compromiso con la independencia va en serio, nadie en España ni en el mundo puede pensar que lo nuestro tenga credibilidad alguna
Si no ven al frente a los representantes de un pueblo alzado hacia su emancipación nacional (en el Parlamento de Cataluña, en las Cortes españolas, en el Parlamento Europeo, en la calle, en el banco, en el supermercado, en la compañía de luz, de teléfono, de gas o de agua, en todas partes), ¿qué es lo que verán, pues? Un país sin Estado, una nación sin discurso, un pueblo desconcertado.
EL PUNT